Los hijos del poder

En una reciente entrevista, el hijo del narcotraficante colombiano Pablo Escobar explicó que, aunque a muchos les costara entenderlo, su padre se preocupó de que la familia no se viera involucrada en las atrocidades que él cometía. Hay opiniones divididas al respecto, pero pareciera que existe un amplio consenso en admitir que Escobar hasta en sus momentos más intensos de demencia criminal se esforzó por apartar a la familia de sus crímenes.

El hecho merece destacarse, porque esos escrúpulos no parecen haber desvelado a los jefes de la corrupción política en la Argentina ya que, como los hechos se encargan de confirmarlo periódicamente, sus hijos no solo están comprometidos con las trapisondas de sus padres, sino que en más de un caso se han transformado en operadores de los diversos negociados cuyos montos económicos y extensión siguen sorprendiendo a la opinión pública.

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La detención de Martín Báez podría ser considerada el inicio de un nuevo y truculento capítulo de esta suerte de culebrón criollo protagonizado por los titulares de una gestión política que se extendió durante doce años. Ahora, en el ya mítico pabellón 6 de Ezeiza se ha sumado a su resignada clientela uno de los hijos del poder, un personaje cuyo protagonismo en estas actividades adquirió estado público cuando la imperturbable cámara indiscreta lo filmó en la célebre Rosadita contando billetes verdes con el desparpajo y la indiferencia que suele otorgar la impunidad a jóvenes que suponen que la protección de sus mayores es absoluta.

«Hijos del poder» llama la prensa a Martín, Máximo, Florencia, Romina y la ya extendida lista de nombres de jovencitos portadores de apellidos de padres poderosos. «Hijos del poder» les dicen a quienes, además, se han ocupado con insólito descaro de ejercer ese rol que les otorgan su condición filial y los privilegios y beneficios que ese linaje les reconoce.

Fuente: LA NACION

La primera vez que vi en los titulares de los diarios la frase «Hijos del poder» fue con motivo del asesinato de Soledad Morales en la ciudad de Catamarca. Esto sucedió hace casi treinta años. María Soledad era entonces una adolescente de diecisiete años que estudiaba en un colegio religioso y que un sábado a la madrugada fue golpeada, violada y muerta por los que, al ritmo de las marchas del silencio promovidas por la hermana Marta Pelloni, adquirieron notoriedad pública nacional en calidad de criminales y merecieron la calificación de «hijos del poder».

Fueron esas movilizaciones las que pusieron en evidencia la naturaleza oscura, siniestra y sórdida del régimen presidido por el clan de los Saadi. Y fueron esas movilizaciones las que permitieron que los criminales fueran condenados.

«Hijos del poder». Así calificaron al hijo del diputado Ángel Luque, al hijo del jefe de la policía y al primo del gobernador de entonces. «Hijos del poder». También ese es el término que alude a los responsables del llamado «crimen de la Dársena» en Santiago del Estero y a los autores de la muerte de Paula Lebbos en Tucumán. «Hijos del poder» se califica hoy a los herederos de la cleptocracia kirchnerista. En todos los casos, «la familia», la pretensión de impunidad y los ilícitos: a veces el crimen, a veces los saqueos, a veces todo junto.

Algunas consideraciones históricas se imponen. Digamos, como punto de partida, que si bien la modernidad se propuso liquidar políticamente los privilegios proveniente de la sangre, la tarea se realizó a medias y -guste o no- las familias del poder existen y su legitimidad es aceptada por la sociedad.

El poder. De eso se trata. El poder que incluye a padres e hijos; el poder que posee una estructura, un lenguaje; el poder que se expresa como una red de relaciones y cuya presencia en la historia es tan decisiva como inevitable, tan seductora como peligrosa; a tal punto que la historia de la humanidad y la historia de una nación son, por un camino o por otro, la historia del poder, con sus tentaciones, sus atropellos y sus privilegios. El tema no es un detalle menor; por el contrario, es el tema central de la política: quiénes mandan, por qué mandan y con cuáles principios de legitimidad mandan son los interrogantes centrales que estamos obligados a responder.

Todo el andamiaje institucional del Estado de Derecho tiene como objetivo prioritario controlar el poder y ponerle límites. Las disidencias decisivas con los diversos populismos que asolan al siglo XXI giran alrededor de estas encrucijadas. En el tema que nos ocupa, la existencia misma del poder facilita la constitución de familias «poderosas» cuyos atributos, beneficios y responsabilidades se extienden a hijos y nietos. Las familias del poder existen, pero no son todas iguales y no todas se fundan en los mismos principios de legitimidad. Una familia dedicada a la política -pienso en los Kennedy, los Frei, los Bush- seguramente tienen sus luces y sus sombras, pero esos tonos y resplandores no son los mismos que los de un clan mafioso.

La distinción es pertinente porque importa indagar en aquellas familias cuyo fundamento de legitimidad es el ejercicio corrupto del poder, familias que responden a una lógica muy cercana a la de los clanes mafiosos. El caso de Martín Báez merece analizarse porque no parece ser un episodio aislado. A sus antecedentes y los antecedentes de sus padres se suman las causas civiles y penales por las cuales están procesados sus hermanos y los hijos de las familias que participaron de los beneficios del poder cleptocrático que gestionaron.

Los Kirchner, los De Vido, los López, los Báez son nombres paradigmáticos del régimen que ejercieron desde 2003. Al respecto, algunas interrogantes se imponen. ¿Era inevitable comprometer a los hijos en los «negocios» familiares? Pablo Escobar, por ejemplo, no lo hizo, pero, tal como se presentan los hechos, daría la impresión de que la lógica de toda «familia» exige la inclusión de los hijos en la gestión del poder, de modo que muy bien podría decirse que es la presencia de esos hijos la que le otorga a la «familia» esa identidad definitiva. El padrino, de Coppola, no hubiera sido posible sin esa gravitación de la familia.

La otra pregunta a responder es si los hijos han sido víctimas de la temeraria inescrupulosidad de los padres. En lo personal, no estoy tan seguro de esa «victimización». Si bien alguien podría postular que quien nace en un contexto familiar de ese tipo no puede eludir los compromisos de «hierro» que de allí se derivan, la experiencia enseña que sí es posible hacerlo, y cuando no lo hacen es porque sencillamente eligieron no hacerlo.

Estamos hablando en todos los casos de personas mayores de edad que se presumen responsables de sus actos. Si la señora Florencia Kirchner -por ejemplo- estimó que era responsable para entregar los atributos presidenciales a su madre, hay muy buenos motivos para suponer que también es responsable para saber de dónde provienen los millones de dólares hallados en su caja de seguridad, dinero a todas luces injustificado para quien, entre otros detalles, nunca ejerció un trabajo que por cerca le permitiera disponer de esa fortuna.

Digamos que estos hijos del poder no son inocentes y mucho menos víctimas. Y no solo no son víctimas, sino que en la mayoría de los casos disfrutaron y disfrutan hasta en exceso de los beneficios de ese poder legado por sus padres.

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