Pañuelo

Agobiado por el calor y por el dolor de cabeza de la borrachera de la noche anterior, yo la esperaba en el andén de la estación terminal de Rosario, cuando la vi bajar con esa displicencia elegante, tan suya, tan personal, como si en lugar de descender de un ómnibus parecido a un acoplado, lo hiciera de un Rolls Royce. Todavía lo recuerdo. Me había llamado por teléfono, casi sobre el filo del mediodía, para que la fuera esperar a Rosario, porque desde Buenos Aires a Santa Fe no había línea directa. Ese día tenía muchas cosas que hacer, pero soporté sin parpadear las recriminaciones del titular de mi cátedra, que en estas situaciones nunca perdía la oportunidad de acusarme de irresponsable y veleta. Lo cierto es que no me importó el calor humillante, esa suerte de resolana que se levanta a la hora de la siesta a lo largo del autopista que va desde Santa Fe a Rosario; tampoco me importó el tumulto de la terminal, los sudores de la gente apretujada en los pasillos, la cantinela de los vendedores ambulantes, la suciedad de los bares, los pasajeros subiendo a los colectivos con sus cansancios, sus ansiedades, sus pobres esperanzas. Nada me importó, porque en aquel tiempo lo único que me importaba en serio era ella y bastaba que levantara el teléfono y emitiera una orden, para que yo la cumpliera con la fidelidad de un soldado o el servilismo de un perro.

Llegué con el tiempo justo. La reconocí de lejos por el modo de caminar, perdida en la multitud pero única para mis ojos. Desde el rincón donde me había refugiado, disfruté de esa expresión de alegría y asombro que se le reflejaba en el rostro mientras caminaba mirando para todos lados, como extrañada de no encontrarme o como extrañada de estar caminando en el mundo, hasta que me reconoció parado al lado del kiosco de diarios y revistas, el único lugar donde si bien no era posible estar solo, por lo menos era posible estar separado por unos pocos metros de la multitud.

Decía que la vi acercarse a mi con su ese desenfado juvenil, con su sonrisa insolente, con esa luz que su belleza y su juventud parecía desparramar en el aire, una luz que adquiría importancia incluso en esa suerte de galpón sórdido y ruidoso que era la terminal de ómnibus de Rosario en aquellos años. La vi avanzar con sus vaqueros desteñidos, su camisa clara, las zapatillas deportivas, el diario bajo el brazo y el pañuelo celeste de lino que parecía flotar en el aire.

Nos abrazamos y nos besamos en la boca sin que nos importaran los curiosos que nunca se privan de mirar con aire de santurrona reprobación o de sucia complicidad esas escenas. Salimos a la calle, a la furia de la siesta, indiferentes a los sudores, al fastidio de la luz de noviembre, a la insolencia de los pedigüeños y a las dos putas gordas y percudidas, paradas y resignadas a su destino en la esquina, a pocos metros del hotel donde yo había dejado el auto estacionado.

Las escenas que cuento ocurrieron no hace mucho tiempo, diez años   a lo sumo. Ahora ella ya no está, como tampoco está el auto que entonces tenía y mucho menos mi cátedra de literatura española. Vivo en la casa de una tía vieja que me detesta, aunque aceptó que me alojara en su casa para tener un pretexto para despreciarme cada vez que le pido plata prestada o me ve llegar borracho.

Yo no sé que me pasó para haber caído tan bajo Tampoco creo que tenga importancia saberlo. Alguna vez creí que mi derrumbe se inició cuando ella decidió dejarme. Hoy no estoy tan seguro que sea así, porque el hombre que ella abandonó, después de haberle tenido una infinita paciencia, hacía rato que estaba derrotado.

De todos modos, cada vez que el vino o la ginebra me lo permiten me acuerdo de ella, no para refugiarme en la dulzura de su recuerdo sino para despreciarme un poco más o hundirme unos centímetros más en el pozo en el que estoy metido y del cual la única certeza que tengo es que nunca más saldré.

Sin embargo, por más esfuerzos que haga para enterrar el pasado, para vivir en un presente eterno como los animales, las imágenes retornan y la más persistente, la más empecinada es la de su pañuelo celeste, ese pañuelo que ella llevaba en verano y en invierno, a la mañana y a la noche, enlazado al cuello y que para mi era algo así como una señal, un rayo de luz, un parpadeo que me anunciaba con sonidos extraños, con sonidos que no alcanzaban a constituirse en palabras, algo así como la felicidad, una felicidad tan fugaz, tan inasible como ese liviano pañuelo de lino.

En la memoria, en mi fatigada y escabrosa memoria, ese pañuelo es como una clave, una cifra que si la pudiera revelar podría explicarme algunas cosas, explicarlas por el simple gusto de entretenerme con algo, porque lo que pasó entre nosotros está más allá de las explicaciones, los remordimientos, los miedos y el espanto.

Sí recuerdo que cada vez que la veía con ese pañuelo se producía un efecto parecido al que percibe el que en la multitud distingue una cara, algo que le parece reconocer en esas facciones lejanas y fugaces, el rostro de quien alguna vez fuera un amigo; o como cuando un perfume o una palabra escuchada al azar, posee la virtud de precipitar los recuerdos o recuperar un instante vivido del que no sabemos nada, salvo la presunción, la sospecha de que alguna vez lo vivimos.

Más de una vez me pregunté, con algo de indiferencia y fastidio, de dónde me llegaban esas imágenes de obstinada felicidad, obstinada y dolorosa felicidad, porque no hay nada que lastime más que la evocación de la felicidad perdida, la inevitable comparación que la vida establece entre un tiempo y el otro, sobre todo cuando se sabe, con la certeza de un dogma de fe, que los percudidos recuerdos del pasado sólo sirven para hacer más evidente este tiempo de derrota, de desquicio, de derrumbe.

Por más esfuerzos que haga por borrarlas, las imágenes retornan, persistentes, empecinadas, obsesivas. A veces se hacen presentes durante una borrachera, a veces a la hora de la resaca, más de una vez en el bodegón donde me refugio, el sucio bodegón que sobrevive al lado del mercado y en donde los fracasados arrastramos nuestras desdichas.

Como si el mostrador húmedo y sucio, los vasos de vino empañados, los rostros estragados de los hombres, el silencio sepulcral del salón, no existieran o se disolvieran en el aire, lo que se empecina en representarse ante mis ojos son escenas, como si en la penumbra del bodegón se levantara una pantalla y yo fuera su exclusivo espectador.

La peatonal del centro hace una ponchada de años. Allí está ella, viene caminado desde el sur, se detiene un instante para conversar con una amiga y después continua su marcha. Sentado a la mesa de un bar que ya no existe, como tampoco existe el muchacho de esa mesa y de esa esquina, la miro pasar. A esa hora de la tarde hace frío o ha refrescado, porque ella se abriga con una campera. Pasa caminando a mi lado  y tal vez no me ve o no me presta atención, porque no me saluda o, porque como me dijera una vez: los tipos sentados a la mesa de un bar me parecen patéticos. Pasa entonces a mi lado y no necesito forzar la vista o la memoria para saber que el pañuelo que le protege el cuello del frío es celeste.

Ahora estamos conversando en uno de los pasillos de la facultad –miren del tiempo del que le estoy hablando- casi al frente del aula Velez Sarsfield. Somos cuatro o cinco personas, somos todos muy jóvenes, incluso yo que soy el mayor del grupo. Dentro de un instante voy a dictar una conferencia sobre temas que alguna ve llegué a dominar a la perfección. Hay un jurado que me evaluará por los contenidos y el tiempo empleado. Lo que decidan va a ser importante para mi vida, es lo que pensaba entonces cuando todavía tenía ilusiones, cuando todavía alimentaba esperanzas. En algún momento estoy conversando con ella. Nos hemos acomodado en uno de los bancos del patio de naranjos y palmeras y le digo a ella que cuando falten quince minutos para concluir la conferencia se levante, se retire del aula porque así sabré que dispongo del tiempo suficiente para redondear el tema. Ahora estoy hablando en la tarima del Aula Magna, Creo que estoy hablando de literatura, de Góngora, Quevedo y Lope de Vega, pero eso ahora no tiene ninguna importancia, porque lo que importa es que ella en algún momento se levanta y empieza a caminar en dirección a la puerta. La observo dirigirse hacia la salida, pero a lo que más presto atención en ese momento no son los quince minutos que me quedan, sino a su espalda, al pelo castaño claro que cae sobre su campera y, por supuesto, el pañuelo celeste que lleva puesto y que, desde donde estoy parado, apenas alcanzo a distinguir, aunque en el recuerdo no hay nada más importante que ese pañuelo.

Estoy sentado en un sillón en el hall de mi casa, el departamento en donde vivía con un amigo. Me acabo de dar un baño y me dispongo a leer el diario. Deben ser más o menos las siete de la tarde, porque por la ventana entra una luz cuyo tono es el del desmayado crepúsculo. Escucho unos pasos que se aproximan por el pasillo y allí está ella. Me mira con recelo, con algo de desconfianza. No vino a esta casa para verme a mí y mi presencia no la alegra. Pregunta por Raúl, mi compañero de casa. Lo hace desde la puerta, como si no se atreviera a entrar o como si hubiera decidido, mientras yo esté allí, no dar un paso más. Sin levantarme del sillón, le digo que Raúl salió pero que vuelve dentro de un rato. Vacila un instante. Si me tuviera confianza seguramente se quedaría esperando, pero en aquellos años yo no era confiable, aunque por motivos diferentes a las desconfianzas que suscitaría después. Intercambiamos dos o tres palabras. En realidad el que hablo soy yo, porque ella contesta con monosílabos, como si mi atenciones le molestaran, la pusieran de mal humor. Antes de irse me deja un mensaje para mi amigo. Después se retira casi sin saludar. La observo: está un poco más delgada y el pelo ahora lo lleva recogido. No es la misma imagen que vi en la peatonal o en el Aula Magna, pero lo único  que se mantiene intacto es el pañuelo celeste.

Nunca puedo recordar con precisión cuando empezó a quererme, cuando se prometió redimirme o sostenerme para que no me precipite al abismo. Lo que sé que me quiso con esa pasión que ciertas mujeres ponen para asistir a los moribundos o aliviar las llagas de una herida profunda e incurable. Me quiso con esperanza, después con desesperación y por último con resignación, con esa desesperada resignación que domina a quien asiste a un moribundo, con esa certeza de que nada de lo que se haga impedirá el desenlace previsto.

La voz del dueño del bodegón interrumpe las escenas. Me recuerda que va a cerrar y que tengo que pagarle la consumición. Lo hago y salgo a la calle. Camino por la vereda despareja del barrio; casi al llegar a la cortada doblo a la derecha y entro a un patio donde hay restos de autos viejos, motores a la intemperie, una moto apoyada contra un árbol. Detrás del galpón hay un pasillo y al fondo hay una puerta de lata caída. Es mi casa. Me da lo mismo acá que en la casa de mi tía.

Hace calor y estoy cansado, pero yo  sé que aunque me tome otra botella de vino esta noche no voy a  dormir, otra vez dejaré pasar las horas tirado en la cama, escuchando los ladridos de los perros en la oscuridad y el croar de los sapos del zanjón que corre casi debajo de la puerta.

En mi cuarto no hay libros, no hay radio ni televisión, no hay nada que me pertenezca, que alguna vez me haya pertenecido. Es una pieza despojada, con dos camas estrechas, algo así como una cueva donde el bicho que ahora soy se refugia. Si alguna vez se presenta la muerte, algo que seguramente no demorará demasiado tiempo en llegar, la única persona que reconocerá la existencia de mi cuerpo será la harpía que me alquila el cuarto, una mujer que lo único que sabe de mi es que me emborracho casi todos los días y que algunas veces me demoro en pagarle la pensión.

Es así. Voy a morir solo y nadie sabrá de mi muerte como nadie se acuerda de mi vida. Los que vengan a recoger mi cuerpo no tendrán mucho trabajo. Unos huesos cansados, dos o tres camisas, un par de pantalones y nada más. O, mejor dicho, nada más que les pueda interesar a ellos, porque seguramente nadie prestará atención al pañuelo celeste que está debajo de la almohada, ese pañuelo que ella olvidó la última noche que estuvimos juntos, la noche en que la ofendí para siempre y se retiró del cuarto con los ojos llenos de lágrimas.

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