“Fue una confusión… una confusión increíble”. Son las cinco o seis de la mañana…no sé…da lo mismo. Estamos en el bar de la esquina de la terminal de ómnibus, el bar donde nos juntamos todas las madrugadas a la salida del cabaret a tomar la última o la penúltima copa de la noche, a la hora exacta cuando, como le gusta decir a don Jaime, se juntan los que van y los que vienen. Los que van a trabajar y los que vienen del cabaret; los que recién se levantan y los que todavía no nos fuimos a dormir.
Desde la ventana del bar veo caer una llovizna sucia y persistente que se arremolina en puntitos diminutos alrededor del farol de la esquina. Muriel habla y fuma unos cigarrillos largos y delgados. A su lado está Karina, su hermana, que escucha con cara de circunstancias. Las miro a las dos y no salgo de mi asombro. Se parecen como dos gotas de agua: la misma cara, los mismos gestos, el mismo cuerpo. Es raro. Converso con una o con otra y nunca sé muy bien con quién estoy conversando. Tampoco sé si tiene importancia. Pero la tiene. Vaya si la tiene.
-Fue todo tan rápido, tan sorpresivo…”. Karina no se justifica, no pide disculpas. Sabe que no necesite hacerlo, que nadie le va a pedir explicaciones. Habla como si estuvieran conversando con ella misma. O con su hermana. Las dos solas. Como si yo no existiera. Como para despejar cualquier malentendido les recuerdo que no necesitan darme ninguna explicación. Me escuchan, no dicen nada, pero yo sé que me entienden. Yo sé muy bien que ellas pueden conversar conmigo con absoluta confianza porque…bueno…tipos como yo a mujeres como ellas les inspiramos confianza.
Es que todavía estamos todos sacudidos por lo que pasó hace unas horas. Y ellas, Karina y Muriel, necesitan hablar, comentar con alguien que puede escucharlas aquello que ya es definitivo, aquello que según ellas sucedió tan rápido que no dio tiempo ni para hacer ni para decir nada.
Muriel y Karina hace un par de meses que están en Santa Fe y, atendiendo a lo que pasó, es probable que dentro de unos días, después de arreglar algunos asuntos con don Jaime y la policía, se vayan para siempre. Sin despedidas, sin adioses, sin palabras innecesarias. Como corresponde en nuestro ambiente.
A Karina y Muriel las conocí el mismo día que llegaron y en el mismo bar que estamos ahora, en el bar abierto toda la noche desde tiempos inmemoriales y que es para nosotros algo así como la estación, el refugio, el lugar donde esperamos la llegada de la madrugada, a veces con algunas copas de más, una observación si se quiere innecesaria, porque siempre nosotros tenemos “algo de más”.
Cuando don Jaime me las presentó para que hiciera las diligencias del caso, es decir, arreglar los precios de sus presentaciones y ponerlas al tanto de “las modalidades de la casa”, como le gusta decir a don Jaime con tono solemne, me sorprendieron porque si bien yo ya sabía que el espectáculo a contratar era el de Las mellizas”, nunca imaginé que fueran tan parecidas.
–Te encamás con una y es como si te encamaras con las dos –me dijo el mozo del local que de lo único que sabe hablar es de las mujeres con las que se acostó o con las que se imagina que se va a acostar. No le dije nada. ¿Para qué? Pero no sé por qué en ese momento se me ocurrió en ese momento que dos mujeres idénticas pueden ser también una pesadilla. Una pesadilla con el espejo incluido.
Fui yo el que se ocupó, como siempre, de instalarlas en el hotel que está a la vuelta del cabaret, al frente de la plaza para ser más preciso, el lugar en el que también vivo yo, en un cuarto un poco más amplio que los otros y con un balcón que da al enorme paredón de la estación de trenes y a ese reloj gigante cuyas agujas se pararon para siempre a las cinco de la tarde.
A decir verdad, la ciudad a ellas nunca les dijo nada. En definitiva, un lugar más de trabajo con un contrato a cumplir durante tantas noches. Después lo de siempre. Otro contrato, otra ciudad, otro cabaret. Así lo vienen haciendo desde hace años y lo seguirán haciendo mientras el cuerpo aguante. O algún caballero de buena posición económica decida mantenerlas. O qué se yo. En este ambiente el futuro –se sabe- es una palabra prohibida.
La edad de Karina y Muriel es indefinida, imprecisa. Pueden tener treinta o cuarenta años. No más, pero tampoco menos. Son lindas, agradables, dueñas de esa dureza y esa resignación que les da el oficio. Lindas, pero no muy diferentes a las chicas que por lo general conozco en el ambiente. Ni más buenas ni más malas, ni más divertidas ni más tristes, diferentes, en todo caso…mellizas…
La primera noche, la del debut, todo transcurrió sin novedades. Con rutina profesional Karina y Muriel hicieron su número, bailando y desnudándose para hombres que recién conocían, no muy diferentes a hombres que en ciudades parecidas a la nuestra y en salones también parecidos a éste las aplaudían y pretendían llevarlas a la cama.
Después del show, las chicas se quedaron haciendo copas con los clientes y a la madrugada regresaron solas al hotel.
Creo que Muriel a Cacho lo conoció enseguida. Si no fue en la primera noche fue en la segunda, pero lo seguro es que se engancharon de entrada. Según me enteré después –porque en estos lugares yo siempre me entero de todo- una noche, luego del show, y cuando Muriel se estaba cambiando, el mozo le acercó un ramo de flores. Una tarjeta escrita con letra desprolija y algún que otro error de ortografía anunciaban las pretensiones del admirador.
Una compañera de trabajo la puso al tanto de la identidad del galán: “Tiene plata, le gusta gastarla porque no la hizo trabajando, pero tené cuidado porque así como puede ser encantador, se pone muy loco por cualquier cosa”, le dijo mientras se pintaba frente al espejo del improvisado camerino, apenas separado por una cortina del resto del salón.
O sea que Muriel estaba al tanto de quién era Cacho. A decir verdad, la información brindada por su colega no aportaba demasiado porque, como ella misma me lo dijo una tarde de lluvia mientras tomábamos un café en el bar del hotel: “A los hombres los conozco antes de que me hablen y a veces antes de que me miren”.
El romance se inició esa misma noche. A la madrugada Muriel salió del cabaret, pero no fue dormir al hotel. Decir que se pusieron de novios sería una exageración, un abuso del lenguaje. Correspondería decir, para ser leal con el ambiente, que Karina empezó a ser la mujer de Cacho. Ella misma así lo reconocía. Por lo menos a mí me lo dijo, porque yo suelo tener algo así como un imán para atraer las confidencias de las mujeres.
Karina no hablaba de su príncipe azul, porque hacía rato que había dejado de creer en los príncipes y mucho menos de color azul. Pero sí me hablaba de su hombre. Con recato, con cierta discreción, porque, aunque no se crea, en estos temas las mujeres de la noche suelen ser muy pudorosas.
“No habla mucho –me dijo- pero como hombre se hace entender…también sabe callar. Con la plata es generoso; la gasta como si no le importara, pero no la entrega gratis”.
A su manera se las ingenió para que le contara algunos detalles de la vida de Cacho. Le conté algunas cosas, aquellas que se pueden contar. Le dije, por ejemplo, que su mujer se había suicidado. Me escuchó sin alterarse. Y no me hizo más preguntas. Tampoco se las hubiera contestado.
“Conozco demasiado a los hombres –agregó- soy una profesional de muchos años y no me enamoro del primer tipo que me trata bien o que tiene la cara linda, pero a veces, muy de vez en cuando, aparece un hombre que me gusta. Cacho es ese hombre”. Fue una de las confesiones que me hizo. Y le creí. A ella, no a Cacho.
Pasaron dos o tres meses. Karina y Muriel hacían su número habitual en el cabaret y Cacho llegaba habitualmente después del segundo show. Tomaban una copa, conversaban un rato. Y se iban. Karina se quedaba un rato más esperando a algún cliente que a veces llegaba, a veces no.
Con Karina, más de una vez regresamos juntos al hotel. Pasábamos por el bar de siempre, a ella le gustaba tomar un desayuno y yo mi última copa. Después a casa, es decir al cuarto del hotel: ella al suyo yo al mío.
Cuento esto porque alguna vez un estómago resfriado le contó a Cacho que habían visto a su mujer conmigo. Como Cacho me conoce –vaya si me conoce- al tema no se lo tomó a pecho, inclusos en una oportunidad comentó en la barra:
-Son tan parecidas que alguna noche me voy a ir a la cama con la hermana y no me voy a dar cuenta.
-O alguna noche Muriel se va air con otro y para disimular su ausencia te va a mandar a su hermana –le dije.
Se rió, pero no le gustó la broma. Si yo hubiera sido otro capaz que se enojaba en serio, pero a mí esas licencias me las permitía o las dejaba pasar, como alguna vez me había dejado pasar otras cosas un poquito más complicadas que un chiste.
La noche que importa, todo empezó con un aviso de Muriel informando a Don Jaime que iba a llegar más tarde porque le dolía la cabeza o algo parecido. Don Jaime rezongó un poco, me hizo un comentario al pasar acerca de las ñañas de las mujeres y nada más. Karina actuó sola en el show. Cantó un par de tangos, bailó conmigo desnuda y con una galera de copa y después de los aplausos se retiró a su camerino, se puso su ropa de noche y se instaló en la barra para hacer copas.
No sé en qué momento se puso a conversar con un muchacho joven. “Muy delgado, muy seriecito y muy bien vestido”, dirá después. La pareja se acomodó en un rincón, en el rincón más oscuro del salón y el joven pidió whisky. Estos datos en principio no tienen ninguna importancia, pero después fueron decisivos. O casi decisivos.
Lo que conocían a Cacho aseguran que cuando llegó estaba con algunas copas de más, pero entero. Entró al salón sin mirar a nadie: saco blanco cruzado, camisa oscura confiado en su pinta, su suerte y su coraje. Se acomodó en la barra y el mozo le puso una copa sin decir palabra. Lo de siempre. Conversó con un par de amigos, saludó a algunos conocidos y no sé en qué momento la vio a Karina –en realidad creyó que era Muriel- instalada en una mesita con su “cliente”. Fue verla y dirigirse derechito a donde estaba. Pasó a mi lado, pero no me vio. Se acercó a la mesa y dijo algo que debe de haber molestado al jovencito que se puso de pie
Karina quiso hablar, pero Cacho con un gesto la obligó hacer el silencio. Al lado de Cacho parecía un fideo hervido. Cuando quiso hablar, una cachetada que sonó como una campanada lo desparramó por el suelo. Eso fue todo. Por lo menos eso fue lo que creímos. Dos amigos lo tranquilizaron a Cacho y lo convencieron para que regresara a la barra. Karina contempló la escena sin abrir la boca. Según ella fue todo tan rápido, tan violento, que se quedó muda. Después tomó su cartera y se fue a un costado de la sala con otra amiga. Nunca pude saber si en ese momento Cacho se enteró que ella era Karina y no su mujer. Capaz que si, pero ahora no hay manera de confirmarlo.
Mientras tanto El flaquito se levantó como pudo, se acomodó la ropa y abandonó la sala. “Ya vengo enseguida”, le dijo a uno de los mozos cuando estaba llegando a la puerta. El portero de seguridad diría después que lo vio cruzar la calle, subirse a un auto y dirigirse en dirección a la terminal de ómnibus. “Un pobre tipo” -pensó- “ un pobre tipo que se metió donde no debía”.
Lo que ocurrió luego fue tan vertiginoso que sorprendió a todos. Por lo pronto, en el
cabaret todo parecía haber regresado a la normalidad. Yo estaba conversando con un amigo en la barra y cuando yo converso con un amigo no estoy para nadie. Algunas parejas bailaban sueltas en la pista y Cacho conversaba despreocupado con don Jaime.
Al flaquito nadie recuerda haberlo visto entrar. Cuando lo vieron ya era tarde, demasiado tarde.
El disparo sonó como un trueno y la camisa de Cacho empezó a ponerse roja en el centro del pecho. Justo en ese momento Muriel entraba cabaret. El flaquito pasó a su lado, tranquilo, como si se tratara de un pacífico cliente que después de tomar su copa decide regresar a su casa. Muriel sospechó lo peor. No sabe por qué, pero la sensación fue más fuerte que ella misma. Como pudo se abrió paso entre remolino de gente y lo vio a Cacho tirado en el suelo. Al lado de Muriel estaba Karina. La última imagen que se llevó Cacho de este mundo fue el de ellas. Tal vez pensó que la muerte cobraba por partida doble. Cuando llegó la ambulancia, Cacho ya estaba muerto.