La corrupción política en la Argentina no es una anécdota o un episodio, es una estructura de poder. Subestimarla es un error; ignorarla, es complicidad. En términos individuales, puede ser un vicio o un pecado, pero en lo que importa es una decisión política en el contexto de un sistema político.
De eso se trata: la corrupción como sistema. En el Estado no hay ladrones solitarios, hay bandas o, si se quiere, asociaciones ilícitas. La aclaración es pertinente porque para el sentido común de la sociedad la corrupción se reduciría a actos individuales, perdiéndose de vista la existencia de ese orden, de esa estructura de poder, de ese sistema que transforma a la corrupción no en un acto excepcional, en la picardía de un funcionario solitario, sino en una red de poder organizada para el saqueo de los recursos públicos.
Esto es lo se está discutiendo en la Argentina: la corrupción como un modelo de acumulación, como cleptocracia. ¿Se entiende? Siempre hubo corrupción, dicen algunos; siempre se robó, dicen otros. Verdades a medias que objetivamente funcionan como coartadas.
La corrupción que hoy descubrimos los argentinos es escandalosa en todo los términos: por los montos saqueados, por la organización montada desde el poder y por la responsabilidad manifiesta del vértice de ese poder. En ese contexto, decir “siempre hubo corrupción” es poner en un mismo nivel una infracción de tránsito con un secuestro seguido de violación y muerte.
También opera como coartada el argumento que postula que la corrupción no es el tema principal o la principal contradicción política a resolver. Desde la izquierda y la derecha se han dado la mano para liberar de responsabilidades a los corruptos en nombre de causas supuestamente más elevadas. Un referente del nacionalismo criollo alguna vez sostuvo que la distinción que corresponde hacer es si roban los antinacionales o si roban los nacionales. Por supuesto, para este sedicente defensor de nuestro ser telúrico, los nacionales disponían de luz verde para robar.
El ex presidente Carlos Menem tiene fueros amparado en su banca de senador. Foto: EFE/David Fernández
La corrupción como sistema, ¿es el resultado de un proceso histórico?. Por supuesto. No llegó del cielo ni nació de una planta. Pero tampoco es una experiencia que debemos rastrearla en los tiempos de Adán y Eva. Dicho de manera más clara: la corrupción como sistema se inició en la década menemista y se consolidó en la década kirchnerista. El kirchnerismo fue su etapa superior, su diseño más elaborado. También en el hampa hay estética y creatividad.
Que sus dos jefes hoy estén refugiados en la Cámara de Senadores para eludir la acción de la justicia es más una causalidad que una casualidad. El desenlace previsible y lógico. Y la confirmación de que la corrupción tiende a transformar a las instituciones del estado de derecho en aguantaderos.
La ex presidente Cristina Fernández de Kirchner, enfrenta varios juicios y la amparan sus fueros como senadora nacional. Foto Lucía Merle.
La corrupción es corrupción política porque es un dispositivo de poder. Si como dijera Yabrán, el poder es impunidad, esa impunidad es la garantía y la condición del orden corrupto. La corrupción convive con la democracia como las células cancerosas conviven con las células sanas. La convivencia no es gratuita. En un caso y en otro la corrupción mata. Esa consecuencia los argentinos ya la sufrimos en carne propia. La corrupción mata, pero también profundiza las desigualdades.
¿Es la corrupción un mal del capitalismo? Es así en más de un caso, pero no debería serlo. Un orden económico fundado en la propiedad privada y sostenido por un orden político y valorativo, no necesariamente debería ser corrupto. Y efectivamente no lo es en muchos países.
Pero para quienes se solazan respecto de los vicios del capitalismo, habría que recordarles que un orden económico fundado en la socialización de los medios de producción y partidario de la igualdad, tampoco debería ser corrupto. Y, sin embargo, el “bacilo” ha estado presente en el capitalismo y en el comunismo. ¿O acaso la URSS y las “democracias populares” del este no fueron sórdidos monumentos a la corrupción, el privilegio y el crimen?
¿Y entonces? Entonces el tema es el poder, el poder como relación y el poder como red. El poder corrompe, como escribió un clásico. Y el poder absoluto corrompe absolutamente. ¿Qué hacer entonces? Difícil responder a esta pregunta. Del poder se sabe que es inevitable y peligroso. ¿Por qué? Porque liberado a su propia lógica se transforma en una máquina implacable de corromper. Las constantes en este caso se reiteran con agobiante monotonía y hasta darían lugar a la fórmula de un teorema: Más tiempo en el poder más posibilidades de corromperse. Habrá excepciones, pero no son más que eso: excepciones.
Los clásicos del pensamiento político de la ilustración encontraron una respuesta a estos dilemas: diseñar sistemas institucionales que limiten el poder, lo contengan y llegado el caso lo sancionen. Es que aquellos viejos liberales de la ilustración padecieron en carne propia los desbordes del despotismo y fueron testigos cuando no víctimas de las pasiones y tentaciones absolutas del poder.
Discutir la corrupción en la Argentina es discutir la naturaleza del poder, sus alcances, sus límites, sus necesidades y sus riesgos. Nada nuevo bajo el sol. Desde los sumerios a la fecha son estos intereses, estas pasiones, estos privilegios los que desafían a la humanidad. Desde Pericles a Marco Aurelio, desde Maquiavelo a Weber y desde Shakespeare a Tolstoi, a todos los desveló el espectáculo que hoy presenciamos los argentinos.
¿Algo más? Sí. Ningún poder corrupto puede sostenerse sin el consentimiento activo o pasivo de las sociedades. A la inversa, son las sociedades, las que pueden poner fin a un orden corrupto. Sin esa decisión, todo lo que se diga o se escriba vale poco, casi nada.