Hace sesenta años, el dictador Fulgencio Batista anunciaba en la fiesta de gala celebrada en su palacio que dejaba el poder. Para entonces el desprestigio de la dictadura era absoluto. Las clases medias, el movimiento obrero organizado, profesionales, estudiantes e intelectuales, lo repudiaban sin vacilaciones. La corrupción del sistema era escandalosa, pero reducir la historia de Cuba a la corrupción o al exclusivo régimen de Batista es un error premeditado por la propaganda castrista. Batista después de todo era un dictador con seis años en el poder, una bagatela a los sesenta años que cumplió el castrismo. Con Batista había prostitución, y ausencia de libertades. Con los Castro la prostitución y las persecuciones se multiplicaron geométricamente.
Sesenta años después, los castristas insisten en que Cuba antes de la llegada de Fidel era un infierno y que la revolución representó el pasaje al paraíso. No hace mucho tiempo un amigo simpatizante del castrismo admitía algunas críticas, pero observaba que Cuba, gracias a la revolución, ya no era Haití o Santo Domingo. Le señalé que Cuba nunca en la vida había sido Haití o Santo Domingo y que si alguna comparación había que hacer ésta debería hacerse con países como Costa Rica o Puerto Rico, comparación que dejaría a la actual Cuba muy mal parada.
Presentar a Cuba como un infierno y titularse su salvador, fue una de las grandes maniobras publicitarias del castrismo. Los hechos sin embargo contradicen la propaganda del régimen. Para 1958, Cuba seguía siendo considerada por las mediciones internacionales como el país más desarrollado de América Latina junto con Argentina y Uruguay. Por supuesto que había pobreza, explotación y una formidable corrupción política, pero esos datos no pueden excluir el hecho cierto de que los niveles de alfabetización eran altos, como lo probaban la existencia de treinta y cuatro mil escuelas públicas y alrededor de mil escuelas privadas, en una de las cuales estudió el propio Fidel Castro.
La dictadura de Batista era lamentable, pero suponer que toda la historia de Cuba se redujo a los seis años de este señor, es un error o un acto de mala fe. Las cifras disponibles no mienten: para esos años había un auto por cada cuarenta personas, un teléfono cada treinta y ocho habitantes y un aparato de televisión cada veinticinco personas. Cuba estaba considerada como el primer consumidor de energía eléctrica de América Latina. Su estructura social era también llamativa, como lo probaba la existencia de una aguerrida y amplia clase media integrada por profesionales, empresarios, empleados públicos e intelectuales que representaban un treinta y tres por ciento de la población. Ninguna de estas cifras pueden ser exhibidas por Haití, Paraguay o Santo Domingo.
Es que la constitución de Cuba como Nación y la organización de su Estado, fue un proceso histórico mucho más rico que el que sugiere la mirada interesada y manipuladora del castrismo. Ya para fines del siglo XIX -por ejemplo- el país tenía niveles de alfabetización más altos que España. “La tacita de plata del Caribe” había crecido y se había desarrollado como colonia española a niveles muy superiores que los de sus países vecinos. El devenir histórico fue más complejo, como resultado de la independencia de España y también la independencia de los Estados Unidos; una independencia condicionada institucionalmente por la famosa enmienda del senador Orville Platt derogada en 1934- que le otorgaba a EE.UU. roles de tutoría que muchos cubanos aceptaron de buen grado y no pocos yanquis dijeron que era innecesaria.
En Cuba la mujer empezó a votar casi veinte años antes que en la Argentina; el ferrocarril circuló por su territorio antes que en España; fue el primer país en América Latina en disponer de una línea telefónica propia. Para mediados de los años veinte contaba con una universidad autónoma y prestigiada por la presencia de docentes de alto nivel e intelectuales que se destacaban por su militancia social. El régimen de Batista, por ejemplo, era detestable, pero al momento de dejar el poder existían en Cuba cincuenta y ocho diarios y veintiocho canales de televisión.
Sólo en un país con esos niveles de desarrollo puede explicarse la presencia de intelectuales del nivel de Martí o Mella. Para los años cuarenta, el Teatro Tacón de La Habana era considerado uno de los más calificados del continente. La presencia de un campeón mundial de ajedrez como Capablanca es elocuente, porque Capablanca es el producto de una sociedad que estimulaba y alentaba esas actividades.
Una prueba acerca de las posibilidades de una Nación la da el nivel de flujos migratorios. Está claro que nadie va a vivir a un país que no funciona y, por el contrario, multitudes se precipitan a países que ofrecen posibilidades. Pues bien, Cuba, en la primera mitad del siglo veinte, era la nación que más inmigrantes había recibido en el mundo. Al momento del derrocamiento de Batista, estaban esperando la visa, por ejemplo, de alrededor de doce mil italianos. Pero antes, cientos de miles de españoles cruzaron el océano, entre ellos un señor gallego que se llamaba Ángel, futuro padre de dos caballeritos que se llamarían Raúl y Fidel; Fidel Castro, se entiende.
En la actualidad nadie va a vivir a Cuba. Desde la revolución, los únicos que viajaron a la isla fueron aspirantes a guerrilleros, algún que otro empresario contratado por el régimen y funcionarios diplomáticos. Por el contrario, el país que tenía la mayor tasa de inmigración, hoy exhibe el porcentaje de exiliados más alto del mundo. Dos millones de cubanos son un testimonio político, pero además constituyen el testimonio de un fracaso como nación.
“La tragedia de nuestro pueblo ha sido no tener patria. Y la mejor prueba de que no tenemos patria es que miles y miles de hijos de esta tierra se van de Cuba”. La opinión no es la de un despreciable gusano de Miami, sino de Fidel Castro; pero claro, de un Fidel Castro que en 1956 se presentaba como demócrata y liberal, prometía la plena vigencia de las garantías constitucionales y aclaraba en todas las entrevistas que él no era ni fascista, ni comunista ni peronista. Interesante.
Es verdad que la revolución mejoró los índices de alfabetización y salud. La lógica igualitaria del régimen apuntaba en esa dirección, pero con algunos inconvenientes. Con relación a la educación, la revolución partió de un piso educativo elevado que luego amplió, iniciativa que le permitió, entre otras cosas, divulgar desde la más tierna infancia la obra del régimen y la idolatría a sus titulares. También en Cuba, en las cartillas escolares se enseña la letra F de Fidel, C de Camilo o Ch de Che.
Pero el otro inconveniente estructural que ha tenido la revolución ha sido su incapacidad para financiarse. A los formidables subsidios rusos se le sumaron los desopilantes errores económicos que llevaron, entre otras bondades, a liquidar la propia industria azucarera. Antes de la revolución, la tragedia cubana era el monocultivo. Después de la revolución, el monocultivo concluyó porque lo que vino fue la nada, la nada financiada por los rusos, los venezolanos después, más el sistemático incumplimiento de todas las deudas, tema del que los argentinos algo sabemos, porque también fuimos víctimas del comportamiento moroso de la dictadura.
Aquella revolución iniciada hace sesenta años languidece y en algún punto agoniza. Lo único que ha sobrevivido del régimen es el despotismo. Y su horizonte inmediato es más despotismo porque el régimen es incapaz de trabajar otro tipo de salida. La promesa de una nueva constitución es más un fraude que una promesa. La habilitación de actividades económicas privadas alcanzan a duras penas al alquiler de un cuarto o la habilitación de un comedor a los turistas, iniciativa a la que ahora se sumó la audaz decisión de privatizar la actividad de payasos en los cumpleaños infantiles. Alternativas al estilo Vietnam o China son miradas con escepticismo porque Cuba es hoy el paraíso no de la felicidad o el hombre nuevo sino del cinismo, desencanto, la corrupción y el sálvese quien pueda.