El largo adiós

«El largo adiós» de Raymond Chandler fue una de las novelas decisivas de mi vida. Nunca dejaré de agradecerle a ese amigo que ya no está cuando en un boliche rasposo me prestó el libro y me advirtió que su lectura sería inolvidable, como el título del bolero. Lo digo en serio:  para mí, la lectura de Chandler fue muchísimo más estimulante que las lecturas disciplinadas de Victorio Codovilla y Arnedo Alvarez. Y es probable que Marlowe haya sido el responsable de mi expulsión del Partido Comunista. Lo siento por mí, pero «El largo adiós» me influyó mucho más que El Capital. Y no me avergüenza decir que el detective  Philip Marlowe siempre me resultó más interesante que el Che Guevara, León Trotsky y Louis Althusser.
Ironías al margen: Marlowe es una manera de estar en la vida, un modo de hablar, un estilo de prender el cigarrillo, una actitud ante los que mandan, un gesto para mover una pieza de ajedrez y esa palabra justa para definir la relación con otro hombre o para precipitar la relación con una mujer.
 
 
Después está la relación con la policía. Eso diálogos cortantes, filosos y demoledores. 
 
Le dice un policía:
 
-Usted Marlowe solo es un pobre tipo que odia a la policía.
 
-Conozco lugares donde no los odian. Pero en esos lugares usted no sería policía.
 
 O la última frase de «El largo adiós». Cuando ya concluyó todo, cuando ya todo es triste, solitario y final:
 
 
Nunca más he vuelto a ver a alguno de ellos; excepto a los policías. Con ellos aún no se ha inventado la manera de decirles adiós. THE END.
 
 
 
 
En algún momento Marlowe se presenta. Chandler asegura que el actor que mejor lo hubiese podido interpretar en el cine era Gary Grant. Nunca lo hizo. También le gustaba Bogart…»Capaz de crear una situación de violencia y muerte sin necesidad de tener una pistola en la mano». A mí me gusta Robert Mitchum. Sobre todo en la versión de «Adiós muñeca». 
       
 
 
 
 
Soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo un día en un callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo.
 
 

En el párrafo siguiente Marlowe está en un bar distinguido y ve llegar a una rubia escultural. En primer lugar opinará sobre el mozo que atiende a esa rubia. Ese toque de lucidez con cinismo, humor cortante y seco y hombría que no desciende al machismo. Nadie como Marlowe para hacerlo.

 
 
 
El mozo se acercó y examinó con indulgencia mi whisky con agua. Le hice un gesto negativo con la cabeza, asintió con un movimiento de la blanca pelambrera y precisamente en aquel momento entró en el bar un sueño. Por un instante me pareció que cesaban todos los ruidos, que los tipos a la última dejaban de competir y que el borracho del taburete detenía su parloteo, y fue exactamente como cuando el director de una orquesta da unos golpecitos en el atril con la batuta, alza los brazos y los inmoviliza en el aire.
Era esbelta y alta, con un traje sastre blanco de lino y un pañuelo blanco y negro con lunares en torno al cuello. Su cabello era el oro pálido de un princesa de cuento de hadas y llevaba un sombrerito en el que el pelo se recogía como un pájaro en su nido. Los ojos eran azul aciano, un color poco frecuente, y las pestañas largas y casi demasiado pálidas. Llegó a la mesa al otro lado del pasillo y se estaba quitando un guante blanco cuando el mozo le apartó la mesa como ningún mozo la apartaría nunca para mí. La recién llegada se sentó y colocó los guantes bajo la correa del bolso y dio las gracias con una sonrisa tan amable, de un candor tan exquisito, que el destinatario casi quedó paralizado. La dama rubia le dijo algo en voz baja. El mozo se alejó como despedido. He aquí un hombre con una misión en la vida. Me quedé mirándola. La dama rubia me sorprendió haciéndolo. Alzó la vista un centímetro y dejé de estar allí. Pero dondequiera que estuviese, seguía conteniendo el aliento.
 
 
Y aquí vienen las consideraciones que Philip Marlowe hace acerca de las rubias. 

 
Hay rubias y rubias y a estas alturas esa palabra es casi un chiste. Todas las rubias tienen sus puntos positivos, excepto quizá las rubias metálicas que son, debajo del tinte, tan rubias como un zulú y que, en cuanto a carácter, son tan tiernas como un pedazo de hierro. Está la rubia pequeña y graciosa que pía y gorjea, y la rubia grande y escultural que te para los pies con el hielo azul de su mirada. Está la rubia que te obsequia con miradas reverenciales de cuerpo entero, huele maravillosamente, se te cuelga del brazo y siempre está muy, pero muy cansada cuando la llevas a casa. Hace ese conocido gesto de indefensión y tiene esa condenada jaqueca y te gustaría darle un mamporro si no fuera porque te alegras de haber sabido lo de la jaqueca antes de invertir demasiado tiempo, dinero y esperanzas en ella. Porque la jaqueca resulta ser permanente, un arma que nunca pierde eficacia y es tan mortal como el estoque del espadachín o el frasquito de veneno de Lucrecia Borgia.
Luego está la rubia suave y complaciente y alcohólica a quien le tiene sin cuidado lo que lleva puesto con tal de que sea visón o adónde va con tal de que se trate del club nocturno más dernier cri y no falte champán seco. O la rubia pequeñita y animada que es un poquito pálida e insiste en pagar lo suyo y está siempre de buen humor y es un prodigio de sentido común y sabe judo de pe a pa y es capaz de lanzar a un camionero por encima del hombro sin saltarse más de una frase del editorial de la Saturday Review. Y la rubia pálida, muy pálida, con algún tipo de anemia que no es mortal pero sí incurable. Muy lánguida y muy enigmática y habla con una voz muy dulce y sin origen conocido y no le puedes poner un dedo encima porque en primer lugar no te apetece y en segundo lugar está leyendo «La tierra baldía» o Dante en el original, o Kafka o Kierkegaard o estudia provenzal. Es una apasionada de la música y cuando la Filarmónica de Nueva York toca a Hindemith sabe decirte cuál de las seis violas ha entrado un cuarto de compás tarde. Creo que Toscanini también. Ya son dos
Y finalmente está la espléndida joya que sobrevive a tres jefes de la mafia y luego se casa con un par de ricachones a millón por cabeza y termina con una villa de color rosa pálido en Cap d’Antibes, un Alfa Romeo con piloto y copiloto, y una cuadra de gastados aristócratas a los que trata con la distraída condescendencia con que un duque ya entrado en años da las buenas noches al mayordomo. 

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