Salzano trabajó en la Voz del Interior, aunque en realidad él siempre decía que no escribía para un diario sino para sus lectores. ¿Escritor o periodista? No lo sé, algo así como una mezcla genial de las dos cosas, una mezcla que daba como resultado un trago de primerísima calidad.
Otra cosa que me gusta es el corazón / El corazón de los elefantes mide cincuenta por cincuenta / el de los gorilas está rodeado por unos surcos que lo envuelven / como un matambre / son los famosos llamados de la selva / Me gusta mi corazón tal como lo radiografiaron / en el Hospital Italiano / en 1978 / parece el puño de un niño / enojado.
En una película / BODAS REALES / Fred Astaire / se levantaba se bañaba se secaba con la toalla / ponía un disco / empezaba a bailar / y cuando terminaba / ya sabía qué camisa / debía ponerse/ Fred Astaire es otro nombre / que me gusta mucho.
No he visto nada más hermoso que un niño dormido / No he visto nada más hermoso que KING KONG / la versión de 1933 / me gustaría encontrarlo alguna vez / y preguntarle si valió la pena amar hasta morir / Acabo de advertir que las películas que más me gustan son en blanco y negro : / El BUSCAVIDAS / EL HOMBRE QUE MATO A LIBERTY VALANCE / y una que vi en el salón de actos de Unione e Fratellanza: un padre y un hijo / robaban una bicicleta.
Me gusta llorar/ y las mujeres que lloran / Me enamoré de una lágrima propiamente dicha / asomada a los ojos de mi mujer.
¿Han escuchado alguna vez a Bix Beiderbecke? / Cuando Bix tocaba / las chicas comenzaban a bailar / y desaparecían en el aire / A veces me peino como él / y salgo a caminar con el diario enrollado debajo del brazo/ Así llevaba él la trompeta Me gusta / Beiderbecke.
Cada vez que veo una revista vieja le paso la mano por la tapa / En la del Rayo Rojo salía Colt Miller / en la del El Gráfico salía Pedro Salas / y en la de Radiolandia salía Amelia Bence / De grande me hubiera gustado ser como Armando Bó / y tener una novia como Gene Tierney / ¿Es verdad lo que andan diciendo por ahí Gene Tierney que te has muerto?
Odio subir escaleras / estar solo / y perder al ping pong.
Y ahora / hablemos de sexo / Hacer el amor contra la tapia del colegio de las hermanas / con la luna ahí nomás / eso me gustaba.
Me gustaría robar la foto de César Vallejo fumando en París que tiene la Biblioteca Nacional / Me gusta fumar / Me gusta París.
Hay veces que pienso en el pasado y no sé si me gusta o no me gusta / ¿A quién no le gusta tomarse un cafecito en la vereda del Sorocabana? / El Sorocabana es un bar que me gusta mucho / Una vez estaba solo / en la vereda del bar / y empecé a llorar / Pero eso ya lo dije / me gusta llorar / y odio estar solo.
Gracias a Salzano aprendí a descubrir una variante de cordobés que poco y nada tenía que ver con la versión turística y exportable. Salzano era más cordobés que Edmundo Cartos o Cristino Tapia, pero lo era sin estridencias. Digamos que no necesitaba contar cuentos verdes, acentuar la tonada o bailar al ritmo del cuarteto para probar que había nacido en Córdoba.
Salzano era un tipo culto pero no hacía nada para demostrarlo. Hincha de Talleres, alguna vez le preguntaron qué significaba serlo. Su respuesta es propia de un tipo como él: “Significa saber que nunca más vas a estar solo”. Bien ahí Salzano (plagio). Adoraba las gambetas de Milonga, festejaba los goles de Maradona y Messi, pero en voz baja confesaba que el mejor jugador del fútbol de todos los tiempos se llamó Daniel Wellington. Y lo fue por tres razones: porque era bueno en serio, porque era cordobés y porque se llamaba Daniel.
Mis hijos serán trompetistas, o no serán nada. Les prohíbo cirujanos, arquitectos, mucho menos banqueros, hombres de la Bolsa. Serán trompetistas, maravillas desde chicos, en el zapato de Reyes, la corchea; en el otro zapato el de las fusas.
Después les compró la bolsa la vida, les doy almanaques de caballos, les compro aparatos con cosquillas. Los pongo contra el cielo, les explico de Dios y de Louis Armstrong. Mis hijos serán descalzos, errabundos detenidos, palpados de uno o más amores, ¡Hm! les encontrarán, es claro, la trompeta. Andarán por tío vivos con palabras giratorias, tendrán amigos, enemigos, ex amigos. Tendrán que empeñar su palabra, su café, pero no empeñarán nunca su trompeta, les diré, «pues una trompeta, es una trompeta». Les regalaré una gamuza de gamuza. Les haré escribir bis en los retretes. Eso haré, eso serán. Y aquí va mi testamento: Les dejo un repertorio de tristezas, úsenlo sólo de vez en cuando. El día de mi muerte vayan todos al entierro; lleven sacos colorados, lleven la trompeta; toquen Rosa, Madreselva o algún otro blues. Pero, cuidado, lleven las bufandas: en los cementerios se muere de amor y frío.
Si quieren saber algo importante de James Dean, Marilyn Monroe, Liz Taylor, Ingrid Bergman, Rock Hudson, Gary Grant o Greta Garbo, hay que leerlo a Salzano. Si quieren compartir una copa con Bogart, cazar tiburones con Hemingway, jugar a las cartas con Marlon Brando, emborracharse con Richard Burton, dormir en el banco de una plaza con Steinbeck, compartir un café sin osar abrir la boca con Onetti, no queda otra alternativa que hacerse amigo de él. En todos los casos, hay que leerlo siempre. Vale para él lo mismo que él dijera de Dickens: “Pobres los que no lo leyeron”.
SARTRE MIRABA IGUAL, PERO ONETTI MIRÓ PRIMERO
No debe haber habido en la historia de la literatura sudamericana un escritor que tuviera la mirada del uruguayo Juan Carlos Onetti. No era tuerto, enteramente tuerto, pero con el ojo y medio que le quedaba, le alcanzaba para desentrañar toda la angustia existencial del Río de la Plata.
Sartre miraba parecido, pero Onetti miró primero.
Parece mentira, pero cuando murió, en España en 1994, todas las necrológicas que recaudó llevaban–por la mitad– un costurón que dividía en dos partes la vida del maestro. La primera, dedicada en esencia a su literatura (densa/opaca/sesgada); la segunda, dedicada al personaje extraordinario en que lo fueron convirtiendo el whisky, el exilio y la melancolía.
Y es que Onetti, que se desempeñó durante 30 años como secretario de Redacción del diario Marcha, abandonó de prepo Montevideo en 1975 y acabó exiliado en una pensión de la capital de España. Desde entonces y hasta la hora de su pálido final, permaneció encerrado en el dormitorio, tumbado sobre la cama, empinando el codo y fumando dormido.
Cada tanto, el cartero le acercaba una invitación para dictar una conferencia o recibir una distinción de la Academia, pero Onetti no quería saber nada. “A ver si dejan de patear al muerto”, comentaba.
El finado era él, claro, que se fue atrincherando bajo llave con la sola compañía de su mujer, el diario de todas las mañanas y los libros que pudo reclutar de Conrad, Faulkner y Celine, tres autores que nunca lo soltaron de la mano.
Onetti escribía acostado y se negaba a recibir visitas.
–Andá a ver vos, le pedía a su mujer cada vez que sonaba el timbre. Yo no distingo la cara de la gente.
Fue en Uruguay, antes del exilio, donde escribió sus mejores novelas: El pozo, El astillero, Juntacadáveres, La vida breve, Tierra de nadie y Dejemos hablar al viento.
Ahora mismo, mientras escribo esta nota, abro Tierra de nadie y copio una frase cualquiera: “Ahí estaba él sentado en la piedra, con la última mancha de la gaviota en el aire y la mancha de aceite en el río sucio, endurecido”.
Los milicos de ambas bandas tenían su nombre envuelto en un círculo de tinta colorada.
Cuando en 1980 le concedieron el premio máximo –el Cervantes–, tuvo que reconsiderar su posición (horizontal), cepillarse el único diente que le quedaba y abandonar la baticueva para exponerse ante una concurrencia que lo ovacionó. Esas cosas lo ponían muy nervioso y, como era de sospechar, se portó como la mona. Con la prensa estuvo cáustico, insolente, criticó la grandilocuencia de los jóvenes narradores españoles y cuando le pidieron una definición de sí mismo, respondió de sobrepique:
–Soy un sudaca. Tengo más vitae que currículum.
No volvió nunca al paisito. Es muy probable que los fajos de pesetas que le entregaron en el acto aún permanezcan, planchados, debajo del colchón.
Son su porción de pequeña eternidad.
BUSCAME DONDE HAYA HAMBRE
Tenía una extraña manera de trabajar John, Juan Steinbeck, que consistía, antes de escribir, en aguantar la realidad tanto tiempo como podía. O lo dejaban. Veía pasar una caravana de fortachos atados con alambre y, después de encasquetarse una gorra de combate, se incorporaba a la expedición y no sólo recolectaba la uva sino que además negociaba el precio de la cosecha en compañía de los demás trabajadores.
Recién cuando los sonidos de la caravana dejaban de hechizarlo o cuando podía posar la mirada públicamente en el papel, se instalaba en una pensión con vistas a ninguna parte y en cuatro meses de trabajo torrencial –por ejemplo–escribía Viñas de ira.
A la novela Viñas de ira la llevó al cine John Ford, en 1939, y cualquier cinéfilo entrenado en la biblioteca del Cineclub Municipal podría repetir de memoria la respuesta que le daba Henry Fonda a su mamá cuando, chicaneado por la policía, se despedía:
–Búscame donde haya hambre.
Fue escritor John Steinbeck, pero también maestro de obras, profesor de secundario, periodista y si le llevabas un velador que no encendía, él se ponía unos anteojos cuyo puente había reforzado con cinta aisladora y te lo arreglaba porque, decía, un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.
Hemingway también decía ese tipo de cosas y también John Dos Passos y Henry Miller, pero él las decía y las hacía.
Tenía 60 años, acababa de ganar el Premio Nobel y hubiera podido vivir de rentas sobre un podio, pero prefirió salir a vagabundear una vez más acompañado de su perro Charley. Ambos dormían en el coche después de comer al aire libre. Steinbeck, huevos revueltos y Charley, el perro que le leía el pensamiento, se arreglaba con lo que sobraba.
Ahora que los libros editados fuera del país tienen que atravesar un laberinto envenenado para ingresar al puerto de Buenos Aires, habrá, nomás, que releer los libros viejos.