Manuel Peyrou nació en San Nicolás en 1902, pero su vida transcurrió en la ciudad de Buenos Aires a la que, según Borges, conoció y amó como pocos. En los antecedentes de nuestros relatos policiales se menciona al fundador Raul Waleis (en realidad el jurista Luis Varela) y luego nos trasladamos a la década del cuarenta en la que se destacan escritores como Abel Mateo, Enrique Amorim, el cura Castellani, el gran Velmiro Ayala Gauna y su comisario don Frutos Gómez y Mwnuel Peyrou, a mi juicio el más innovador. Sobre estos autores hay un amplio consenso en admitir que el relato policial argentino, tributario de la tradición anglosajona y cuyos exponentes centrales son Poe, Chesterton, William Wilkins Collins y Conan Doyle, tiene sus referencias locales en los dos cuentos de Borges: «El jardín de senderos que se bifurcan» y «La muerte y la brújula».
A Peyrou algunos lo comparan con Borges o con Bioy Casares, otros dicen que fue una versión local de Chesterton, pero en todos los casos estas observaciones, hechas con la mejor buena fe, subestiman el talento y el esfuerzo desplegado por Peyrou para construir con las herramientas de la mejor literatura universal, un relato policial propio, alejado de imitaciones y parodias.
Su máximo logro será la creación don Pablo S. Laborde, un criollo viejo, bigote gris, sabio y zorro, de saco y corbata, con cierto aire a compadrito y a doctor, que trajina por una Buenos Aires de malevos en el sur y caserones señoriales en el norte, una Buenos Aires de calles con adoquines y veredas anchas y arboladas, con coches tirados por caballos, con cafetines y bodegones en las esquinas. Don Pablo es ese veterano que resuelve enigmas y que en lugar de la pipa fuma cigarrillos armados, y en lugar del whisky toma ginebra, y en lugar de la morfina, matea, usando un calentador viejo y un mate y una bombilla que trajo alguna vez del campo donde durante años se desempeñó como administrador de estancias.
También se dice que Laborde es un personaje sacado de la mitología de Borges, afirmación injusta para Peyrou y que el propio Borges no admitiría porque, entre otras cosas, Peyrou y Borges eran contemporáneos y, además íntimos amigos.
Finalmente, la saga de don Pablo S. Laborde está relatada por su ahijado, un muchacho que, según sabemos, estudió en el Colegio Nacional y mientras avanzan los cuentos ingresa en la facultad de Derecho. Lo notable de la estructura de estos cuentos es que si bien la primera persona la usa el sobrino, Juan Carlos, las historias las cuenta don Pablo con su tono socarrón y sus ironías.
Peyrou, decía, fue muy amigo de Borges con quien compartió caminatas y charlas hasta el alba. Borges lo describe reservado, de pocas palabras, abierto al asombro y a los enigmas. Una formación literaria exquisita, es otro de los atributos que le reconocen, más esa absorbente pasión por Buenos Aires que le impedía salir de la ciudad y desestimar los pedidos de los amigos para que conociera París de Dupin y Víctor Hugo o el Londres de Dickens y Sherlock Holmes. Curioso, dice Borges, nunca viajó a Europa pero hablaba de París, Londres e incluso de Nueva York, como si se hubiera criado en esas ciudades a las que se había preocupado en conocerlas esquina por esquina.
Abogado que nunca ejerció su profesión, liberal y conservador al mismo tiempo, publicó notas en el diario La Prensa y algunos de sus cuentos fueron publicados por la revista Sur. Peyrou murió en 1974 y sus libros, la mayoría editados por Emecé, aún pueden conseguirse en Mercado Libre o en «Usados», porque no conozco que se hayan hecho nuevas ediciones. De Peyrou recomiendo los libros de cuentos: «La noche repetida», «El árbol de Judas», «La espada dormida» y «Marea de fervor». Hay una novela que mereció la aprobación de Borges que se llama «El estruendo de las rosas». Y hay tres novelas con un personaje, el periodista Horacio Vergara, que merecen ser leídas. «Acto y ceniza», «Se vuelven contra nosotros» y «El hijo rechazado».
Borges, cuando Peyrou murió, le dedicó este magnifico poema:
MANUEL PEYROU
Tuyo fue el ejercicio generoso
De la amistad genial. Era el hermano
A quien podemos, en la hora adversa,
Confiarle todo o, sin decirle nada,
Dejarle adivinar lo que no quiere
Confesar el orgullo. Agradecía
La variedad del orbe, los enigmas
De la curiosa condición humana,
El azul del tabaco pensativo,
Los diálogos que lindan con el alba,
El ajedrez heráldico y abstracto,
Los arabescos del azar, los gratos
Sabores de las frutas y las aves,
El café insomne y el propicio vino
Que conmemora y une. Un verso de Hugo
Podía arrebatarlo. Yo lo he visto.
La nostalgia fue un hábito de su alma.
Le placía vivir en lo perdido,
En la mitología cuchillera
De una esquina del Sur o de Palermo
O en tierras que a los ojos de su carne
Fueron vedadas: la madura Francia
Y América del rifle y de la aurora.
En la vasta mañana se entregaba
A la invención de fábulas que el tiempo
No dejará caer y que conjugan
Aquella valentía que hemos sido
Y el amargo sabor de lo presente.
Luego fue declinando y apagándose.
Esta página no es una elegía.
No dije ni las lágrimas ni el mármol
Que prescriben los cánones retóricos.
Atardece en los vidrios. Llanamente
Hemos hablado de un querido amigo
Que no puede morir. Que no se ha muerto.