Argentina 2018. Habría que viajar con la máquina del tiempo a 1910, a los fastos del Centenario, para registrar un momento en que el país es de alguna manera el centro del mundo. Entre 1910 y 2018 hay diferencias, por supuesto, pero hay también sugestivas coincidencias, algunas hasta con un toque pintoresco: el cometa Halley en 1910 y el insólito terremoto en provincia de Buenos Aires en 2018; o la muerte de Eduardo VII y la muerte de George Bush.
Digamos en principio que en 1910 había, más allá de algunas borrascas de coyuntura, buenas razones para ser optimista. En efecto, para esos años el estado nacional estaba consolidado mientras el modelo económico agro exportador funcionaba a pleno. El optimismo y la fe en el destino de la nación no alcanza de todos modos a disimular algunas turbulencias que en 1909 adquirieron particular intensidad y amenazaban con extenderse a 1910.
Las protestas anarquistas, incluidos los operativos terroristas, darán lugar por parte de la clase dirigente a respuestas controvertidas como la declaración del estado de sitio, una verdadera paradoja que la celebración de una fecha fundadora de la libertad recurra a decisiones de poder destinadas a limitar la libertad, reforzado en este caso con la provocadora aprobación de la ley de Defensa Social, un dispositivo jurídico represivo que venía a fortalecer las disposiciones de la temible ley 4144.
Más allá de estos entremeses, las multitudes de entonces se sumaron entusiasmadas a los festejos. El Centenario fue nuestra carta de presentación en el mundo, como muy bien lo expresara Rubén Darío en su poema o lo ponderara entre otros George Clemenceau y Jean Jaurés. En el orden interno la relación es un tanto más compleja, porque la consolidación de la Argentina “granero del mundo” ponía al mismo tiempo en discusión un orden político conservador y fraudulento y un movimiento obrero anarquista radicalizado.
Como muy bien dijera anticipatoriamente Carlos Pellegrini: “haremos los festejos en medio de un gran escándalo”, aunque más allá de las estridencias y los alborotos propios de la coyuntura, pronto sabremos que ese orden político conservador iniciará su progresiva declinación, mientras que el anarquismo en sus versiones más duras se reducirá a una ruidosa minoría.
En 2018, también el mundo descubre no sé si una Argentina auspiciosa, pero sí una Argentina viable, un país en principio capaz de resolver con eficiencia ser el anfitrión de la cumbre más importante del planeta. Y al respecto importa despejar algunos equívocos.
Ser anfitrión de un gran acontecimiento internacional es algo más que un detalle formal en tanto ese rol solo es posible ejercerlo si se dispone de confianza política y recursos.
Dicho con otras palabras, una republiqueta bananera, una dictadura sanguinaria, una nación asolada por la corrupción y la pobreza no están en condiciones de ejercer esa responsabilidad.
Pero para quienes insisten en sostener que solo la casualidad produjo este acontecimiento, habría que recordarles que del G20 puede decirse que si bien no se conoce con certeza los alcances de su credencial de nacimiento, sí se sabe que desde la temible crisis de 2009 es la respuesta política planetaria a las condiciones inéditas de la globalización, una respuesta cuyos instrumentos cotidianos de realizaciones son la cooperación y el consenso, las claves decisivas para afrontar los desafíos del siglo XXI, cooperación y consenso en sintonía con la velocidad de las decisiones políticas en un mundo globalizado en el que la velocidad en las comunicaciones y los flujos financieros constituyen su rasgo distintivo.
Para la Argentina esta “novedad” no solo le resulta interesante, sino que de alguna manera es decisiva para un país que aspira a insertarse en un mundo confuso, cargado de acechanzas, contradictorio a veces pero, al mismo tiempo, pujante, avasallador, abierto a la novedad, al cambio, incluso al misterio y el asombro. Estar en el G20 significa ni más ni menos que estar en el lugar adecuado y en el momento adecuado o, para decirlo con otros términos, acudir a la cita que la historia nos ofrece, sabiendo de antemano que estas oportunidades se presentan una sola vez y quien las deja pasar paga el precio de todos los que no supieron entender las borrascas de la historia.
La Argentina ha sabido estar a la altura de los acontecimientos. Con sus debilidades, sus asignaturas pendientes, pero también con sus certezas, sus esperanzas y su voluntad de poder. Si en 1910 agota sus posibilidades un orden conservador cerrado y un anarquismo incapaz de entender las complejidades del orden social, en 2018 se manifiesta el agotamiento de un populismo que a pesar de sus reiterados fracasos persiste en confundir el futuro con el pasado.
Los deplorables sucesos de la cancha de River y los impecables trajines de la semana siguiente con el mundo de testigo, ponen en evidencia los contrastes entre aquella Argentina que se resiste a despedirse y la Argentina que se propone ingresar al siglo XXI.
El duelo no está resuelto por supuesto.
Con sus luces y sus sombras en 1910 y en 2018 se demostró que, más allá de diferencias, los argentinos sabemos hacer bien las cosas. Algo parecido escribió Félix Luna en la biografía de Ortiz, el último o, tal vez, el penúltimo presidente conservador. “Aquella gente sabía hacer las cosas. El espectáculo se proyectó a lo grande, fastuosamente y todo salió como se había previsto: con un aire preciso y decoroso, propio de una gran nación”.