Cosas que pasan

Llamó por teléfono para preguntarme si se podía alojar en mi casa. Le respondí que podía hacerlo. Me explicó que su viejo estaba internado en un sanatorio de la ciudad y

que lo operaban el lunes a la mañana. Le recordé que mi casa era la suya y que podía contar con ella cuántas veces lo necesitara. Me agradeció y me dijo que antes de

anochecer llegaba a Santa Fe.

Colgué y me quedé un rato mirando el techo. Tucho era mi amigo y no podía decirle que no, pero a decir verdad no era el mejor momento para recibir visitas. El reloj de la mesa

de luz marcaba las tres de la tarde, una hora más que prudente para despertarse teniendo en cuenta que me había acostado con unos cuantos vinos encima alrededor de las ocho de la mañana. Informo que era una época de mi vida en la que andaba por la ciudad como bola sin manija. ¿Motivos? No los recuerdo bien, pero tampoco es lo que importa.

Con Tucho nos conocemos, como se dice en estos casos, desde la más tierna infancia. Los dos somos de Saboya, un pueblo de la pampa gringa ubicado a unos ciento cincuenta kilómetros de Santa Fe. Hicimos la primaria y el secundario juntos. Los dos nos fuimos a estudiar a la universidad, pero él antes del año regresó al pueblo. Extrañaba. Eso fue lo que me dijo. Extrañaba los amigos, la mesa de café en el club, las peñas de los viernes, pero sobre todo extrañaba a su novia. Eso fue lo que me dijo.

O sea que se dio el gusto. Volvió al terruño, el padre lo acomodó en la Municipalidad y retornó a lo que más le gustaba: divertirse con los amigos y los fines de semana salir

con la chica con la que se había puesto de novio en el segundo año del secundario. Para la época que les cuento Tucho estaba casado y era padre de un pibe que debía andar por los cuatro años. Después de más de diez años de noviazgo había accedido a casarse, porque en los pueblos no queda bien dejar a una chica embarazada, sobre todo si esa chica es hija de uno de los comerciantes fuertes del lugar. Diez o doce años de novio. Noviazgos crónicos le dicen. Parejas que se pasan los años de su juventud de novios y cuando están por casarse se dan cuenta de que en realidad de lo que más tienen ganas es de divorciarse.

Tucho se volvió al pueblo y yo me quedé en la ciudad. No me faltaba mucho para recibirme, pero por ese lado estaba tranquilo porque mis padres tampoco me apuraban para que lo hiciera. Por mi parte, yo estaba cómodo con mi situación de estudiante, de estudiante crónico, como le gustaba decir a mi tía. Crónico y soltero, agregaría.

Cada dos o tres meses viajaba a Saboya. Llegaba a casa, saludaba a padre, a madre y a hermana y enseguida me iba al club para encontrar en el lugar de siempre a mis amigos

de siempre. Ya se sabe que cuando se deja el pueblo para ir a estudiar a la ciudad más temprano o más tarde uno empieza a alejarse de los viejos amigos. En realidad, uno empieza a alejarse cuando advierte que cada vez tiene menos cosas que hablar o compartir con ellos. Así son las cosas. Mientras uno vive en el pueblo supone que el universo empieza y termina allí. Apenas se va, descubre que estaba equivocado, muy equivocado. En mi caso me fui dando cuenta de a poco, motivo por el cual mis visitas se hicieron cada vez más espaciadas. Tal vez no sea agradable decirlo, pero es así. Yo por lo menos necesito que el lugar en el que vivo me despierte expectativas, me plantee desafíos. Pues bien, después de siete u ocho años de vivir en una ciudad, Saboya no me despertaba ni desafíos ni expectativas. Es más, aunque no me atreviera a reconocerlo en voz alta, el pueblo y sus habitantes representaban todo aquello que no quería para mí.

Con Tucho mantenía una relación diferente porque él era diferente. Por lo menos así lo fue hasta que decidió casarse o decidieron que se casara. En los buenos tiempos, con él podíamos estar días, semanas, sin vernos, pero apenas nos encontrábamos bastaban y sobraban dos o tres frases para sintonizar en el acto la misma onda. Después que formó familia, como se dice en Saboya, algo empezó a cambiar. La culpa no la tuvo ni su esposa y mucho menos su hijo; sospecho que la culpa la tuvimos nosotros. O la vida. La amistad que en un tiempo era para nosotros algo exclusivo, algo que nos pertenecía desde siempre, comenzó a degradarse. Como el amor, las amistades también necesitan de atenciones. No puedo definirlo  con palabras y tampoco lo puedo conversar con él porque no sabría que decirle y él no sabría qué contestarme.

Por lo demás seguíamos siendo los de siempre. No se renuncia a la amistad por una sospecha, pero si el amor se desgasta las amistades también se desgastan. Para que ello ocurra no es necesario pelearse, alcanza y sobra con ir tomando distancia, con descubrir que la persona que alguna vez fue un amigo empieza a ser un desconocido, alguien con el cual cada vez hay menos temas para conversar. Tucho era mi amigo, qué duda cabe, pero él y yo sabíamos que cada vez se nos hacía más difícil estar juntos, que lo único que nos mantenía unidos era el pasado, porque ni en el presente y, mucho menos, en el futuro, había algo en común entre nosotros.

Tucho llegó a la hora prometida. Lo fui a esperar a la terminal y antes de ir a casa nos metimos en un bar para tomar algo fresco. Pedimos una cerveza y después otra y después una tercera. Nada del otro mundo en nuestro caso. Todavía éramos jóvenes, teníamos aguante y suponíamos que todos los excesos nos estaban permitidos. Además -pensaba yo- si no celebramos nuestra amistad bebiendo no sabríamos bien de qué hablar o qué hacer.

En algún momento le pregunté por su padre. Me comentó que estaba internado porque lo operaban del corazón el lunes a la mañana.

-Es un bypass -dijo- nada del otro mundo.

Le pedí que me explicara qué es un bypass. Me dio algunos detalles, pero por lo poco que alcancé a entender deduje que era algo más que una operación de rutina. Más no

Pregunté, porque tampoco él entendía mucho del tema

-El viejo es un toro. Se hace la operación porque tiene ganas.

-No me parece lo más aconsejable operarse porque no tiene otra cosa que hacer.

-Siempre esa costumbre tuya de tomarte las palabras al pie de la letra. Te digo que está hecho un toro y quiere seguir hecho un toro. Se opera no porque está mal, sino porque

quiere seguir viviendo bien.

-Algún día los juegos de palabras te van a llevar a la perdición.

Se rió. A Tucho le gustaba reírse. Había momentos en que exageraba esa costumbre de tomarse todo a la liviana o resolver los problemas más complicados con una carcajada.

-Decile al mozo que no se haga el oso y traiga más cerveza a la mesa -dijo haciéndose el listo con las rimas.Nos quedamos hasta tarde. No sé cuántas cervezas tomamos pero fueron muchas. En algún momento se acercó un amigo y se sumó a la partida. Creo que de ese bar salimos como a las dos de la mañana. Dos o tres cuadras después nos metimos en otro bar. Así eran las cosas en aquellos años: los bares abundaban y en todos ellos había amigos con ganas de compartir copas y charlas. En algún momento le recordé a Tucho que había venido a Santa Fe para atender a su padre. No sé qué me contestó, pero en ese momento estaba claro que la persona que menos le preocupaba en el mundo era el padre. Lo de siempre -pensé- no se aguanta el pueblo, no aguanta a la mujer y no se aguanta él mismo. El padre es apenas un pretexto.

Cuando salíamos de uno de esos bares, discutimos con dos tipos que estaban tomando en una mesa plantada en la vereda. No recuerdo bien por qué discutimos, pero en algún momento Tucho quiso pelear. Hubo algunos empujones, se cayeron un par de botellas, rodaron los vasos, pero no pasó nada porque uno de los parroquianos nos advirtió que el dueño del local había llamado a la policía. Y a nadie, ni a Tucho ni a mí, y presumo que a nuestros ocasionales rivales,

le interesaba pasar una noche en cana.

Cuando llegamos a casa todavía no había salido el sol, pero ya se sentía el olor de la madrugada.  Antes de dormirnos tomé la precaución de poner el despertador. Tucho se acostó en un sofá viejo que está en el living y yo en mi cama de siempre. Cómo habremos estado que nos acostamos vestidos; yo ni siquiera me saqué los zapatos.

A la mañana estuve renegando para despertar a mi amigo. Me esforcé en explicarle -no sé si entendió- que había venido a la ciudad para ver a su padre y no para trasnochar conmigo en los bodegones de las inmediaciones de la terminal. Yo me di una ducha y tomé unas aspirinas; él ni siquiera se lavó la cara y mucho menos se cambió de ropa. Lo dejé hacer porque lo conozco y sé que cuando se pone así no hay que dirigirle la palabra porque es para peor.

El padre de Tucho estaba internado en un sanatorio del sur, un sanatorio donde trabaja una enfermera que alguna vez fue algo así como mi novia. Ahora era una amiga, una buena amiga. Fue lo que le dije a Tucho para tranquilizarlo con respecto a la información y las atenciones. Como se estaba haciendo tarde tomamos un taxi. Según me dijo, el sanatorio era uno de los mejores de la ciudad. No le contesté nada para no darle manija, pero ese sanatorio hacía muchos años que había dejado de ser el mejor de la ciudad.

Hacía por lo menos dos o tres años que no lo veía al padre de Tucho. Según mi viejo era un buen tipo; pero según madre, era una porquería de hombre.  Bueno o malo, era uno de los tipos importantes del pueblo y alguna vez, de esto hace una ponchada de años, fue intendente, no el mejor pero tampoco el peor. Yo lo recuerdo jugando a las cartas en el bar del club, paseando en auto alrededor de la plaza los domingos o en los actos oficiales ocupando el palco con la certeza de quien supone que ese palco se ha construido para él.

Don Aldo era un tipo importante en Saboya y él lo sabía y se portaba como tal. Politiquero, mujeriego, amigo de fiestas y comilonas, vivía a mil y, como se sabe, a esa velocidad no se dispone de mucho tiempo para atender a la familia o estar con el hijo.

Don Aldo nunca despreció a Tucho, pero tampoco le llevó el apunte. Al muchacho no le faltó nada, pero a riesgo de ser sentimental diría que aquello que Tucho necesitaba, don Aldo nunca se lo dio, tal vez porque no sabía cómo hacerlo, o tal vez porque tampoco prestó atención a ese detalle.

Tucho nunca me habló de su padre. Ni bien ni mal. Cuando don Aldo se separó, tampoco dijo una palabra. Ni durante ni después. Yo me enteré del episodio en casa. Tucho desde su adolescencia vivió con la madre, una mujer que alguna vez había sido hermosa y que con el paso de los años se fue marchitando hasta transformarse en lo más parecido a una sombra. En los pueblos suelen pasar estas cosas. Sobre todo si una mujer tiene como marido a un tipo como don Aldo.

Ahora el hombre estaba alojado en un cuarto que me pareció chico y oscuro, una de esas piezas con techos bajos, ventanas estrechas y mal iluminado, un lugar que no me gustaría estar bajo ninguna circunstancia, un lugar que no sé si se lo desearía a un preso. Don Aldo nos recibió con una sonrisa y hasta se dio el lujo de hacernos algunos chistes. Estaba contento por nuestra presencia y estaba contento con Tucho que recién parecía estar recuperándose de los estragos de la noche anterior. A mí me saludó con afecto, como si fuéramos amigos de toda la vida. Claro que estaba contento. Seguramente se sentía muy solo encerrado en ese cuarto del sanatorio, justamente él que en sus buenos tiempos no paraba en su casa, siempre rodeado de gente y siempre dispuesto a continuar todo lo que sea necesario continuar: una mesa de timba, una comilona, una refriega o algún amorío prohibido.

Había otra cama en el cuarto ocupado por un viejito que no sé si se dio cuenta que llegamos nosotros. A su lado, don Aldo parecía un atleta. Estuvimos hablando de bueyes

perdidos hasta que en algún momento le preguntó a Tucho por qué no había traído a Danielito. Danielito era el nieto.

-No me pareció oportuno.

Lo dijo fastidiado, como dando a entender que la pregunta  era innecesaria.

-Es la persona que más tengo ganas de ver y no la trajiste. Fue un reproche, pero lo dijo con buen tono. Por lo menos eso fue lo que a mí me pareció.

-O sea que lo mejor que yo puedo hacer es irme, porque como siempre mi presencia te molesta- respondió Tucho. Y allí me di cuenta de que empezaba ser testigo de una verdadera batalla campal entre padre e hijo, un padre internado en el sanatorio y a punto de ser operado y un hijo que me dio la impresión que no estaba allí para acompañar al padre sino para pasarle una cuantas facturas.

-Vos no me molestás, pero me molestan tus palabras -fue la respuesta de don Aldo, para después agregar: ¿Y se puede saber qué tiene de malo que pregunte por el nieto?

-¿Y desde cuándo estás tan preocupado por la familia?

Don Aldo me miró a mí como esperando que yo dijera o hiciera algo;  después hizo un gesto como dando a entender que no valía la pena seguir hablando. Estaba encogido en la cama y, a decir verdad, me dio algo de pena ese hombre tan orgulloso y tan seguro de sí mismo transformado ahora en un viejo impotente, agraviado por un hijo que parecía que había esperado todos estos años que se presentara la oportunidad para ajustar cuentas.

Sinceramente, cuando Tucho se pone así dan ganas de matarlo. Me hubiera gustado hacerle señas para que dejara de hablar de algo que para lo único que servía era para

ponernos incómodos a todos. Me salía de la vaina para decirle que lo que estaba haciendo era injusto, pero me quedé en el molde porque ahora sabía que Tucho había venido a Santa Fe a algo más que acompañar al padre. Lo conozco, vaya si lo conozco, y sé muy bien que ése es su estilo, su marca registrada: esperar el peor momento para dar la peor noticia y después indignarse por la incomprensión y la maldad de la gente. Lo conozco.

-Si te molesta tanto visitarme no hubieras venido- le dijo el padre en cierto momento.

Se lo dijo sin levantar la voz, pero mirándolo a los ojos. Y a esa altura del partido yo ya no sabía dónde meterme. Por suerte para todos, cuando el aire se cortaba con una navaja,

entró una enfermera, le tomó la temperatura, acomodó la cama de los dos pacientes y por un momento pareció que el clima se había distendido. No fue así. Tucho empezó a hablar de su madre y a dar a entender que si esa mujer estaba enferma el único responsable era don Aldo. Lo que estaba presenciado me pareció injusto, innecesario. Don Aldo estaba postrado y el hijo lo golpeaba sin piedad.  En algún momento me harté. Me levanté y le dije a Tucho que lo esperaba afuera. Antes de retirarme lo saludé al padre. Me contestó con un gesto. Si Tucho se había propuesto arruinarle la mañana al padre que estaba a punto de ser operado del corazón, no lo habría hecho con tanta eficacia; y pensar que mientras íbamos en el taxi hacia el sanatorio me había jurado y perjurado que la relación con su padre había mejorado. Hasta llegué a creerle, sabiendo de antemano que Tucho nunca se llevó bien con su padre o, para ser más preciso, su padre nunca se llevó bien con él. No sé bien por qué las cosas se presentaron así, pero lo seguro es que ni Tucho era el mejor hijo de mundo y su padre estaba lejos, muy lejos, de ser el mejor papá del mundo.

Salí del cuarto y pregunté por mi amiga enfermera. Conversamos un rato y le mencioné a don Aldo. Me dijo que lo ubicaba y que lo iban a operar mañana.

-¿Un domingo?

-Sí, un domingo porque no se puede perder tiempo.

-¿Algo en especial?

-No lo sé, pero según el médico, no está bien.

Pensé que después de la visita del hijo amado iba a estar un poco peor. Tal vez se lo merecía, seguramente se lo merecía, pero Tucho sabe tan bien como yo que a un tipo en el suelo no se le patea la cabeza, y lo que Tucho estaba haciendo con el padre era patearle la cabeza.

En el sanatorio había una pequeña cantina y me instalé allí con un café esperando que mi piadoso amigo regresara. Afuera el sol pegaba con todo, pero alguien con mejor humor que el mío podría decir que era una mañana luminosa. Yo, por lo pronto, no estaba de humor para registrar esas bondades.

El plantón duró más de una hora. Lo tengo que querer mucho a mi amigo -pensé- para hacerle el aguante sin protestar. Cuando lo vi llegar me di cuenta en el acto que estaba hecho una furia. Caminaba despacio, como arrastrando los pies y sonreía. Pensé lo peor y, en efecto, no estaba equivocado, pero a esa conclusión llegué más tarde, bastante más tarde.

Tomamos otro taxi y no abrió  la boca. Cuando llegamos a  casa me propuso ir a almorzar a un comedor. Le dije que estaba cansado, que me dolía la cabeza y que lo que más quería era irme a dormir. Me miró como para saber si le estaba hablando en serio. El examen fue breve y la conclusión también. Sin decirme nada me dejó plantado en la puerta de casa. No estaba enojado conmigo, pero se portaba como si lo estuviera. Preferí no llevarle el apunte y dejarlo hacer.

Debo haber dormido hasta las tres o cuatro de la tarde. Cuando desperté, Tucho todavía no había llegado. Lo hizo una hora después. Yo estaba tomando mate en la galería cuando lo vi entrar. Pensé que regresaría borracho pero me equivoqué. Además, no sé bien por qué motivos, se le había pasado el mal humor. Estaba conversador, alegre, me atrevería a decir. Esta vez sí se bañó y se cambió de ropa. Después seguimos mateando y conversando hasta que se hizo noche. Del padre no hablamos nada.

Esa noche cenamos en casa. Yo tenía una carne congelada en la heladera y le propuse hacerla al horno. El habló de asarla con carbón, pero le dije que no tenía parrilla. Rezongó un poco pero aceptó mi propuesta. Puse la carne al horno y mientras él se entretenía mirando un programa de televisión, fui hasta el kiosco de la vuelta y compré dos

botellas de vino. No más. Lo conozco a Tucho y sé que si compro cuatro terminamos tomando las cuatro. Con dos estaba bien; sinceramente, era lo que creía que debíamos hacer.

Durante la cena conversamos de nuestras cosas. Le hablé de mis estudios y le di a entender que no sabía muy bien qué hacer con mi vida. Él me escuchaba y yo me daba cuenta que más que no importarle, no entendía lo que me podía estar pasando. Como ya lo dije, nuestra amistad se mantenía intacta, pero cada vez había más cosas que nos separaban.

Por supuesto, las dos botellas de vino volaron rápido. Intenté poner fin a las libaciones, pero todo fue en vano. Tucho quería salir a la calle y no me dejó otra alternativa que acompañarlo. Yo, a decir verdad, me hubiera quedado a dormir, pero esa era una licencia que Tucho no podía permitírmela. O sea que cerca de la medianoche salimos a tomar unas copas.

Era sábado y la ciudad a esa hora era un jolgorio. Nos instalamos en un bar de la avenida, uno de esos bares de gente joven que le dicen. No pudimos conversar mucho porque llegaron unos amigos y después unas amigas y a las tres de la mañana la jarana estaba en lo mejor. Alguien propuso ir a una fiesta, algo así como un cumpleaños  que se hacía en uno de esos clubes de barrio. Yo no me sentía bien y le hice señas a Tucho para volver a casa. No hubo caso. Tucho estaba embalado con una rubia y no dejaba de tomar. Le insistí para irnos, le recordé muy al pasar que a media mañana operaban al padre, pero ni me escuchó. No me gusta andar de institutriz de tipos que ya no tienen edad para ser tutelados. Me levanté y me fui. Él creo que ni se enteró de mi retirada.

Llegué a casa como pude y me acosté a dormir. En algún momento de la noche fui al baño y comprobé que Tucho no había regresado. Volví a la cama y seguí durmiendo. Como a las diez de la mañana me despertó el teléfono. El tipo que hablaba se presentó como policía. Me dijo con pocas palabras que Tucho estaba detenido. Pregunté el motivo y me dijo que por desorden y riña. Nada grave, pero recién a la tarde lo dejarían libre. Pregunté si podía ir a verlo y me dijeron que sí. Después llamé por teléfono a uno de los amigos que compartieron la mesa con él. Nadie contestó. O estaba dormido o también estaba preso. Decidí ir a la comisaría. Cuando llegué a Tucho lo estaban dejando en libertad. Ojeroso, despeinado, sucio. Me saludó con un gruñido. Algo me dijo de una pelea en el club, pero no me dio más explicaciones. Yo tampoco se las pedí. ¿Para qué?

Llegamos a casa. Dijo que se daba una ducha y se iba al sanatorio para ver al padre. Le dije que lo acompañaba. Mientras estaba en el baño llamé por teléfono al sanatorio. Pregunté por mi amiga y me derivaron a otra oficina. Estaba por cortar cuando escuché su voz. Le pregunté por don Aldo. No sé por qué motivos la respuesta no me sorprendió:

-Murió en la operación.

-¿Cómo que murió?

-Te dije que era una operación complicada; ya llegó muy enfermo y tenía muy pocas posibilidades de salir con vida.

-Pero un by pass..

– El by pass era lo de menos; había otros problemas; él sabía muy bien que sus posibilidades eran escasas.

Cortamos. Tucho se estaba secando en el dormitorio. Soy de los que creen que las malas noticias hay que darlas enseguida y de la mejor manera posible. Fue lo que hice. Tucho me miró y su única reacción fue sentarse en la cama, como si hubiera recibido un golpe o como si estuviera muy cansado.

-¿Está muerto?, preguntó, pero me pareció que la pregunta se la hacía a sí mismo.

-Es lo que me dijeron.

Se recostó en la cama, plegó las piernas y no dijo una palabra. Yo me retiré del cuarto y fui a preparar café. Después de trasnochar y beber en exceso el café es siempre un buen amigo.

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