Santa Fe 1977

Cuando la mujer entró al bar, los hombres se dieron vuelta para mirarla. Se merecía la gentileza. Era hermosa y seguramente lo sabía, aunque a juzgar por la expresión algo indiferente de su rostro parecía no darle demasiada importancia a ese detalle. Una rueda de veteranos, que habitualmente se instalan en la mesa que da contra los ventanales de la calle y conversan hasta por los codos, la homenajearon con un sugestivo silencio, con esas miradas a veces lánguidas, a veces insinuantes propias de hombres que saben muy bien que aquello que desean está definitivamente lejano; unos muchachones que todas las tardes se entretienen con el fútbol, dejaron por un instante de hablar de goles, arqueros y jugadas peligrosas para verla pasar, y uno de ellos hasta se atrevió hacer un comentario que si ella llegó a escuchar no le dio la más mínima importancia.

La mujer caminó por el salón con el desenfado y la elegancia de quien está acostumbrada a ser deseada y soporta el asedio con indiferencia y un leve toque de satisfacción. Se sentó a una de las mesas del fondo, la que no está muy lejos de los baños y es iluminada por una lámpara empotrada en la pared donde abundan calcomanías, almanaques y algunas fotos en blanco y negro de una ciudad vieja con tranvías, mateos y mujeres con vestidos largos, cintas y sombreros que caminan tomadas del brazo de hombres vestidos con ropas oscuras, y sombreros.

Instalada en la mesa, la mujer llamó al mozo, pidió un café, luego sacó de la cartera un libro y se puso a leer ajena al bullicio del bar, al bullicio y los rumores, a la pantalla del televisor que transmitía un partido de fútbol y a ese hombre solitario sentado a la barra con un vaso de whisky en la mano y que de vez en cuando intercambiaba algunas palabras con el señor que parecía ser el dueño o el encargado del local.

Seguramente estaba esperando a alguien, probablemente un hombre, pero por la manera de estar en la mesa parecía ser de esas mujeres a quienes no les importa esperar o quedarse solas en una mesa sin preocuparse por lo que puedan pensar los curiosos y los comedidos.

Quince o veinte minutos después, un hombre de una treinta y pico de años, alto, saco de corderoy, mirada furtiva, cabellos rubios, entró al bar, se paró un rato cerca del mostrador y recorrió con la vista las mesas ocupadas. Nadie pareció prestarle atención; los jubilados seguían conversando entre ellos, los muchachos miraban el partido de fútbol; una parejita de jóvenes conversaban en voz baja y el hombre de la barra tomaba su café de espaldas al salón.

El hombre se dirigió a la mesa de la mujer que parecía estar muy entretenida con la lectura del libro. Recién cuando se paró a su lado y corrió la silla para sentarse, ella pareció reconocer su presencia. Ni sonrisa ni expresión de alegría, como si el hombre que acababa de sentarse fuera lo más parecido a un extraño o a alguien que se conoce, pero que por algún motivo particular su llegada no justifica algunas de esas típicas expresiones de satisfacción.

El hombre llamó al mozo y pidió dos whisky. Su voz era algo ronca, como si padeciera algún problema en las cuerdas vocales o estuviera resfriado. La mujer apoyó el libro en la mesa, con un gesto que se parecía más a la resignación que al deseo de conversar con él.

-La reunión se alargó demasiado -dijo el hombre a modo explicación y en tono de disculpa- vos sabés que las cosas se están poniendo complicadas y no nos resulta fácil reunirnos.

Ella lo escuchó y no parecía estar preocupada por su tardanza y mucho menos por su justificación. Si alguna preocupación tenía era de otro carácter, pero el hombre que estaba a su lado a esa preocupación parecía no conocerla.

Él apoyó su mano en la de ella y la dejó allí. Fue un gesto de cariño, algo protector, algo suave, pero ella no pareció registrarlo

-No nos queda mucho tiempo. A medianoche tenemos que tomar el colectivo para Buenos Aires y quisiera dejar todo arreglado.

Ella movió los hombros, como si de pronto tuviera frío. Fue un movimiento breve, algo así como un ligero estremecimiento. Abrió la cartera y sacó un paquete de cigarrillos, pero no fumó, dejó al atado en la mesa al lado del libro y cerca del vaso de whisky. Sus movimientos ahora eran tensos, como si estuviera molesta o fastidiada por algo. O como si esperara que le dijeran algo que no le dicen.

-¿Por qué siempre tenemos que andar a las apuradas?- preguntó en voz baja.

No fue un reproche o una acusación, fue algo así como a constatación de un hecho.

-No es a las apuradas, esto está decidido desde la semana pasada; es lo que acordamos los dos.

-No estoy segura de haber acordado en esos términos.

Él se apoyó en el respaldar de la silla y estiró las piernas, como si necesitara ponerse más cómodo para decir algo que consideraba necesario o importante; o como si se exigiera acumular paciencia para explicar lo que se suponía que ya estaba explicado.

-Así son las cosas, -dijo, tal vez esforzándose para ser amable- me parece que no es ahora el momento para conversar lo que ya conversamos muchas veces.

-El problema es ése, el problema a es que para vos nunca es el momento.

Desde el otro sector del salón se oyeron voces festejando seguramente un gol.

-Hoy, el único momento que me importa, mi amor, es el momento de estar juntos.

-No es lo que todos piensan; no es lo que piensan tus compañeritos.

Ahora sí el tono de la voz de la mujer era irónico, el tono de alguien que necesita decir lo que está diciendo porque seguramente desde hace bastante tiempo venía preparando esa frase más que como un  reproche como la constatación de un hecho que, por razones que seguramente ella conoce muy bien, no se podrá modificar.

-No seas injusta. En la reunión hablamos de nuestra relación; es lo que habíamos convenido y los compañeros cumplieron con su compromiso.

-¡Qué generosos!- tomó un trago de whisky, y por primera vez en la noche sonrió, una de esas  sonrisas que se confunden con un rictus nervioso.

Él la miró, como si no entendiera muy bien lo que la mujer intentaba expresar, o como si lo que entendiera no lo terminase de conformar.

-Qué lindo -prosiguió ella- los compañeros de la revolución se reúnen para opinar de nuestra relación. Ahora sí sacó un cigarrillo y lo encendió. Una o dos pitadas breves y lo apoyó en el cenicero.

-Vos sabés que las cosas son así; lo sabés mejor que yo.

-Que lo sepa no quiere decir que esté de acuerdo. Pero bueno…contame qué decidieron en esa trascendente reunión.

-Aunque no lo creas, Santiago fue el que más nos apoyó…de vos habló maravillas; dijo que eras un  ejemplo como militante y la compañera justa para un tipo como yo.

Ella ahora lo escuchaba hablar con los codos apoyados en la mesa y las palmas de las manos en la cara. Lo escuchaba y lo miraba a él con absoluta seriedad, como si el hombre que estaba sentado con ella fuese no un desconocido, pero si alguien que es necesario evaluar, prestar atención a sus palabras.

-Decilé a Santiago que estoy muy agradecida por sus palabras.

Él percibió la ironía e insistió una vez más que era injusta con los compañeros.

-Vos deberías preocuparte de no ser injusto conmigo.

-No lo soy, sabés que no lo soy.

El hombre que estaba sentado solo en la barra pasó al lado de ellos y entró al baño. Alto, ancho,  cargado de hombros. Ella lo vio pasar, pero él no pareció prestar atención al detalle.

-¿Sabés qué pasa? -ella se acercó a él para que la escuche.

-Sabés qué pasa…que Santiago se equivoca como se equivocó siempre, eso pasa; y disculpame que le encuentre algún defecto a tu jefe, pero yo no tengo la culpa si veo lo que ve todo el mundo menos vos.

-No te entiendo

-No es necesario entender mucho; es todo muy evidente, menos para los que no quieren ver. Santiago se equivoca cuando dice que yo soy la compañera ideal para vos; ¿qué sabe ese señor de mis cosas; quién se cree que es para opinar sobre lo que nos conviene o no nos conviene. Y pensar que hace algunos años me enojaba con mi madre cuando sugería, simplemente sugería, que vaya a misa y me confiese con el cura del pueblo. Qué gracioso. Ahora ni sugerencia ni confesión; aprobación o condena; no en nombre del Espíritu Santo sino de la Revolución.

Él miró la hora. Seguramente se estaba retardando, pero no quería dejar la mesa, sobre todo no quería dejarla a ella.

-No te entiendo -insistió- no entiendo que justo ahora se te ocurra poner en discusión cosas que los dos dijimos que compartíamos. ¿O es necesario que te explique que en nuestras condiciones no podemos vivir en pareja sin el conocimiento de los compañeros del partido? A mí tampoco me gusta esto, y no me gusta en serio, pero es lo que elegimos en su momento, cuando decidimos hacer lo que hacemos sabiendo los sacrificios que nos exigían.

Ella lo escuchaba con ese cansancio o esa impaciencia que domina a alguien que ya sabe de antemano lo que le van a decir, como alguien que desearía escuchar palabras que nunca llegan.

-Yo te digo lo que me pasa, mi amor. Santiago apenas me conoce y las veces que hablamos fue de política, por lo que no creo, me resisto a creer, que ese conocimiento lo autorice a bendecir una relación de pareja, nuestra pareja. Y me resisto a creer que vos y yo estemos dependiendo de esa autorización. Perdoname, pero no puedo, sencillamente no puedo.

El tipo de la barra salió del baño, volvió al mostrador y se sentó mirando la barra repleta de botellas, copas y vasos.

-¿No te parece que estás exagerando un poco?

-No exagero; eso deberías saberlo, es lo único que te pido que sepas…

Se interrumpió como si se ahogase o como si temiera dejarse llevar por el énfasis de las palabras. Él volvió a mirar el reloj. Se le hacía tarde o estaba por llegar a tarde a otro lugar y esa era una licencia que en las actuales circunstancias no podía permitirse.

-Lo que importa es que los compañeros nos autorizaron a viajar juntos a Buenos Aires; están todos los papeles en orden y -otra vez la mirada al reloj- dentro de unas horas nos encontramos en la terminal.

Ahora él hablaba en un tono casi académico, se expresaba con la soltura de quien está acostumbrado a hablar en público y acompañaba las palabras con movimientos pausados de las manos. Ella lo escuchaba jugando con el hielo que quedaba en el vaso de whisky. Sus ojos estaban algo húmedos, con ese brillo apagado de quién está haciendo un gran esfuerzo para no llorar; y mientras escuchaba movía los labios como si necesitara repetir las palabras del hombre que estaba su lado.

-En Buenos Aires vamos a estar seguros mi amor –decía él, y esta vez su tono no era académico-  por lo menos lo vamos a estar durante un tiempo; allí nadie nos conoce, ni siquiera la policía. Vos sabés mejor que nadie que no podemos quedarnos acá querida, no podemos hacerlo, es peligroso, vos sabés muy bien que es peligroso.

-Y con Danielito, ¿qué vamos a hacer?

-Me dijiste que el chico está con su madre.

-Sí, está con ella, pero no es eso lo que te pregunto.

-Cuando la situación mejore un poco vendrá con nosotros, por ahora es mejor que se quede con  su abuela.

-Con su abuela… claro… ¿viene alguien más con nosotros?

-Santiago y un compañero de Buenos Aires.

Las respuestas de él pretendían se tranquilizadoras, como si todo estuviera controlado, como si nada no nadie pudiera modificar lo que ya se había resuelto. Ella lo escuchaba tal vez con resignación o tal vez porque suponía que ya no tenía demasiado sentido continuar hablando de lo mismo. Él llamó al mozo para pedir la cuenta, pagó y se levantó.

-A la hora convenida te pasamos a buscar por donde ya sabés -se lo dio al oído, como si fuera más una caricia que un secreto. Ella lo tomó del brazo como si no quisiera que se vaya.

-Antes de irte necesito decirte una cosa…

Él hizo un gesto como para sentarse otra vez en la silla.

-No, no, andá nomás, en todo caso después hablamos con más tiempo.

-Tenemos toda el tiempo del mundo para nosotros, mi amor, pero si hay algo que necesites decirme decímelo.

Ella lo miró y otra vez tenía los ojos húmedos.

-No, no, era una pavada, andá a la reunión que vas a llegar tarde…nosotros nos vemos después.

Lo vio salir, cruzar el salón y llegar a la calle. La pareja de jovencitos salió detrás de él, inocentes íntimos, tomados de la mano. La mujer se quedó sola. Sacó una birome de la cartera y escribió unas palabras en una servilleta de papel. Hizo un gesto de fastidio, como si lo que escribiese no la satisfaciera y con deliberada lentitud hizo pedazos el papel y dejó los restos en el cenicero. Miró la hora, tomó la cartera, se puso la campera que estaba apoyada en la silla.  Se acercó a la barra y le preguntó algo a uno de los mozos. Después se acercó al hombre que estaba sentado mirando la televisión y tomando un café.

-Hice lo que me pidieron –dijo ella.

-Nosotros también vamos a cumplir- respondió el hombre sin mirarla.

-¿El chico está bien? -preguntó ella.

Él la miró, fue una mirada breve. Tenía los ojos grises y helados. Abrió la boca para decir algo, pero no dijo una palabra. Después le dio la espalda a la mujer, como si lo único que le importara fuera el partido de fútbol que se proyectaba en la pantalla. Ella dudó un instante, pero después empezó a  caminar en dirección a la puerta. Uno de los jubilados la vio pasar a su lado y salir a la calle.

-Linda hembra- exclamó en voz baja.

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