Una sociedad democrática que merezca ese nombre es aquella en la que todos los temas relacionados con la convivencia y la calidad de vida pueden debatirse pacíficamente y de acuerdo a reglas de juego previamente establecidas. No hay sociedad democrática sin esta deliberación pacífica. Una de las grandes conquistas de la humanidad consistió en admitir que los problemas de los hombres los resuelven los hombres, una tarea que antes se la atribuía a la naturaleza, a Dios o al déspota. Para esa sociedad democrática, la existencia de Dios es competencia de cada conciencia individual y la única limitación planteada es que nadie está autorizado a presentarse como confidente de Dios o de la Providencia, es decir, arrogarse la facultad de que sus opiniones están avaladas por una autoridad divina que los humanos no pueden rebatir.
Valgan estas reflexiones para reconocer en nuestro país la legitimidad del debate abierto alrededor de la despenalización del aborto, un debate que se sostiene con argumentos racionales y se decide pacíficamente a través de instituciones. Hablo de «deliberación», pero no de «verdad», ya que en las sociedades democráticas la legitimidad de lo que se decide proviene de la calidad de los argumentos y de los procedimientos y no de una «verdad» absoluta.
Importa destacarlo: el debate sobre el aborto no es, no debe ser, una guerra. Sin embargo, no se puede desconocer que los valores que se ponen en juego son trascendentes, por lo que es aconsejable que se insista una vez más en arribar a acuerdos o reducir al mínimo diferencias insalvables.
¿Es posible? No lo sabemos, pero nunca está demás intentarlo. Por el contrario, siempre es necesario intentarlo. Le conviene a la sociedad, le conviene a las instituciones y le conviene a cada hombre en particular. La experiencia enseña que todo acuerdo es posible si las partes están dispuestas a renunciar o a reducir sus pretensiones máximas.
Importa siempre tener presente que la negociación democrática es tarea de moderados. De moderados y realistas, esa virtud indispensable para construir ese acuerdo explícito e implícito entre el pasado y el futuro, entre las prevenciones razonables del pasado y las exigencias imperativas de los cambios. Este fue el criterio que ha estado presente en la mayoría de los países donde el aborto estuvo en discusión. Ni anclarse en la tradición con su secuelas de prejuicios, ni propiciar los saltos al vacío.
En lo personal soy partidario de la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo, pero al mismo tiempo admito que el aborto es en términos culturales y científicos una cuestión delicada y está bien e incluso es necesario que en la sociedad haya voces que adviertan sobre estos riesgos.
En Uruguay se negociaron las condiciones. Lo mismo ocurrió en España, Italia y Francia. En Irlanda, los partidarios de la despenalización no hubieran ganado el plebiscito si no se le hubieran hecho algunas concesiones a un sector de los antiabortistas.
Si los partidarios de la despenalización deben admitir que un aborto no es lo mismo que sacarse una muela, sus opositores deben reconocer que la interrupción del embarazo no es un genocidio. A partir de ese punto de partida todos los acuerdos son posibles. Un debate ejemplar en ese sentido es el que sostuvieron hace unos años el cardenal Carlo María Martini y el profesor laico Ignazio Marino. Temas complicados, urticantes como los de la relación entre fe y ciencia o vida y aborto, fueron tratados por estos dos hombres que defendieron sus puntos de vista y en el camino hallaron sorprendentes coincidencias.
De eso se trata. Como a cada hombre en particular, una nación sabe que nada de lo humano le es ajeno, que todo merece ser examinado y que el dialogo suele ser más creativo que el conflicto. Se apuesta a la inteligencia, a la reflexión, a que el entendimiento siempre es posible y a que las diferencias insalvables pueden dirimirse pacíficamente.
La democracia, precisamente, es el orden que hace viable esta posibilidad. Se discute y finalmente se vota. Tampoco en la votación está dicha la ultima palabra. En primer lugar, porque quienes perdieron son libres de seguir sosteniendo sus puntos de vista; y, en segundo lugar, porque la democracia siempre deja abierta la posibilidad de que los temas en algún momento vuelvan a considerarse. En todos los casos, se trata de que sean las sociedades, los hombres y las mujeres en particular, los que ejerzan en la plenitud de sus facultades la libertad de deliberar y decidir en las condiciones que ellos mismos establecieron.