Richard Ford es junto con Raymond Carver, Tobías Wolff, John Cheever y Jerome Salinger, entre otros, el titular de la renovación del relato, el género que perdió esa condición para adquirir estatura literaria más allá de calificaciones. En el caso de Ford, su libro Rock Springs es una obra de arte, un modelo acerca de los recursos y procedimientos que emplea un formidable escritor para expresar un universo sensible con un lenguaje minucioso y rítmico capaz de revelar realidades sórdidas, escabrosas, patéticas. Los diez cuentos de Rock Springs dan cuenta de hombres y mujeres en peligro, de un mundo de personas reducidas al imperio de las necesidades, acorraladas por la angustia, la pobreza, el delito y el fracaso. En el caso de Ford, en todos los relatos el primer párrafo «crea» un universo. Se requiere de un talento singular para forjar con pocas palabras la clave que se irá revelando a lo largo del relato.
Edna y yo salimos de Kalispell camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos de los buenos tiempos, gente que jamás me entregaría a la policía. Me las había arreglado para tener algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de unos cheques sin fondos, que en Montana son delito penado con la cárcel. Yo sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no era la primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había tenido sus problemas, la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny, su ex marido, se colara en su casa y se lo llevara todo mientras ella trabajaba, que era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al principio; eso y la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.
Yo estaba de pie en la cocina mientras Arlene estaba en la sala despidiéndose de Bobby, su ex marido. Antes había salido a comprar algo de comer y había vuelto y hecho café, y me lo estaba tomando mirando por la ventana mientras ellos se decían lo que tuvieran que decirse. Eran las seis menos cuarto de la mañana. Aquél no iba a ser un buen día en la vida de Bobby, no había la menor duda, porque era el día en que ingresaba en la cárcel.”
Mi mujer se acababa de largar hacia el oeste con un mozo del canódromo local, y yo estaba por casa a la espera de que las cosas se aclarasen, con intención de coger el tren de Florida para tratar de cambiar mi suerte. Incluso tenía ya el billete en la cartera.
No llevaba mucho tiempo en el pueblo. Quizá un mes. Ya no había trabajo para mí en Silver Bow, y cuando llegó el frío decidí coger los bártulos y venirme a casa de mi madre, en las Bitterroot, para economizar y guardar en el cajón el dinero del paro en previsión de tiempos peores. En aquella época mi madre vivía con un hombre, un viejo operario del petróleo llamado Harley Reeves. Y Harley y yo no congeniamos, aunque no se lo reprocho. También a él lo habían despedido cerca de Gillette, en Wyoming, cuando se acabaron las vacas gordas. Y ahora hacía lo que yo, pero había llegado primero. Todo el mundo se estaba quedando sin trabajo. Eran malos tiempos en aquella parte de Montana, y la cosa no tenía trazas de cambiar. Los dos —mi madre y él— se estaban dando una última oportunidad; dos sesentones, dos extraños viviendo juntos en la casa que le había dejado a ella mi padre.
Lo que voy a contar sucedió cuando yo tenía tan sólo quince años, en 1959, el año en que mis padres se divorciaron, el año en que mi padre mató a un hombre y fue a la cárcel por ello, el año en que dejé mi casa y el colegio, mentí acerca de mi edad para engañar al ejército y ya no volví más. El año, dicho de otro modo, en que la vida cambió para todos nosotros para siempre —en que, a decir verdad, concluyó de un modo que jamás habríamos llegado a imaginar ni en nuestros sueños más locos.
Starling llevaba sin trabajo seis meses; una temporada de ventas completa y parte de la siguiente. Era vendedor en el ramo inmobiliario, y no había estado parado tanto tiempo en toda su vida. Al cabo de cierto período de inactividad, empezó a preguntarse si uno no llegaría a olvidar cómo trabajar, a olvidar los pormenores de su oficio, y hasta su razón de ser.
Mi madre tuvo una vez un novio llamado Glen Baxter. Era el año 1961. Mi madre y yo vivíamos en la pequeña casa que mi padre le había dejado en lo alto de la cuenca del Sun River, cerca de Victory, Montana, al oeste de Great Falls. Mi madre tenía entonces treinta y dos años. Y yo dieciséis. Glen Baxter tenía una edad intermedia entre una y otra, la de mi madre y la mía, aunque no puedo precisar más sobre este punto.