Miro el rostro de Agustina. La sonrisa le ilumina a el rostro. Es tan joven, es tan fresca, es tan linda en el sentido más noble de la palabra. Se la ve feliz. Los ojos lo dicen. Son ojos oscuros, ojos que ven y miran. Está cantando canciones que no conozco pero sus letras expresan lo que expresan las canciones de los adolescentes de todos los tiempos: el amor, la felicidad, la tristeza, las ganas de vivir… eso exactamente… las ganas de vivir… esa sed insaciable de futuro.
Lo voy a decir una sola vez: la mataron. El asesino -por lo menos uno de ellos, no sabemos si hay más- se suicidó. No importa su nombre. Por lo menos por ahora. Importa que en un fragmento de tiempo el asesino encarnó lo siniestro, el mal absoluto, esa sombra que acecha desde el fondo de los tiempos anunciando dolor y muerte. Y la víctima fue Agustina. Con sus 17 años, con ese bullicio de esperanzas, proyectos, ilusiones que se tiene a esa edad, cuando la vida se desborda por los cuatro costados.
¿Qué hacer con lo siniestro? ¿Qué hacer con el portador de la muerte que a su vez elige la muerte para él mismo porque tal vez ese lugar haya sido su residencia de siempre? ¿Qué hacer? Crímenes como los de Agustina, crímenes cuyo móvil exclusivo es lo siniestro y por lo tanto no es el poder, no es la venganza, no es el dinero, no es el sexo por más que se presente como pretexto, crímenes de esta naturaleza -repito- no se pueden perdonar, pero lo paradójico es que tampoco se pueden castigar. ¿Contradictorio? Sí, claro. No hay, no puede haber perdón para quien asesina en esos términos, pero lo mas trágico de todo es que cualquier castigo que se aplique -prisión perpetua, pena de muerte, latigazos, castración o lo que sea- no alcanza ni por cerca a reparar el daño hecho, el daño a ella, a Agustina… y el daño a la condición humana.
Que nadie interprete lo que no se debe. Estoy hablando del dolor, de la impotencia, de la derrota de la vida… estoy hablando del mal absoluto. El caso que hoy nos conmueve permite hacerlo porque el asesino se suicidó. Ya no está en nuestras manos el castigo, la sanción; a nosotros ahora solo nos queda la pena, la tristeza y en todo caso la promesa de hacer todo lo que de nosotros dependa para que lo siniestro no se abata una vez más sobre cada uno de nosotros. Para que el Mal, ese Mal que en este caso no es sinónimo de banalidad, como dijera Arendt, sea conjurado.
Mientras tanto -claro está- todo lo que se haga está bien. Salir a la calle a expresar el luto o la indignación; reclamar a policías, políticos y jueces que cumplan con su deber; educar a las nuevas generaciones en valores humanistas, valores que incluyan el respeto a la condición humana y en particular a la mujer, víctima de esa peste moral y espiritual que se llama machismo, patriarcado, y que en todos los casos es portadora de dolor, oscuridad y muerte, una peste cuyas víctimas -a no engañarse- por un camino o por otro somos todos: hombres y mujeres.
Pero hoy no me quiero apartar de Agustina. Que ninguna estadística, ninguna cifra, ninguna lúcida categoría teórica nos aleje un instante de ella, de su exclusiva humanidad, de esa contagiosa alegría que repartía con su sonrisa, de esos ojos oscuros como sombra fresca o pozo de aguas dulces y limpias, de esa voz pulida por esa inequívoca vibración adolescente.
No soy creyente, pero la pregunta es inevitable. Dios mío, ¿por qué la abandonaste?
Sí, esa es la pregunta. ¿Por qué Dios o el destino la dejaron sola en esa borrascosa fracción de tiempo? Miro el video de las cámaras de seguridad donde se registran sus últimos instantes, aunque -importa advertirlo- esa certeza la tenemos recién ahora, cuando ya no sirve, cuando ya no alcanza. El video dura algo más de dos minutos, dos minutos que de alguna manera expresarán la eternidad de Agustina, porque allí están registrados sus pasos, sus gestos y el silencio. También nuestra impotencia, nuestro deseo infantil de imaginar que podría ser posible obligar al tiempo a retornar, a volver sobre sus pasos, para advertirle a ella aquello que sabemos que es imposible.
Según se dice, son las 5:54 de la mañana. Agustina está en el parador ubicado -según me cuentan- al frente del boliche Teos. Espera a un costado mientras habla por teléfono. ¿Con quién? ¿Para qué? Cuatro muchachos están comprando algo en el kiosco. Son jóvenes, son varones. No la molestan, no le dicen una palabra, no le dedican una insinuación. Educados, cordiales. Buena gente. Compran lo que tienen que comprar y se retiran. Uno está tentado a imaginar o a desear, que cualquiera de ellos, de haber sabido lo que le esperaba, podría haberla defendido. Pero no. Nadie puede anticiparse al destino. Los muchachos se retiran. No sé si saben que ella es Agustina; tampoco sé si saben que esta será la última vez que la verán con vida. ¿Lo sabe Alguien? Tampoco lo sé.
Agustina compra un cono de papas fritas o algo parecido. Cuando se retira, llega otra chica. Vestido bordó. También sola. Se saludan. Una o dos frases. No más. Sin saberlo se está despidiendo. Agustina camina por una calle que parece de tierra o con un lejano mejorado. A un costado hay varios autos estacionados. Mientras camina parece que habla por teléfono. Sus pasos van en dirección a la ruta. Un utilitario blanco pasa al lado suyo. También un grupo de muchachos. Ella vacila. “Volvé Agustina. Volvé”. Vuelve sobre sus pasos y hace un pequeño rodeo en una rotonda en la que se distinguen los charcos de la lluvia y los pastos de algo que intenta parecerse a un cantero. Ahora sí camina hacia la ruta. Tranquila. Dicen que quedó con sus amigas en encontrarse ese medio día del domingo. Son las seis de la mañana del 13 de enero. Agustina camina sola hacia la ruta… dobla hacia la derecha y se pierde detrás de una línea de árboles. Ella seguramente no lo sabe, ninguno de nosotros puede saberlo porque es imposible saberlo, pero en ese instante, en la fracción de ese instante, es la mujer más sola del mundo. A pocos pasos acecha lo siniestro…