Reformar las Fuerzas Armadas es una de las tantas tareas o asignaturas pendientes de la democracia. El debate está abierto y está bien que así sea. Las Fuerzas Armadas como existen hoy en la Argentina no son ni buenas ni malas, son la nada. Como están no solo que no sirven sino que salen caras, demasiado caras. Dicho en términos de paradoja: el presupuesto que disponen es bajísimo para cualquiera de las tareas que deberían realizar, pero al mismo tiempo para hacer lo que hacen -o no hacen- salen un ojo de la cara.
Las alternativas que se presentan son claras: o las disolvemos haciendo realidad las utopías anarquistas y pacifistas, o las reformamos haciendo realidad el principio estatal de monopolio legítimo de la violencia, cuyo eje central en los estados nacionales son las fuerzas armadas, tal como lo hacen los estados nacionales que merecen ese nombre.
El gobierno nacional ha decidido dar un paso, apenas un pasito, en dirección de una reforma que intentaría iniciar el proceso de adaptación de las Fuerzas Armadas a las necesidades y exigencias del siglo XXI. La iniciativa despertó el rechazo de toda la oposición, desde el peronismo ortodoxo a la izquierda troskista, desde el kirchnerismo a los llamados movimientos de derechos humanos. Con distintos argumentos -claro está- pero unidos en la santa causa de oponerse.
Remember. A través de un decreto Macri anuló otro decreto de Kirchner que modificaba aspectos legales promovidos durante la presidencia de Alfonsín. Decreto por decreto, el que ahora vale es el del actual presidente. De todos modos no nos engañemos. El decreto es apenas un punto, un puntito de partida, ya que no quedan claro los siguientes pasos a dar, sobre todo porque que se den en la dirección que se den implica sumas de dinero que no sé si el gobierno nacional está en condiciones de disponer.
Convengamos en principio que patrullar nuestras costas, vigilar nuestros cielos y controlar nuestras fronteras con un mínimo de eficiencia sale mucha plata y los entendidos aseguran que una reforma de esta naturaleza llevaría por lo menos un par de décadas, proyecciones temporales de tipo estratégico que los argentinos desde hace mucho tiempo no realizamos, por lo que hay buenos motivos para ser, por lo menos, moderadamente escépticos.
Pero para la oposición en este tema no hay margen de duda. El gobierno de la entrega nacional, de la oligarquía y el imperialismo, el sirviente del FMI y otras lindezas por el estilo, recurre a los militares para reprimir las justas protestas populares contra los planes de ajustes. Clarito. El gobierno, que no es más que una reedición de Videla y Onganía, aplica los mismos remedios que sus ilustres antecesores. Clarito. Volvemos a los setenta con el pretorianismo militar, la Guerra Fría, la doctrina de la seguridad nacional y las dictaduras.
Por el contrario, sostengo que las condiciones históricas que hicieron posible el mesianismo militar no existen, pero sospecho que muchos de los que hoy protestan contra el supuesto retorno de los militares a tareas represivas siguen pensando la política con los conceptos, juicios y prejuicios de los setenta. Corrijo: no lo sospecho, lo afirmo. Basta escuchar sus declaraciones, leer sus consignas.
Un aspecto de este jolgorio me llama la atención: el anacronismo. Están cómodos creyendo que reeditan las luchas de un tiempo extraviado en las brumas del pasado. Incapaces de entender el presente y mucho más el futuro, se refugian en un pasado de certezas con sus épicas, sus dramas y tragedias. Son Quijotes sin la creativa soledad y la estoica grandeza del Quijote.
Repasemos. Los militares en la Argentina están mal, pero convengamos que históricamente hicieron todo lo posible para que así sea. El militarismo, el golpismo, el mesianismo empezó hace más de medio siglo. ¿Se acuerdan de Leopoldo Lugones y su proclama a favor de la hora de la espada? Ahí empezó la cosa. La hora de la espada pocos años después fue la hora de la picana eléctrica, pero voltaje más, voltaje menos, hubo una práctica histórica y una ideología que sostuvieron el principio de que los militares son la reserva moral de la nación, los sostenedores del ser nacional y los celadores de lo permitido y prohibido en materia política.
La catástrofe moral e institucional de las Fuerzas Armadas no llegó de la mañana a la noche. El presente estuvo precedido de medio siglo de atropellos institucionales, de persecuciones políticas y sociales y de corrupción… sí… de corrupción… escandalosa en algunos períodos. El nacionalismo católico y castrense en sus variantes autoritarias y ultramontanas fue la ideología de un modelo de poder que equiparaba la grandeza de la nación a la grandeza numérica y presupuestaria de los militares. A partir de los años cincuenta esta ideología resultó funcional al alineamiento de Argentina en la guerra fría, transformando a las Fuerzas Armadas no en baluartes de la defensa nacional sino en virtuales ejércitos de ocupación. La tragedia de la última dictadura militar fue el último acto de una saga histórica de larga duración.
Como dijera alguna vez Alfonsín: “No queremos destruir a las Fuerzas Armadas, pero tampoco queremos que las Fuerzas Armadas nos destruyan a nosotros”. Las Fuerzas Armadas pagaron un precio alto por haber cedido a la tentación del mesianismo y por haberse negado a juzgarse a ellas mismas, pero, en primer lugar, fuimos los argentinos los que pagamos un precio altísimo por haber sido sometidos a regímenes militares, muchos de los cuales -no olvidarlo o disimularlo- hasta llegaron a ser ovacionados por las multitudes.
Ahora se impone dar vuelta la página. No hay guerra fría, no hay doctrina de la seguridad nacional, no hay “enemigo interno”. Los militares tienen tareas que realizar en la Argentina. Tareas que atienden exigencias muy diferentes a las del siglo veinte. Ese tema merece discutirse en serio y mientras tanto importan algunos avances en esa dirección. El decreto de Macri puede ser uno de esos avances.
Digo “puede ser” y no “es”, porque hay motivos para dudar. Ninguna duda sin embargo se compadece con los alaridos de una oposición oportunista y anacrónica. De su anacronismo ya hablamos. De su oportunismo convienen algunas reflexiones. Para la izquierda, las fuerzas armadas serán siempre el brazo armado de las clases dominantes y la única salida es su disolución por vía revolucionaria y la organización de un ejercito popular. ¿Como en Cuba o Nicaragua? Algo así.
El populismo en la variante kirchnerista no se queda atrás. Quienes ahora ponen el grito en el cielo por un decreto que anula un decreto de su jefe, se olvidan o prefieren olvidar que promovieron y aplaudieron al general Milani como comandante en jefe, que lo autorizaron a realizar inteligencia interna y cometieron el peor de los pecados en materia democrática: intentaron instalarlo como el jefe militar no de una nación sino de la causa nacional y popular.
En ese punto los muchachos no retornaron a los setenta sino a los treinta. No los conforma Onganía o Videla, se abrazan a Uriburu y, obviamente, a los entorchados nazi-fascistas de 1943 y su trípode de poder: ejército, iglesia y sindicato. ¿Milani, Bergoglio y Moyano? Vamos Argentina si querés.
Lo más patético de toda esta movida son algunos de los dirigentes de derechos humanos, a quienes se les debería exigir un mínimo de coherencia ética. Se escandalizan por un decreto de Macri y protagonizan un silencio pavoroso con Milani, mientras en estos días la señora Carlotto no tuvo reparos en perdonar a Rodríguez Sáa por sus relaciones carnales con Massera. ¿Claudicación ética, soborno o complicidad entre compañeros de una misma causa? No lo sé, ni quiero saberlo.
En síntesis. No quiero militares transformados en verdugos de sus pueblos. Y mucho menos, atribuyéndose roles políticos. Por el contrario, quiero fuerzas armadas modernas, atentas a los cambios del mundo, a las nuevas tareas de defensa. No las quiero como en Nicaragua, asesinando a estudiantes; como en Venezuela, cómplices del hambre, la corrupción y el narcotráfico; o como en Cuba, sostenes y beneficiarios del régimen totalitario.