Daniel Salzano

A los amigos del CPA les voy a presentar a un amigo que ya se fue, si es que alguien en esta vida puede irse. Se llamó, se llama, Daniel Salzano. Algunos lo conocerán, otros lo habrán oido nombrar de pasada, es posible que algunos hayan escuchado a Jairo cantar algunos de sus poemas. «Milagro en el bar Unión», por ejemplo.
 
Ella está triste y él está solo en el Bar Unión. 
Afuera el agua cala los huesos del corazón. 
Él pide un wisky Caballo Blanco, para empezar, 
a él los caballos lo ponen siempre sentimental. 
Prende un cigarro y hace un anillo de colección, 
el humo viaja camino al techo del Bar Unión. 
Ella entretanto piensa en el dandy que la ha dejado, 
un tipo duro de ojos azules que era casado. 
Mira su cara en el espejo con aflicción. 
Sino lloviera tal vez saldría del Bar Unión, 
pero se queda porque prefiere para el dolor 
la luz espesa color de luna que da el neón. 
Ella está triste y él está solo en el Bar Unión, 
afuera el agua cala los huesos del corazón. 
Dios toca el piano y el segundero en el reloj 
hace rayitas con alfileres en el dolor.
 
Pero volvamos donde dejamos la narración. 
Ella está triste y él está solo en el Bar Unión 
él pone un disco de Ray Barreto en la vitrola, 
va hacia la mesa donde ella llora porque está sola. 
No dice nada, corre la silla, saca un pañuelo, 
ella lo acepta alza los ojos se arregla el pelo. 
Él hace señas, pide dos tragos pa’continuar, 
a él los caballos lo ponen siempre sentimental. 
Caballo Blanco para la dama y el caballero, 
afuera sigue hachando el aire el aguacero. 
Parece un cuadro pidiendo a gritos exposición 
los solitarios color de luna bajo el neón. 
Dios cierra el piano se pone el saco cruza el salón, 
se va a la calle y sale volando del Bar Unión. 
Algunos bares parecen hechos a la medida 
son como besos que hacen milagros en las heridas.
 
Ella está triste y él está solo en el Bar Unión. 
Ella está triste y él está solo en el Bar Unión
 
 
 

 

Bueno, la letra es de él. Salzano quería muchas cosas de esta vida porque la vida le gustaba, pero si vamos a elegir sus preferencias podemos empezar por su amor por el cine y el jazz; su amor por la literatura y su amor incondicional por Córdoba. Todo junto y en un solo paquete. Incluido los pibes de la calle.
 
 
Algunos pibes de esta ciudad / llevan las manos en los bolsillos / al anochecer / parecen diablitos / con el pelo largo / y los ojos llenos. Todos los hemos visto / al anochecer / debajo de una estatua / esperando una señal de los padres de la patria. Algunos pibes de esta ciudad / saben silbarle a la Luna / al anochecer / parecen dibujos / sentados al borde de la Costanera. Todos los hemos visto / al anochecer / en la puerta de la cancha / esperando el momento de hacerse invisibles. Algunos pibes de esta ciudad / observan el infinito / al anochecer / parecen maestros / contando las luces / que cruzan el cielo.Todos los hemos visto / al anochecer / abrir una chipaca / untarla con aire y chuparse los dedos. Algunos pibes de esta ciudad / se acuestan pibes / al anochecer / se levantan hombres al amanecer / y nunca más / volvemos a verlos.
 
Daniel Salzano murió el 24 de diciembre de 2014  a la mañana.  Tenia 73 años. Su fallecimiento se veía venir, pero ya se sabe que a la “parca” se la puede ver llegar pero nunca sabemos dónde se detiene y cuándo y con quién se va. El intendente de la ciudad de Córdoba declaró tres días de luto por su muerte. Dicen que en el velorio hubo gente de todos los palos: intelectuales, políticos, muchachos y veteranos, reos de la noche y señores respetables, señoras serias y chicas de sonrisa alegre y mirada triste. Todos y todas se dieron cita para despedir a uno de los tipos más queridos de Córdoba y, tal vez, uno de los tipos que más quiso a esta ciudad. Y a sus bares.
                                        ESO ME MATA
De todos los mozos/ del Sorocabana/ el que mejor hacía los licuados/ era el primero de la izquierda/ un tipo con uñas de guitarrista/ que pelaba las bananas/ como si estuviera transplantando un corazón./ Unicamente observando/ muy atentamente/ podías advertir que ponía la misma cantidad de hielo picado/ y azúcar/ que todo lo demás/ pero que tenía una técnica distinta/ para pulsar el arranque:/ en lugar de llevar el botón/ del 0 al 1 y del 1 al 2/  lo colocaba de un saque/ en un punto que directamente no existía/ una especie de 1,781226/ que mantenía con la mandíbula tensa y el brazo flexionado/ como si llevara un revólver en la axila./ Todo eso lo veía/ con las punta de los pies/ apoyados en los estribos de la barra/ asomado a la altura del metal del mostrador./ Con el mismo hielo y la misma leche/ con que los demás sacaban un vaso/ él sacaba un vaso y medio/ lo acomodaba sobre una servilleta de papel/ y te decía servido caballero./ Eso me mataba./ Hay una etapa de la vida de los hombres/ en la que uno no sabe ni qué hacer ni qué decir. /Bueno/ en esa etapa es importante que te digan caballero./ Hay tipos que comprenden todo/ aunque su único trabajo sea licuar banana con leche./ Hay tipos en cambio/ que nunca comprenden nada./ Muchas veces al comenzar a escribir una crónica/ pienso que puede haber un chico observándome/ con la punta los pies apoyados en los estribos del estaño./ Siempre y cuando consiga llegar y mantenerme/ en el 1,781226/ no hay ninguna diferencia/ entre escribir una buena crónica y preparar un buen licuado./ Ese momento de la profesión es el que verdaderamente me mata/ caballeros./ 

Salzano trabajó en la Voz del Interior, aunque en realidad él siempre decía que no escribía para un diario sino para sus lectores. ¿Escritor o periodista? No lo sé, algo así como una mezcla genial de las dos cosas, una mezcla que daba como resultado un trago de primerísima calidad.

Un trago de primera calidad -sin dudas- era leer a Salzano todos los sábados en la Voz, algo así como el infaltable aperitivo de la mañana, ése que se comparte con los amigos de toda la vida. Yo lo venía haciendo desde hacía más de veinte años, desde cuando estaba exiliado en España para ser más preciso porque la Córdoba del Cachorro Menéndez no le resultaba muy confortable que digamos.
Anduvo por el mundo pero siempre regresó a Córdoba. Y a su columna «Quiénes y Cuándo» en la Voz del Interior. Y a sus amigos y lectores. Los que lo conocen aseguran que era un buen tipo. Pero no se disfrazaba de «buen tipo». Por el contrario tenía sus preferencias y no disimulaba todo aquello que le fastidiaba.
No me gustan los gritos/ ni los tipos que hablan por teléfono en el bar y se echan para atrás diciendo: «¿Me escuchás?/ Me gustan las palabras:/ Ambrosio Olmos/ Fino Pizarro/ Osmar Maderna/ Argentino Peñarol.

Otra cosa que me gusta es el corazón / El corazón de los elefantes mide cincuenta por cincuenta / el de los gorilas está rodeado por unos surcos que lo envuelven / como un matambre / son los famosos llamados de la selva / Me gusta mi corazón tal como lo radiografiaron / en el Hospital Italiano / en 1978 / parece el puño de un niño / enojado.

En una película / BODAS REALES / Fred Astaire / se levantaba se bañaba se secaba con la toalla / ponía un disco / empezaba a bailar / y cuando terminaba / ya sabía qué camisa / debía ponerse/ Fred Astaire es otro nombre / que me gusta mucho.

No he visto nada más hermoso que un niño dormido / No he visto nada más hermoso que KING KONG / la versión de 1933 / me gustaría encontrarlo alguna vez / y preguntarle si valió la pena amar hasta morir / Acabo de advertir que las películas que más me gustan son en blanco y negro : / El BUSCAVIDAS / EL HOMBRE QUE MATO A LIBERTY VALANCE / y una que vi en el salón de actos de Unione e Fratellanza: un padre y un hijo / robaban una bicicleta.

Me gusta llorar/ y las mujeres que lloran / Me enamoré de una lágrima propiamente dicha / asomada a los ojos de mi mujer.

¿Han escuchado alguna vez a Bix Beiderbecke? / Cuando Bix tocaba / las chicas comenzaban a bailar / y desaparecían en el aire / A veces me peino como él / y salgo a caminar con el diario enrollado debajo del brazo/ Así llevaba él la trompeta Me gusta / Beiderbecke.

Cada vez que veo una revista vieja le paso la mano por la tapa / En la del Rayo Rojo salía Colt Miller / en la del El Gráfico salía Pedro Salas / y en la de Radiolandia salía Amelia Bence / De grande me hubiera gustado ser como Armando Bó / y tener una novia como Gene Tierney / ¿Es verdad lo que andan diciendo por ahí Gene Tierney que te has muerto?

Odio subir escaleras / estar solo / y perder al ping pong.

Y ahora / hablemos de sexo / Hacer el amor contra la tapia del colegio de las hermanas / con la luna ahí nomás / eso me gustaba.

Me gustaría robar la foto de César Vallejo fumando en París que tiene la Biblioteca Nacional / Me gusta fumar / Me gusta París.

Hay veces que pienso en el pasado y no sé si me gusta o no me gusta / ¿A quién no le gusta tomarse un cafecito en la vereda del Sorocabana?  / El Sorocabana es un bar que me gusta mucho / Una vez estaba solo / en la vereda del bar / y empecé a llorar / Pero eso ya lo dije / me gusta llorar / y odio estar solo.
A Salzano me lo recomendó -lo recuerdo- Emilio Toibero. El mejor crítico de cine que tuvo Santa Fe me recomendaba al mejor crítico de cine que tuvo Córdoba. ¿Es una exageración decir que los dos deberían encabezar la tabla de posiciones de los grandes críticos de la Argentina, de esos tipos que te hacen querer al cine, a todo el cine: los directores, los guionistas, los actores, la cámara y hasta el pibe que vende chocolates y bombones en el intervalo? Si no me quieren creer, léanlo y después me cuentan.
                                         CASABLANCA
Bogart era un tipo duro. Mientras dos gorilas de saco cruzado se acercaban en un bar para fajarlo, él vaciaba un gran vaso de whisky repleto de cubitos y después, sin dejar de sonreír, los observaba con fijeza. Intimidados por el ruido de los pedazos de hielo triturados por sus dientes, los matones retrocedían. Eso sí, era incapaz de irse a dormir sin llenar de leche el plato del gatito.
 
Ingrid Bergman por su parte era por dentro tan dura como Bogart, pero por fuera era tan dulce como un montón de Ave María. Su especialidad era permanecer en primer plano con sus ojos calientes a punto de estallar y después, cuando lloraba, el público sentía como un arpón hundido en la boca del estómago del corazón. Pero eso no era todo: odiaba a los fascistas, se enamoraba de tipos moribundos y una vez se definió a sí misma como un tiburón, porque si no se movía se moría.
 
Bogart y Bergman coincidieron en 1942 en una película de poca plata, Casablanca, durante cuyo rodaje nadie sabía dónde ponerse y cuyo final ni siquiera estaba escrito. Al final, consta en actas, Casablanca se hizo sola. O la hizo el azar. O el Espíritu Santo. Lo cierto es que figura en las enciclopedias como la mejor película de amor de los años 40. Y de los 50. Y de los 60. Y así sucesivamente.
 
Proyectada en su versión original en blanco y negro, la película aparece fugazmente en cartelera y durante las 24 horas que permanece en exhibición, a vos te sale una especie de humo de felicidad a través de las orejas. A la primera función vas nada más que a verla a ella. A la segunda vas nada más que a verlo a él. Y en la función de la noche, después que ella se sube al avión y se va con el marido y él se aleja en plano general con el amigo, sentís que durante el momento de un momento, sobre tu cabeza, permanece luminosa e inmóvil la paloma del Espíritu Santo. 

Gracias a Salzano aprendí a descubrir una variante de cordobés que poco y nada tenía que ver con la versión turística y exportable. Salzano era más cordobés que Edmundo Cartos o Cristino Tapia, pero lo era sin estridencias. Digamos que no necesitaba contar cuentos verdes, acentuar la tonada o bailar al ritmo del cuarteto para probar que había nacido en Córdoba.

Salzano era un tipo culto pero no hacía nada para demostrarlo. Hincha de Talleres, alguna vez le preguntaron qué significaba serlo. Su respuesta es propia de un tipo como él: “Significa saber que nunca más vas a estar solo”. Bien ahí Salzano (plagio). Adoraba las gambetas de Milonga, festejaba los goles de Maradona y Messi, pero en voz baja confesaba que el mejor jugador del fútbol de todos los tiempos se llamó Daniel Wellington. Y lo fue por tres razones: porque era bueno en serio, porque era cordobés y porque se llamaba Daniel.

Su humor era discreto y desopilante; elegante y callejero; sutil y espontáneo. Era sentimental pero no sentimentaloide; era divertido pero no cursi; era transgresor, pero nunca grosero. Sé de lo que hablo: en lo suyo era perfecto. Un detalle, una observación mínima y todo se iluminaba. Atilio López era un dirigente sindical rústico y peleador, pero para él valía porque era el típico guarda del tranvía que siempre te reserva el boleto capicúa. Le gustaba detenerse en lo pequeño y ejercer el arte de la exageración. Y nunca se equivocaba. Oscar Peterson estuvo en Córdoba. Dice que empezó a tocar el piano como si estuviera almidonado. Sin embargo, en cierto momento “se abrió de piernas y comenzó a mover rítmicamente el pie derecho. Era la señal que la orquesta esperaba para declarar la tercera guerra mundial”.
                                       SALZANITOS
Mis hijos serán trompetistas, o no serán nada. Les prohíbo cirujanos, arquitectos,  mucho menos banqueros, hombres de la Bolsa. Serán trompetistas, maravillas desde chicos, en el zapato de Reyes, la corchea; en el otro zapato el de las fusas.
Después les compró la bolsa la vida, les doy almanaques de caballos, les compro aparatos con cosquillas. Los pongo contra el cielo, les explico de Dios y de Louis Armstrong. Mis hijos serán descalzos, errabundos detenidos, palpados de uno o más amores, ¡Hm! les encontrarán, es claro, la trompeta. Andarán por tío vivos con palabras giratorias, tendrán amigos, enemigos, ex amigos. Tendrán que empeñar su palabra, su café, pero no empeñarán nunca su trompeta, les diré, «pues una trompeta, es una trompeta». Les regalaré una gamuza de gamuza. Les haré escribir bis en los retretes. Eso haré, eso serán. Y aquí va mi testamento: Les dejo un repertorio de tristezas, úsenlo sólo de vez en cuando. El día de mi muerte vayan todos al entierro; lleven sacos colorados, lleven la trompeta; toquen Rosa, Madreselva o algún otro blues. Pero, cuidado, lleven las bufandas: en los cementerios se muere de amor y frío.
Fue amigo de Jairo. Y dicen que de vez en cuando compartió un vino con  el Chango Rodríguez. Con ellos conversaba de igual a igual y hasta de vez en cuando se daba el lujo de darles un par de consejos. Pero cuando el viejo Atahualpa Yupanqui llegaba a Córdoba se cuadraba, saludaba como si hubiera llegado Napoleón y hablaba asustado, como si estuviera tragando saliva.
                                          DON ATA
Cada vez que llegaba de visita a Córdoba, Atahualpa Yupanqui se alojaba en el hotel Crillón, a 50 metros de la iglesia de la Merced y a 10 de la zapatería Guante. Curiosamente, y mientras duraba su visita, se producía un respetuoso silencio en las inmediaciones del hotel. Como si estuviera descansando Martín Fierro. Algo parecido a lo que sucedió en 1901, en Milán, cuando Giuseppe Verdi agonizaba y, para no perturbar su descanso, los caballos atravesaban el empedrado con los cascos envueltos en zoquetes.
 
Y es que Yupanqui, Don Ata, Héctor Roberto Chavero, reunía en su persona todas las características de un prócer popular: era conocido, escribía con talento, cantaba como ninguno, hablaba con autoridad, vivía en París y nunca se quejaba.
 
Lo que quiero decir es que cada vez que llegaba a la ciudad, por la Redacción del diario corría un viento helado, porque había que ir a entrevistarlo y entrevistar a Yupanqui era como entrevistar a Lindor Covas: no sólo tenías que consultar una bibliografía de recortes que abarcaba cuatro biblioratos, sino que tenías que entrenarte en música, política, folklore, filosofía y derecho agropecuario.
 
Y es que Yupanqui no sólo imaginaba la patria tal como debía ser, sino que la conocía tal como era. 
 
Lo primero que hacía Don Ata cuando llegaba era hundir sus posaderas bíblicas en el sillón color marfil que el hotel desempolvaba para las grandes ocasiones: Borges, Locche, Ellington, Aznavour, Nélida Roca.
 
Atahualpa Yupanqui se protegía los hombros con un poncho de vicuña cuyos extremos se plegaban y perdían en la inmensidad de sus sobacos, llevaba en la solapa un gallito de oro concedido por el Ministerio de Cultura de Francia, una corbata de cabecita negra y a la hora del almuerzo se tiraba 10 minutos analizando la carta de vinos del hotel.
 
Primera impresión: estaba mucho más allá del fulgor y de la basura de las reglas del juego mediático. Segunda: un país se puede permitir que sus políticos sean unos ineptos, pero no que lo sean sus artistas. Antes de oírte, y por supuesto mucho antes de contestarte, el prócer, sin mover las pupilas te orejeaba y te sacaba cien metros de ventaja. Yupanqui, con los hombros volcados hacia delante, el abdomen generoso, el pelo untado con un dedo de gomina y unas manos prolijas y oscuras que contrastaban con la blancura del mantel, pidió até con aceitunas, un bife bien hechizo y queso de cabra bañado con arrope. De la marca del vino no me acuerdo, sólo que era tinto y mendocino.
 
Había nacido en Pergamino y aprendido a conocer las cosas de la tierra desde chico. Le gustaba el silencio y observar los caballos en el río, con los ijares llenos de espuma.
 
Cuando era un bebé lo izaban en brazos para que se diera el gusto de tocar con sus manitas los arreos. Su casa –recordó– lindaba con el cielo.
 
No fumaba ni permitía que se fumara en 50 millas a la redonda y mientras yo escribía en una libreta de la librería Ompré me escrutaba como si se tratara de un piojo. Una acotación: entrevistar a Yupanqui no solamente era una tarea ardua por lo que había que escribir, sino porque a la mañana siguiente él iba a leer lo que habías escrito.
 
Llegó el fotógrafo. Ni se le movió la cara. Su verdadero genio consistía en salir siempre en la mejor fotografía, ya que estaba en cada momento en el lugar exacto. Esa, al menos, fue la opinión del fotógrafo cuando terminamos de hacerle la entrevista.
 
No recuerdo exactamente los temas que le propuse para el reportaje, pero lo que no consigo olvidar es que nunca respondía de inmediato. Pensaba un rato largo antes de hablar, como si estuviera redactando sus respuestas en el aire.
 
De memoria: “El amor no es amor si no se desea y la muerte no es muerte si no se le teme”.
 
Lo demás está sintetizado en los cientos de canciones y en una docena de libros que fue escribiendo a lo largo de su vida pero que, curiosamente, no se consiguen con facilidad.
 
En el estante de la Y de las librerías de la calle Deán Funes no existe otra cosa que el polvillo que se desprendió cuando rasquetearon la iglesia de Santo Domingo.
 
De memoria: “Se levanta en la noche/ la voz doliente de la baguala/ y el camino lamenta/ ser el culpable de la distancia”.
 
El payador perseguido murió bajo el signo de Géminis, en Francia, en 1992. Una vez, en un pueblito de Tucumán, cantó en un circo cuya atracción mayor era un chanchito amaestrado que atravesaba un aro de fuego. El aro, claro, era de alambre. Eso también me lo contó. Fue la única vez que sonrió a lo largo de toda la entrevista.
 
Cuando muera el último de nosotros, ¿quién lo visitará en el Cerro Colorado? 

Si quieren saber algo importante de James Dean, Marilyn Monroe, Liz Taylor, Ingrid Bergman, Rock Hudson, Gary Grant o Greta Garbo, hay que leerlo a Salzano. Si quieren compartir una copa con Bogart, cazar tiburones con Hemingway, jugar a las cartas con Marlon Brando, emborracharse con Richard Burton, dormir en el banco de una plaza con Steinbeck, compartir un café sin osar abrir la boca con Onetti, no queda otra alternativa que hacerse amigo de él. En todos los casos, hay que leerlo siempre. Vale para él lo mismo que él dijera de Dickens: “Pobres los que no lo leyeron”.

 

       SARTRE MIRABA IGUAL, PERO ONETTI MIRÓ PRIMERO

No debe haber habido en la historia de la literatura sudamericana un escritor que tuviera la mirada del uruguayo Juan Carlos Onetti. No era tuerto, enteramente tuerto, pero con el ojo y medio que le quedaba, le alcanzaba para desentrañar toda la angustia existencial del Río de la Plata.

Sartre miraba parecido, pero Onetti miró primero.

Parece mentira, pero cuando murió, en España en 1994, todas las necrológicas que recaudó llevaban–por la mitad– un costurón que dividía en dos partes la vida del maestro. La primera, dedicada en esencia a su literatura (densa/opaca/sesgada); la segunda, dedicada al personaje extraordinario en que lo fueron convirtiendo el whisky, el exilio y la melancolía.

Y es que Onetti, que se desempeñó durante 30 años como secretario de Redacción del diario Marcha, abandonó de prepo Montevideo en 1975 y acabó exiliado en una pensión de la capital de España. Desde entonces y hasta la hora de su pálido final, permaneció encerrado en el dormitorio, tumbado sobre la cama, empinando el codo y fumando dormido.

Cada tanto, el cartero le acercaba una invitación para dictar una conferencia o recibir una distinción de la Academia, pero Onetti no quería saber nada. “A ver si dejan de patear al muerto”, comentaba.

El finado era él, claro, que se fue atrincherando bajo llave con la sola compañía de su mujer, el diario de todas las mañanas y los libros que pudo reclutar de Conrad, Faulkner y Celine, tres autores que nunca lo soltaron de la mano.

Onetti escribía acostado y se negaba a recibir visitas.

–Andá a ver vos, le pedía a su mujer cada vez que sonaba el timbre. Yo no distingo la cara de la gente.

Fue en Uruguay, antes del exilio, donde escribió sus mejores novelas: El pozo, El astillero, Juntacadáveres, La vida breve, Tierra de nadie y Dejemos hablar al viento.

Ahora mismo, mientras escribo esta nota, abro Tierra de nadie y copio una frase cualquiera: “Ahí estaba él sentado en la piedra, con la última mancha de la gaviota en el aire y la mancha de aceite en el río sucio, endurecido”.

Los milicos de ambas bandas tenían su nombre envuelto en un círculo de tinta colorada.

Cuando en 1980 le concedieron el premio máximo –el Cervantes–, tuvo que reconsiderar su posición (horizontal), cepillarse el único diente que le quedaba y abandonar la baticueva para exponerse ante una concurrencia que lo ovacionó. Esas cosas lo ponían muy nervioso y, como era de sospechar, se portó como la mona. Con la prensa estuvo cáustico, insolente, criticó la grandilocuencia de los jóvenes narradores españoles y cuando le pidieron una definición de sí mismo, respondió de sobrepique:

–Soy un sudaca. Tengo más vitae que currículum.

No volvió nunca al paisito. Es muy probable que los fajos de pesetas que le entregaron en el acto aún permanezcan, planchados, debajo del colchón.

Son su porción de pequeña eternidad.

 
 

                         BUSCAME DONDE HAYA HAMBRE

Tenía una extraña manera de trabajar John, Juan Steinbeck, que consistía, antes de escribir, en aguantar la realidad tanto tiempo como podía. O lo dejaban. Veía pasar una caravana de fortachos atados con alambre y, después de encasquetarse una gorra de combate, se incorporaba a la expedición y no sólo recolectaba la uva sino que además negociaba el precio de la cosecha en compañía de los demás trabajadores.

Recién cuando los sonidos de la caravana dejaban de hechizarlo o cuando podía posar la mirada públicamente en el papel, se instalaba en una pensión con vistas a ninguna parte y en cuatro meses de trabajo torrencial –por ejemplo–escribía Viñas de ira.

A la novela Viñas de ira la llevó al cine John Ford, en 1939, y cualquier cinéfilo entrenado en la biblioteca del Cineclub Municipal podría repetir de memoria la respuesta que le daba Henry Fonda a su mamá cuando, chicaneado por la policía, se despedía:

–Búscame donde haya hambre.

Fue escritor John Steinbeck, pero también maestro de obras, profesor de secundario, periodista y si le llevabas un velador que no encendía, él se ponía unos anteojos cuyo puente había reforzado con cinta aisladora y te lo arreglaba porque, decía, un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.

Hemingway también decía ese tipo de cosas y también John Dos Passos y Henry Miller, pero él las decía y las hacía.

Tenía 60 años, acababa de ganar el Premio Nobel y hubiera podido vivir de rentas sobre un podio, pero prefirió salir a vagabundear una vez más acompañado de su perro Charley. Ambos dormían en el coche después de comer al aire libre. Steinbeck, huevos revueltos y Charley, el perro que le leía el pensamiento, se arreglaba con lo que sobraba.

Ahora que los libros editados fuera del país tienen que atravesar un laberinto envenenado para ingresar al puerto de Buenos Aires, habrá, nomás, que releer los libros viejos.

Voto por Viñas de ira.

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