infinitas y silenciosas como esa llanura
que atraviesa un río de agua pura.
Han existido mujeres con visos de oro,
rivales del estío y del fuego, semejantes a
trigales lascivos que no hieren la hoz
con sus dientes pero arden por dentro
con fuego sideral ante el cielo despojado.
Han existido mujeres tan leves
que una sola palabra, una sola,
las convirtió en esclavas. Y existieron otras,
de manos rojizas, que al tocar una frente
suavemente disiparon ideas terribles.
Y otras cuyas manos exangües y elásticas,
con giros lentos aparentaban insinuarse
creando una urdimbre rara y fina
en que las venas simulaban
hilos de vibración ultramarina.
Mujeres pálidas, marchitas, devastadas,
ardidas en el fuego amoroso
hasta lo más profundo de sí mismas,
consumido el rostro ardiente,
con la nariz agitada por el impulso
de inquietas aletas, con los labios abiertos
como yendo hacia las palabras pronunciadas,
con los párpados lívidos
como las corolas de las violetas.
Y todavía han existido otras y,