Yannis Ritssos y «Grecidad»

El poema «Grecidad» es uno de los grandes poemas de gesta de la literatura de todos los tiempos. Leerlo es saborear el clima de resistencia, pero en una Grecia en la que resisten los hombres y las cosas. Y una Grecia que resiste desde  hace 3000 años. Ulises y Hermes; religión y paganismo; combatientes y orantes; luz y sombra: sol y luna.   «Grecidad». El viento, los rumores del mar, la aspereza de la tierra, la espesura de los bosques, la arena, el agua, las aceitunas, el vino, la manzana. Parece un poema para ser filmado por un director del neorrealismo, pero con Zorba como protagonista. 
Yannis Ritssos es el autor de «Grecidad». Un digno heredero de Cavafis e integrante con Yorgos Seferis y Odysseas Elytis de la lúcida trilogía de la poesía griega de la segunda mitad del siglo veinte. 
De estos tres, Ritssos, es el único que no obtuvo el Premio Nobel, aunque, conociéndolo, debe haber quedado muy satisfecho por la entrega en 1977 del Premio Lenín. Comunista, claro. De toda la vida. Como Alberti y Neruda. Pero con una diferencia que no disminuye a nadie pero que es objetiva: Ritsos se pasó largas temporadas en la cárcel. Escribía poemas, pero tomaba el fusil y se jugaba el cuero. Desde los tiempos del dictador Metaxas hasta la dictadura de los coroneles, Ritsos estuvo en todas y en todas empezó o terminó preso. Nació en 1909 y murió en 1991. 
 
«Grecidad» es un poema largo escrito en homenaje a sus compañeros que resistieron la ocupación de los nazis y de algunos otros más. Alguna vez, Mikis Theodorakis le puso música. Pero a decir verdad, no la necesita, porque el poema posee una musicalidad extraordinaria.
 
Fragmentos, entonces, de «Grecidad», una traducción opinable ya que la palabra original es Romiosyne. Todavía discuten los traductores, pero mientras tanto el poema en el mundo será conocido con el título mencionado. «Grecidad» esta dividido en siete capítulos. la traducción es de Helena Perdikidi en la muy prolija y premonitoria edición de Visor de 1979 que aún guardo desde aquellos tiempos.         
 
 
                                         I
 
Estos árboles no transigen con tener menos cielo,
estas piedras no transigen con los pasos enemigos, 
estos rostros no transigen más que con el sol, 
estos corazones no transigen más que con la justicia. 
 
Este paisaje es duro como el silencio, 
aprieta contra su seno sus piedras incandescentes, 
aprieta contra la luz sus olivos huérfanos y sus vides, 
aprieta los dientes, no hay agua, solamente luz. 
El camino se pierde entre la luz y la sombra del seto 
               es hierro. 
 
Los árboles, los ríos y las voces se convirtieron en 
           mármol bajo la cal del sol. 
Con el mármol tropiezan las raíces. Los arbustos 
           polvorientos.
La mula y la rosa. Jadean. No hay agua. 
Todos tienen sed. Años enteros. Todos mastican un 
           bocado de cielo además de su amargura. 
 
Sus ojos están rojos de insomnio, 
una profunda arruga clavada entre sus cejas 
como un ciprés entre dos montes al anochecer. 
 
Sus manos están pegadas al fusil, 
el fusil es una prolongación de sus manos, 
sus manos son una prolongación de sus almas 
tienen sobre sus labios el furor 
y tienen una pena profunda, muy profunda en sus 
              miradas 
como una estrella en un charco de sal. 
 
Cuando estrechan la mano el sol está seguro para el 
             mundo, 
cuando sonríen vuela una pequeña golondrina de su 
             barba feroz, 
cuando duermen doce estrellas nacen de sus bolsillos 
              vacíos, 
cuando mueren sube la vida cuesta arriba con tambores 
              y banderas.
 
Hace ya tantos años que todos tienen hambre, que todos 
               tienen sed, que todos mueren 
sitiados por tierra y mar; 
el calor devoró sus campos y la sal inundó sus casas, 
el viento derribó sus puertas y deshojó las pocas lilas 
               de la plaza, 
por los agujeros de sus capotes entra y sale la muerte, 
sus lenguas están ácidas como el amargo fruto del 
                ciprés, 
sus perros se murieron envueltos en sus sombras 
y la lluvia golpea en sus huesos. 
 
Fuman boñigas arriba en las guaridas, convertidos en 
           piedra y por la noche 
vigilan el rabioso mar donde se ha hundido 
el mástil roto de la luna. 
 
Se ha terminado el pan, las balas se acabaron, 
ahora cargan sus viejas armas, solo con sus corazones.
 
 
Tantos años sitiados por tierra y mar, 
todos tienen hambre, todos perecen y nadie se muere, 
arriba, en las guaridas, sus ojos centellean, 
una gran bandera, un gran fuego rojo, 
y, cada amanecer, millares de palomas vuelan desde 
           sus manos 
hacia las cuatro puertas del horizonte.
 
 
                                     II
 
Atravesaron los barrotes del fuego, charlaron
            con las piedras
brindaron con orujo a la muerte sobre la calavera
            de su abuelo
se encontraron con Digenis en sus eras y empezaron
            su cena
cortando su dolor en dos como parten
en sus rodillas el pan de cebada.
 
 
                                    III
 
En esta tierra el cielo nunca empaña ni un instante
           el aceite de nuestros ojos,
aquí el sol carga sobre sí la mitad del peso
           de las piedras que aguantamos con la espalda,
crujen las tejas sin quejarse bajo las rodillas
          del mediodía
los hombres van delante de sus sombras como los
           delfines delante de los veleros de Skiatos
luego su sombre se convierte en águila que tiñe sus
            alas en la puesta del sol
y más tarde se acuesta en sus cabezas y
             medita en las estrellas
cuando ellos duermen en la solana con las uvas 
             negras.
 
Aquí cada portal tiene esculpido un nombre
           desde hace más de tres mil años
cada guijarro tiene pintado un santo
         con los ojos feroces y una larga cabellera de 
         cuerda,
cada hombre lleva sobre su mano izquierda
         una sirena roja grabada punto a punto,
cada muchacha tiene un haz de luz salada
         debajo de su falda
y los niños esconden cinco o seis crucecitas amargas
           sobre sus corazones
como las huellas del paso de las gaviotas
           sobre las playas de la tarde.
 
 
                                 IV
 
Marcharon derechos cara a la aurora con la arrogancia
              del hombre que tiene hambre
en sus ojos inmóviles se condensó una estrella,
en sus hombros llevaban el verano herido.
 
Por aquí desfiló el ejército con las banderas en sus
           carnes
mordiendo con sus dientes el tesón como una fruta 
            ácida
con arena de la luna en sus botas
y el polvo del carbón de la noche pegado a sus narices
             y orejas.
 
De árbol en árbol, de piedra en piedra atravesaron el 
             mundo
sobre almohadas de espino atravesaron el sueño.
Llevaban la vida en sus dos manos secas como un río.
 
Con cada paso conquistaban una braza de cielo para
           luego regalarlo.
Se hacían de piedra en sus guaridas como
           árboles quemados
pero cuando bailaban en la plaza, retemblaban los
           techos de las casas
y tintineaban la loza en los vasares.
 
¡Ah! ¿Qué canción hizo temblor los picos de los montes?
Tenían la escudilla de la luna entre sus rodillas y
          comían de ella
y rompían el «ay» en sus entrañas
igual que si aplastaran un piojo con sus dos gruesas
          uñas.
 
 
                                  V    
 
Se sentaron al mediodía bajo los olivos
cribando con sus gruesos dedos la luz del mediodía
se quitaron las cartucheras y pensaron cuánto esfuerzo
               costó el sendero de la oche
cuánta amargura hubo en los nudos de la malva
               silvestre
cuánto coraje en los ojos del niño descalzo
               que llevaba la bandera
 
Solo una última golondrina se demoró en el campo
           como si se hubiera olvidado del tiempo.
Oscilaba en el aire como una cinta negra
            en la solapa del otoño.
No quedó más. Solo seguían humeando
           las casas quemadas.
 
Los otros nos dejaron hace tiempo debajo de las 
              piedras
con sus camisas desgarradas y un juramento
            escrito en la puerta caída.
No lloró nadie. No teníamos tiempo. Pero el
            silencio fue creciendo
y la luz caía en orden sobre la costa como 
            el ajuar de una mujer muerta.
 
¿Qué va a ser de ellos cuando llegue la lluvia a la tierra
con las hojas podridas de los plátanos?
¿Que será de ellos cuando el sol se seque
            encima de esas sábanas de nubes
como una chinche aplastada en cama de aldeanos
cuando se detenga en la chimenea del anochecer de la 
             cigüeña embalsamada de la nieve?
 
                                     VI
 
Todo el día descansan los muertos boca arriba bajo 
          el sol,
y solo cuando anochece se arrastran los soldados
con el vientre sobre las piedras chamuscadas,
buscan con las narices dilatadas un aire
           que no huela a muerte,
buscan los zapatos de la luna masticando
           pedazos de sus suelas,
golpean en las rocas con sus puños por si cae u a gota
          de agua
pero al otro lado la pared está hueca
y vuelven a escuchar los golpes como bombas
           que caen dando vueltas en el mar
y oyen una vez más el llanto de los heridos
            junto al portón.
 
                                VII
 
Cada noche la luna vuelca en los campos a los
            grandes muertos
palpa sus rostros con dedos crueles, helados
para reconocer a su hijo por el corte de la barbilla
             y por las cejas de piedra,
palpa sus bolsillos. Siempre encuentra algo. Algo
             encontramos.
Un talismán con la sagrada cruz. Un cigarrillo
            despachurrado.
Una llave, una carta, un reloj parado a las siete.
Damos cuerda al reloj de nuevo. Las horas avanzan.
Y cuando pasado mañana se hayan podrido sus ropas
y quedan desnudos bajo sus botones militares
como se van los pedazos del cielo entre las estrellas
           del verano,
como queda el río entre las adelfas
como marcha la senda entre los limoneros
             al empezar la primavera
tal vez entonces podamos encontrar su nombre
             y podemos gritar: «¡Amo!». 
      

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