Después de La Rosadita, de los bolsos revoleados en un convento, de la imprenta de Boudou y Ciccone, de los millones de dólares en la cuenta bancaria de Florencia, de los casinos de Cristóbal, de las estancias de Báez, de las operaciones inmobiliarias de Máximo, de los yates de Jaime, el affaire de los cuadernos escritos por Oscar Centeno, el chofer de confianza de De Vido, más que una noticia merecería calificarse como “más de lo mismo”.
Todo tiende a repetirse, a reiterarse como en un culebrón tropical y empalagoso. Los choferes, las esposas y amantes infieles, los fajos de dólares, los bolsos, los funcionarios que ayer andaban en bicicleta y ahora se movilizan en autos de alta gama, los mismos ministerios, las mismas residencias, los mismos rostros, la misma brisa que llega desde la Patagonia. La misma puesta en escena; incluso, la misma estética.
A decir verdad, desde el punto de vista dramático el libreto se satura de episodios que empiezan a tomar el color opaco de esa monotonía que no se altera ni siquiera por este acto que muy bien merecería catalogarse de creativo, consistente en detallar en una suerte de diario o cuaderno las minucias de la corrupción kirchnerista, hora por hora, día por día, semana por semana, durante más de diez años. Una monotonía que incluye los mismos circuitos: desde el Ministerio de Planificación a la residencia de Olivos; o al piso de calle Uruguay y Juncal. O a Río Gallegos. O a El Calafate. No hay manera de equivocarse. Ellos no se equivocan.
Una confesión personal. El primer diario que yo leí en mi vida fue el de Ana Frank; el primer cuaderno al que accedí en mi juventud fue el de Antonio Gramsci; el primer Manuscrito que estudié fue el de un Carlos Marx joven y humanista; el último diario que leí fue el de Ricardo Piglia. En el camino frecuenté los Carnets de Albert Camus y los Diarios de André Guide. Ahora el destino me coloca ante los Cuadernos del compañero Centeno. En realidad, la crónica minuciosa, obsesiva de esa otra minuciosa obsesión por la acumulación de riqueza protagonizada por la pareja que dirigió los destinos de la nación durante doce años.
Ocho cuadernos en los que Centeno anota todo con parsimonia de militar. Como Juan Manuel Beruti, pero con el toque sórdido y viscoso del caso. Un cuaderno que me recuerda los informes del teniente Pantaleón, el personaje hilarante de Vargas Llosa. Centeno bien podría ser un Pantaleón, pero con el toque sórdido de Roberto Arlt. Impávido, rutinario, solemne, Centeno testimonia los recorridos de la corrupción. La otra cara del relato. El espejo que refleja las pústulas de Dorian Grey. El relato contado con los trazos de verdad dibujada por la mano de un chofer que alguna vez fue militar. Notable.
No soy abogado ni conozco los laberintos del Derecho, pero como ciudadano diría que dispongo de todos los datos, pruebas y detalles para seguir sosteniendo la hipótesis de que hemos sido gobernados por una cleptocracia cuyo objetivo central fue el saqueo y la acumulación de riqueza.
Conviene detenerse en esta cuestión. Una cleptocracia. Un régimen, no una anécdota, uno o dos funcionarios tentados por la riqueza fácil. No. La cleptocracia es un régimen. Y en este caso con un jefe y una jefa que ocuparon la máxima responsabilidad política. ¿Se entiende? El jefe o la jefa de la banda no estaban en un aguantadero. Nada de eso. Se sentaban en el sillón de Rivadavia y dormían en la Residencia de Olivos.
A esta altura lo digno de estudiarse no es el itinerario político de dos presidentes -marido y mujer- corruptos y venales; lo que si merece la reflexión, porque constituye un hecho que muy bien merecería calificarse de asombroso, es por qué con todos los datos disponibles, con toda la información a la vista, con todos los testimonios en imágenes, Cristina sigue siendo por lejos la dirigente política con más votos en el peronismo.
¿Qué pasa con esa gente? ¿Qué sienten, qué creen? Dejemos de lado a los cómplices y los beneficiarios directos del régimen que en todos los casos son una minoría. ¿Qué pasa con la gente común que sigue creyendo en dirigentes cuyas corruptelas están a la vista, son evidentes, se notan, se escuchan, se huelen?
¿Qué pasa? ¿No les importa? ¿Creen que sus líderes son víctimas de las calumnias de sus tenaces y aviesos enemigos? ¿Se sienten representados por quienes hacen desde el poder lo que a ellos les gustaría hacer si dispusieran de esa posibilidad? ¿Qué pasa con militantes jóvenes y mayores que consienten, toleran el vicio o cierran los ojos? ¿Qué pasa con el peronismo que no puede impedir que la dirigente más representativa sea Ella? ¿Se lo preguntaron los peronistas no kirchneristas? ¿Se preguntaron por qué esta suerte de fatalidad? ¿Se preguntaron si es posible ser peronista más allá o más acá del kirchnerismo?
La monotonía de los epígonos del kirchnerismo es notable. Maniobras de La Nación y Clarín, intriga de los jueces venales, manipulación del régimen macrista, piratería de periodistas vendidos al presupuesto, campañas odiosas de los gorilas de siempre. Notable. Notable la fortaleza de la fe o de la creencia. Ni la más mínima duda, ni la más mínima vacilación, ni el más mínimo temblor o escrúpulo. Ninguna verdad, ninguna chispa de verdad, roza, percude esa armadura de prejuicios, supersticiones, resentimientos, dogmas, ilusiones y esperanzas.
Sus certezas son las del devoto y el fanático. Nada de lo que se pruebe, se demuestre, se explique, altera sus convicciones. Impermeables a todo. “Nunca lo vas a entender” me dijo un kirchnerista ofuscado, “lo nuestro es un sentimiento”. Y tiene razón: no lo voy a entender nunca.
El líder, claro. O la conductora en su defecto. Esa adhesión apasionada o supersticiosa; esa relación entre el súbito y el rey, entre el amo y el esclavo, entre el vasallo y el señor. Curioso. Argentina es el único país moderno en el cual esa categoría de líder, jefe, caudillo, se mantiene vigente. El líder y el movimiento. El movimiento nacional. Ni la derecha española o italiana, creadores de esas categorías, las usan. Pero en la Argentina mantiene rigurosa actualidad.
No es un detalle, una anécdota, una modalidad. Por el contrario, explica algunos de los interrogantes palpitantes de la política y en particular interpela algunos de los interrogantes con los que el populismo criollo construye sus relaciones de poder. La cantinela es reiterada y obsesiva. El líder nace, al líder se lo ama, al líder no se lo discute, al líder se lo obedece.
¿Y vos acaso no tenés tus líderes? ¿Macri, De la Rúa, Alfonsín? No. Contundente y sonoro. No creo en líderes. Y me avergonzaría hacerlo. Creo en ideas, propuestas y, por qué no, en políticos que me inspiran respeto, en políticos cuyos actos comparto. Y punto. Los voto, los respeto, los escucho. Pero no me arrodillo ante ellos; no les lustro los zapatos; no les sostengo el paraguas; no me coloco en posición de felpudo. Soy un ciudadano, no un esclavo. “Un muchacho sin importancia colectiva; exactamente un individuo”, como cita Jean Paul Sartre. Y porque soy un ciudadano, preservo mi libertad. Incluso la libertad de equivocarme.
¿Es tan difícil de entender? Los presidentes o gobernadores son políticos no dioses. Aciertan y se equivocan. Se diferencian de nosotros porque sus responsabilidades son mayores. Y sus deberes también deberían ser mayores. Alfonsín, De la Rúa y Macri no son lo mismo, pero las relaciones de poder que establecen están muy lejos de la idolatría, de la obsecuencia, de la verticalidad, del fanatismo.
Le decía el otro día a un amigo kirchnerista: la diferencia entre vos y yo, es que yo voto a Macri pero me permito criticarlo, mientras que vos a Cristina le aceptás todo. No es una diferencia menor. Es más, es una diferencia que en cierto punto resulta decisiva a la hora de pensar la política, porque es la diferencia entre sumisión y libre albedrío, entre racionalidad y fanatismo, entre libertad y sumisión.