Raymond Carver

Raymond Carver es considerado el cuentista más importante del género, la culminación de una saga creativa iniciada por Chejov, Hemingway, Carson McCullers, Flannery O’Connor a los que añadiría Richard Ford, Tobías Wolf y, de alguna manera, Sam Shepard. «Realismo sucio», lo califican algunos y piensan en Bukovski. «Minimalismo», dicen otros. En todos los casos, la obra literaria de Carver es arte en la mejor expresión de la palabra. Un fraseo deliberadamente cotidiano; frases breves, diálogos cortantes, personas colocadas en situación de peligro, amenazadas por «algo». La soledad, el miedo, la pérdida, la pobreza, el vicio. Todo cobra vida: una persona, un objeto, el silencio…El cuento «La casa de Chef» integra el libro «Catedral». Y los cuentos de Carver son como catedrales, verdaderas construcciones, donde nada es azaroso y cada detalle contribuye a sostener el gran edificio.        
 
 
 
 
LA CASA DE CHEF
Aquel verano Wes le alquiló una casa amueblada al norte de Eureka a un alcohólico recuperado llamado Chef. Luego me llamó para pedirme que olvidara lo que estuviese haciendo y que me fuese allí a vivir con él. Me dijo que no bebía. Yo ya sabía qué era eso de no beber. Pero él no aceptaba negativas, Volvió a llamar y dijo: Edna, desde la ventana delantera se ve el mar. En el aire se huele la sal. Me fijé en cómo hablaba.  No arrastraba las palabras. Le dije que me lo pensaría. Y lo hice. Una semana después volvió a llamar preguntándome si iba. Contesté que lo seguía pensando. Empezaremos de nuevo, dijo él. Si voy para allá, quiero que hagas algo por mí, le dije. Lo que sea, contestó Wes. Quiero que intentes ser el Wes que conocí antes. El Wes de siempre. El Wes con quien me casé. Wes empezó a llorar, pero lo interpreté como una señal de sus buenas intenciones. Así que le dije, de acuerdo, iré. Había dejado a su amiga, o ella le había abandonado a él, ni lo sé ni me importa. Cuando me decidí a irme con  Wes, tuve  que  decirle  adiós  a  mi  amigo.  Mi  amigo  me  dijo  que  estaba cometiendo un error. No me hagas esto a mí. ¿Qué pasará con nosotros? Tengo que hacerlo por el bien de Wes, le dije. Está intentando dejar de beber. Ya recordarás lo que es eso. Lo recuerdo, pero no quiero que vayas, contestó mi amigo. Iré a pasar el verano. Luego, ya veré. Volveré, le dije. ¿Y qué pasa conmigo?, preguntó él. ¿Qué hay de mí bien? No vuelvas más.

Aquel verano bebimos café, gaseosa y toda clase de zumos de fruta. Eso es lo que  bebimos durante  todo  el  verano.  Me  encontré  deseando  que  el  verano  no  terminase  nunca.  Debí figurármelo, pero al cabo de un mes de estar con Wes en casa de Chef, volví a ponerme el anillo de boda. Hacía dos años que no lo llevaba. Desde la noche en que Wes estaba borracho y tiró el suyo a un huerto de melocotones.

Wes tenía algo de dinero, así que yo no tenía que trabajar. Y resultó que Chef nos dejaba la casa por casi nada. No teníamos teléfono. Pagábamos el gas y la luz y comprábamos de oferta en el supermercado. Un domingo por la tarde salió Wes a comprar una regadera y volvió con algo para mí. Me trajo un precioso ramo de margaritas y un sombrero de paja. Los martes por la tarde íbamos al cine. Otras noches iba Wes a lo que denominaba “ sus reuniones secas”. Chef le recogía a la puerta en su coche y después lo traía a casa. Algunos días Wes y yo íbamos a pescar truchas en una de las lagunas que había cerca. Pescábamos desde la orilla, y tardábamos todo el día en atrapar unas pocas. Nos vendrán muy bien, decía yo, y por la noche las freía para cenar. A veces me quitaba el sombrero y me quedaba dormida sobre una manta, junto a la caña de pescar. Lo último que recordaba eran nubes que pasaban por encima hacia el valle central. Por la noche Wes solía tomarme en sus brazos y preguntarme si seguía siendo su chica.

Nuestros hijos mantenían sus distancias. Cherly vivía con otra gente en una granja en Oregón. Cuidaba de un rebaño de cabras y vendía la leche. Tenía abejas y vendía tarros de miel. Tenía su propia vida, y yo no la culpaba. No le importaba lo más mínimo lo que su padre y yo hiciéramos con tal de que no la metiéramos en ello. Bobby estaba en Washington, trabajando en la siega del heno. Cuando se acabara la temporada, pensaba trabajar en la recolección de la manzana. Tenía novia y estaba ahorrando dinero. Yo escribía cartas y las firmaba: «Te quiere siempre.»

Una tarde estaba Wes en el jardín arrancando hierbas cuando Chef paró el coche delante de la casa. Yo estaba fregando en la pila. Miré y vi cómo se detenía el enorme coche de Chef. Yo veía el coche, la carretera de acceso y la autopista, y más allá, las dunas y el mar. Había nubes sobre el agua. Chef bajó del coche y se alzó los pantalones de un tirón. Comprendí que pasaba algo. Wes dejó lo que estaba haciendo y se incorporó. Llevaba guantes y un sombrero de lona. Se quitó el sombrero y se secó el sudor con el dorso de la mano. Chef se acercó a Wes y le puso un brazo en los hombros. Wes se quitó un guante. Salí a la puerta. Oí a Chef decir a Wes que sólo Dios sabía cómo lo sentía, pero que tenía que pedirnos que nos marcháramos a fin de mes. Wes se quitó el otro guante. ¿Y por qué, Chef? Chef dijo que su hija, Linda, la mujer que Wes solía llamar Linda la Gorda desde la época en que bebía, necesitaba un sitio para vivir, y el sitio era aquella casa. Chef le contó a Wes que el marido de Linda había salido a pescar con la barca hacía unas semanas y nadie había vuelto a saber de él desde entonces. Había perdido a su marido. Había perdido al padre de su hijo. Yo la puedo ayudar, me alegro de estar en disposición de hacerlo, dijo Chef. Lo siento, Wes, pero tendrás que buscar otra casa. Luego Chef volvió a abrazar a Wes, se tiró de los pantalones, subió a su enorme coche y se marchó.

Wes entró en casa. Dejó caer en la alfombra el sombrero y los guantes y se sentó en la butaca grande. La butaca de Chef, pensé. La alfombra de Chef, también. Wes estaba pálido. Serví dos tazas de café y le di una.

Está bien, dije. No te preocupes, Wes.

Me senté con el café en el sofá de Chef.

Linda la Gorda va a vivir aquí en lugar de nosotros, dijo Wes. Sostenía la taza, pero no bebía.

No te excites, Wes, le dije.

Su  marido  aparecerá en  Ketchikan, dijo Wes. El  marido  de  Linda  la  Gorda  se  ha  largado, sencillamente. ¿Y quién podría reprochárselo?

Dijo Wes que, llegado el caso, él también se hundiría con una barca antes que pasar el resto de su vida con Linda la Gorda y su hijo. Entonces Wes dejó la taza en el suelo, junto a los guantes. Hasta ahora éste ha sido un hogar feliz, dijo.

Tendremos otra casa, le sugerí.

Como ésta, no, afirmó Wes. De todos modos, no sería lo mismo. Esta ha sido una buena casa para nosotros. Esta casa alberga muchos recuerdos. Ahora Linda la Gorda y su hijo estarán aquí, dijo Wes. Cogió la taza y dio un sorbo.

La casa es de Chef, le recordé. El hace lo que tiene que hacer.

Lo sé, repuso Wes. Pero no tiene por qué gustarme.

Wes tenía una curiosa expresión. Yo ya conocía aquella expresión. No dejaba de pasarse la lengua por los labios. Se manoseaba la camisa por debajo del cinturón. Se levantó de la butaca y fue a la ventana. Permaneció en pie mirando al mar y a las nubes, que se iban extendiendo. Se daba palmaditas en la barbilla con los dedos, como si estuviera pensando algo. Y estaba pensando.

Tranquilo, Wes, le dije.

Ella quiere que esté tranquilo, repuso Wes. Siguió allí de pie.

Pero al cabo de un momento se acercó y se sentó junto a mí en el sofá. Cruzó las piernas y empezó a jugar con los botones de la camisa. Le cogí la mano. Empecé a hablar. Del verano. Pero lo hice como si fuese algo del pasado. Quizá de años atrás. En cualquier caso, como algo que hubiese terminado. Luego empecé a hablar de los chicos. Wes dijo que deseaba hacerlo todo y bien, esta vez.

Te quieren, le dije.

No, no me quieren, repuso.

Algún día entenderán las cosas, le animé.

Quizá, dijo Wes. Pero entonces no importará.

No lo sabes.

Sé unas cuantas cosas, aseguró Wes, mirándome. Sé que me alegro de que hayas venido aquí. No lo olvidaré.

Yo también me alegro. Estoy contenta de que encontraras esta casa.

Wes soltó un bufido. Luego se rió. Los dos reímos. Ese Chef, dijo Wes, meneando la cabeza. Nos la ha hecho buena, el hijo de puta. Pero me alegro de que lleves el anillo. Me alegro de que hayamos pasado juntos este tiempo.

Entonces dije una cosa. Figúrate, sólo imagínate que nunca ha pasado nada. Suponte que ésta ha sido la primera vez. Supóntelo. Suponer no hace daño. Digamos que lo otro no ha sucedido jamás. ¿Sabes lo que quiero decir? ¿Entonces, qué?

Wes me miró con fijeza. Entonces calculo que tendríamos que ser otras personas, si se diera el caso, dijo Wes. Distintas. Ya no puedo hacer esa clase de suposiciones. Nacimos para ser lo que somos. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Le contesté que no había dejado algo bueno ni recorrido casi mil kilómetros para oírle hablar así.

Lo siento, pero no puedo hablar como alguien que no soy, dijo Wes. Yo no soy otro. Si lo fuese, con toda seguridad no estaría aquí.  Si  fuera  otro, no  sería  yo. Pero soy como soy. ¿No lo entiendes?

Está bien, Wes, le dije. Me llevé su mano a la mejilla. Entonces, no sé, recordé cómo era cuando tenía diecinueve años, su aspecto cuando corría por el campo adonde estaba su padre, sentado en el tractor, con la mano sobre los ojos, viendo correr a Wes hacía él. Nosotros acabábamos de llegar de California. Me bajé con Cheryl y Bobby y dije: ése es el abuelo. Pero no eran más que niños.

Wes seguía sentado junto a mí, dándose golpecitos en la barbilla, como si intentara decidir lo que haría a continuación. El padre de Wes había muerto y nuestros hijos habían crecido. Miré a Wes y luego el cuarto de Chef y las cosas de Chef. Tenemos que hacer algo, y rápido, pensé.

Cariño, dije. Wes, escúchame.

¿Qué quieres?, me dijo. Pero eso fue todo. Parecía haber llegado a una conclusión. Pero, una vez decidido, no tenía prisa. Se recostó en el sofá, cruzó las manos sobre el regazo y cerró los ojos. No dijo nada más. No tenía por qué hacerlo.

Pronuncié su nombre para mis adentros. Era fácil de decir, y estaba acostumbraba a repetirlo desde hacía mucho tiempo. Luego volví a decirlo. Esta vez en voz alta. Wes, dije.

Abrió  los ojos.  Pero no  me miró.  Simplemente se  quedó sentado  donde  estaba y miró  a la ventana. Linda la Gorda, dijo. Pero yo sabía que no se trataba de ella. No era nada. Sólo un nombre. Wes se levantó, echó las cortinas y el mar desapareció como por ensalmo. Fui a preparar la cena. Aún teníamos un poco de pescado en la nevera. No quedaba mucho más. Esta noche haremos limpieza, pensé, y eso será el fin de todo.

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