Que Roberto Lavagna es el mejor candidato que puede presentar el peronismo en las próximas elecciones es una verdad que los únicos que podrían objetarla serían los propios peronistas, de lo que se deduce que Lavagna es el mejor candidato peronista de los no peronistas o, para ser más directo, el mejor candidato de los gorilas. En la historia del peronismo estos malos entendidos suelen ser recurrentes. Cuando yo era chico el peronista que todos los gorilas querían se llamaba Raúl Matera, el médico elegante, buen mozo, de exquisitos modales, sonrisa gardeliana, el médico que todos los peronistas recelaban y en algunos casos, detestaban.
A principios de los setenta hubo otro peronista “presentable”. Era delegado personal de Perón y al que Ricardo Balbín y Horacio Thedy, entre otros, veneraban. Se llamaba Jorge Daniel Paladino. Al pobre Paladino los peronistas no lo podían ni ver y los muchachos de la gloriosa y flamante Jotapé ya lo tenían en la mira por traidor y vendepatria. Cuando Perón lo destituyó acusándolo de agente de Lanusse por hacer exactamente lo que Perón le había encomendado, de alguna manera le salvó la vida.
Después llegó otro peronista presentable. Se llamaba Ítalo Argentino Luder. Era rafaelino egresado de la UNL y siempre se distinguió por sus modales de gran señor, la elegancia de su vestuario, sus aires doctorales y una estampa que parecía salida de los plumines de Divito. Después de padecer a Lastiri, Isabel y a un Perón que asumió la presidencia sabiendo que tenía los días contados y que su único político de confianza se llamaba López Rega, entró en escena don Luder.
De rodillas e implorando como creyentes en el desierto, los no peronistas le pedíamos a Luder que le dé una patada en el trasero a Isabel y asuma la presidencia. Por supuesto, no lo hizo. Maniobró, intrigó, pero finalmente hizo lo que le pedía la ortodoxia peronista, ese estercolero integrado por sindicalistas mafiosos, justicialistas cazadores de brujas, sicarios a sueldo, nazi fascistas que añoraban los tiempos de la Alianza Libertadora Nacionalista y políticos oportunistas decididos a pactar con el diablo por una concejalía suplente en la cuña boscosa. La historia se repetía: Luder era el peronista que solo le gustaba a los antiperonistas.
Algo de eso olfatearon los peronistas unos años después, motivo por el cual decidieron proclamarlo candidato a presidente. En realidad, no llevaban un candidato, llevaban un pavo real. Por lo menos eso era lo que creían. Como todo peronista se cree el más piola del mundo y confía en su viveza como el tahúr confía en su buena suerte, supusieron que proclamando a un peronista “cajetilla” los votantes se olvidarían de las Tres A, los Montoneros, el Rodrigazo y doña Isabel.
Al principio todo parecía funcionar de maravillas. Luder subía a los escenarios e impactaba con su tono de voz doctoral, sus modales de señorito, su expresión de jefe político de algún cantón suizo. La estrategia pintaba impecable. Los peronistas se escondían detrás de Luder bajo la consigna “El que no se escondió se jodió”. El Pepe Rosa en esos años dirigía una revista cuyo editorialista escribió que Luder era el candidato del movimiento nacional no ideal pero si necesario para esta coyuntura.
El problema es que Luder estaba en el palco, pero a su lado, detrás, delante, al costado y más atrás estaban los peronistas. A uno de ellos se le ocurrió quemar un sarcófago con las siglas de la UCR. Y mientras los compañeros festejaban la ocurrencia, Luder tosía discretamente como un lord inglés a punto de ser atacado por los caníbales.
Yo estuve en el acto de proclamación de la candidatura de Luder en nuestra ciudad. Se los digo en dos palabras: de terror. No soy un novato en actos políticos. Asisto a ellos desde mi primera infancia. Estuve en salones, plazas, callejones, en tribunas improvisadas sobre una mesa o una silla, en actos que concluían a los tiros o por lo menos a las piñas; pero en todas las circunstancias, y -les aseguro que no soy muy valiente- nunca tuve miedo… ni antes ni después… nunca tuve miedo hasta que se me ocurrió ir a ese acto. Y allí conocí el miedo. La masacre del general Custer, la degollina contra Solís, o las carnicerías que practicaban los coroneles de Rosas en la campaña, eran sesiones de gala en la corte de Versalles comparado con lo que vi aquella sonrosada tardecita santafesina, en esa ceremonia lúgubre con el palco levantado de espaldas al puerto y la multitud ocupando las avenidas.
Alguien dirá: la crónica no registra muertos. Es verdad; no hubo muertos… y eso es lo notable, porque sin necesidad de derramar sangre, el miedo que provocaban esos rostros en los que el instinto había devorado cualquier signo de humanidad, era infinito, ferocidad en estado puro, porque lo extraordinario de todo esto es que no había en ese acto nadie que disintiera, nadie contra quien enojarse o nadie a quien liquidar… y sin embargo, daban miedo… esa masa allí era mucho más importante que Luder y que el propio Bittel. Ironía de las ironías: yo -en ese momento un salvaje unitario en medio de una bacanal mazorquera- estaba en condiciones de entender más a Luder que muchos de los que se habían convocado allí supuestamente para votarlo.
Un mes después Alfonsín ganó las elecciones. ¿Alguien podía sorprenderse de ese resultado? Quienes votaron a Alfonsín no lo hicieron contra Luder sino contra todo lo que se movilizaba detrás, delante y al costado de Luder. Como Laprida -según Borges- Luder podría haber dicho: “Yo que anhelé ser otro, un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes, a cielo abierto yaceré entre ciénagas…”. Menos mal que no fue presidente. Menos mal.
Y llegamos a Lavagna. No es Luder, no es Paladino, no es Matera, pero sigue siendo el candidato que gusta más a los gorilas que a los peronistas. Su trayectoria es impecable incluidos algunos errores que como todo hijo de buena vecina es dueño de tenerlos. Conoce el mundo, conoce la Argentina, conoce el poder, pero no sé si conoce al peronismo. Su lugar es el de la diplomacia, el de la academia, el de las reuniones entre hombres doctos, pero el peronismo en lo fundamental es otra cosa, su verdad, su cotidiano están en otro lugar y a ese lugar dudo de que Lavagna lo conozca o, si lo conoce, que lo pueda digerir.
Una anécdota con Kirchner lo pinta de cuerpo entero. Néstor tenía la costumbre de tocarles el culo a sus ministros. Dicen que Juan Manuel de Rosas hacía lo mismo. En el caso de Néstor no era una metáfora, era un acto carnal y concreto. Humoradas habituales entre peronistas que suponen que de esa manera son fieles a nuestro ser nacional. Una tocadita de culo, una risotada, algún comentario procaz y a iniciar las deliberaciones. Dice que don Roberto lo aguantó una vez, dos veces, tal vez tres, pero a la cuarta estalló; en su estilo, pero estalló: “Señor presidente, lo que usted acaba de hacer me parece fuera de lugar”. Kirchner lo miró como si se le hubiese presentado un marciano en camiseta. Tan rápido para responder, esta vez se quedó sin palabras. El compañero Néstor no podía entender, no podía creer, no podía hacerse cargo de semejante desplante. En el peronismo, enojarse porque el compañero presidente le toca el culo, es tan disparatado como fastidiarse porque en una cancha de fútbol a un hincha se le escapa alguna mala palabra
Todos aseguran que Lavagna renunció al ministerio porque había diferencias acerca de la orientación de la macroeconomía o el estado de los famosos gemelos. Yo creo -es una creencia, no una certeza- que renunció después de ese incidente anal, incidente que desde el punto de vista de la cultura peronista es más serio y trascendente que el debate acera del tipo de cambio, los encajes bancarios o los gemelos.
Pues bien: ahora Lavagna suena como candidato del peronismo. Sus perspectivas son tan dulces que hasta a mí me dan ganas de apoyarlo: consenso, reactivación, diálogo, aperturas. Como para ponerse a llorar de emoción. Además yo le creo. A Lavagna le creo como en su momento creí en la moderación de Luder. Pero una vez más sospecho que el problema no es Lavagna, el problema está en otro lado… no sé si me explico.