La grieta la creó el kirchnerismo, la disfruta el kirchnerismo y va a devorar al kirchnerismo. La organizó el régimen que gobernó al país durante doce años. El atril, la cadena nacional, los insultos, los escupitajos, la promesa de ir por todo y el espectro de Carl Schmitt, fueron sus rutinas y modos expresivos. Néstor y Cristina la instituyeron desde el poder. Y desde 2015 Cristina la fogonea desde el llano. Nunca dejará de hacerlo, como nunca dejará de ser una abogada exitosa y una política multimillonaria. Es su identidad y su única chance. Política y personal. Más allá, las rejas y la noche.
La responsabilidad de la grieta -los autores exclusivos de sus túneles, escondrijos y campos minados- es del kirchnerismo, y muy en particular de su claque dirigente, algunos en libertad, otros presos y muchos avizorando que su destino son las rejas. Entre 2003 y 2015 cavar la grieta fue el modo preferido del kirchnerismo para acumular poder. Y desde 2015 es el modo preferido de la causa K para recuperar el poder. El “vamos por todo” fue sustituido por el “resistamos con todo, para volver con todo y llevarnos todo”. Al pingüino como símbolo de los años de poder, le sucede el helicóptero, el símbolo, la imagen y el augurio del helicóptero.
No tengo registro ni memoria de que en el siglo veinte y en lo que va del siglo XXI un gobierno elegido por el voto popular haya sido asediado con tanta saña, incluso desde antes de ser elegido. Ese “beneficio” de que te declaren la guerra antes de asumir el poder no lo soportaron ni Yrigoyen ni Perón. Tampoco Illia o Frondizi. Y mucho menos los gobiernos electos desde 1983. Las oposiciones de cada momento a estos presidentes no les mezquinaron críticas, pero esa hostilidad salvaje desde el inicio, esa construcción impiadosa de un enemigo más perverso incluso que el jefe de una asonada militar, fue un privilegio que solo “disfrutó” el actual presidente.
El gesto más representativo, más elocuente, de estas hostilidades lo dio la Señora negándose a entregar el bastón de mando, el mismo, casualmente, que en el mandato anterior recibió de manos de su hija, como para dejar en claro cómo concibe el populismo el ejercicio del poder.
A partir de ese momento, la grieta desatada por el kirchnerismo se manifestó a través de trincheras, patrullas, comando y malones. Por lo menos en dos ocasiones el Congreso de la Nación fue asediado como el Fuerte Álamo. La ofensiva incluyó incendios y promesas de degollinas. Si los resultados no fueron los esperados no es porque no los hayan deseado, sino porque la sociedad no se los permitió.
A medida que la justicia ventilaba los escandalosos episodios de corrupción perpetrados por el régimen populista, la beligerancia se hacía más dura. Por derecha, por izquierda, en nombre de los pobres, en nombre de los ricos, el objetivo era liquidar al gobierno que se proponía poner en evidencia la naturaleza del régimen cleptocrático.
La estrategia incluyó las más diversas tácticas. La agitación, la violencia, la difamación, las intrigas. Políticos que en algún momento el populismo arrojó a la basura, fueron convocados -o mejor dicho tentados- a retornar al redil. Alberto Fernández y Felipe Solá son la expresión típica de ese reciclaje. Las ratas que huyeron del barco ahora retornan agitadas a la nave capitana.
Removidas las capas geológicas, reaparecían especímenes que se suponía que habían sido tragados por las aguas en el último diluvio. Eduardo Duhalde no podía faltar a esta cita. Con medallas más lustradas, pero envuelto en vendas parecidas, también se hizo presente Roberto Lavagna. Más que las diferencias políticas entre uno y otro, lo que importa son las sugestivas coincidencias: basta de hablar de corrupción. Duhalde fue un poco más lejos: indulto para todos. El hombre que en su momento se jactó de contar con la mejor policía del mundo, ahora estaría dispuesto a afirmar, sin que se le mueva un músculo de la cara, que Cristina Kirchner podría liderar el mejor gobierno del mundo. En nombre de la unidad nacional, la paz social, el amor a los pobres o embelezos semejantes, se intenta blanquear la corrupción y preparar las condiciones para una amnistía general o un indulto, faena a la que el populismo criollo suele prestarse a realizar desde 1983 a la fecha. Pero lo que Duhalde y Lavagna no deberían ignorar es que una vez cumplido su operativo de salvataje, los arrojarán a las mismas letrinas y a las fauces de los mismos leones, acusados de jefes mafiosos, economistas neoliberales o cómplices de los eternos enemigos del pueblo. Como se dice en estos casos: están avisados; después no vengan a llorar acerca de las ingratitudes de la vida, entre otras cosas, porque estos operativos salvataje le suelen salir muy caros al pueblo.
¿Qué se puede hacer políticamente con la grieta? Muchas cosas, menos desconocerla. Y mucho menos otorgarle más dimensión de la que tiene. La grieta existe y en política lo peor que se puede hacer es no hacerse cargo de ella en nombre de valores abstractos e ilusiones sonrosadas. Los acuerdos, la definición de objetivos comunes, la deliberación alrededor del futuro de la nación son necesarios y en algún punto imprescindibles. De hecho, en los últimos años se han dado pasos importantes en esa dirección. “Cambiemos” no hubiera podido gobernar sin una estrategia acuerdista con la oposición peronista y no peronista. Pero tampoco hubiera podido gobernar capitulando ante el régimen cleptocrático que asoló a la Argentina.
La lucha política es siempre lucha por el poder y lucha por los símbolos y los contenidos de ese poder. Incluye consignas, ideas, interpretaciones. Estar a favor de la paz, la vida, el aire puro y el amor, son encomiables deseos, pero para la política no alcanzan, porque son proclamas demasiado generales para hacerse cargo de la complejidad real de los conflictos.
Valgan estas consideraciones, para señalar el error, la torpeza o la pusilanimidad de quienes creen que la grieta con el kirchnerismo se resuelve sometiéndose a edulcoradas ilusiones. A fines de los años treinta Chamberlain y Daladier sostenían que el mundo no podía ni debía marchar a otra guerra, que la paz era un valor innegociable. Perfecto, impecable. El problema que esa perfección y esa impecabilidad no valen cuando quien está al frente es Adolfo Hitler. Winston Churchill debió librar una dura batalla política y parlamentaria para convencer a sus correligionarios del Partido Conservador que con Hitler no había acuerdos posibles. Y que todo acuerdo era una capitulación y un fracaso. “Les dieron a elegir entre el deshonor y la guerra; eligieron el deshonor y ahora tienen la guerra”.
Me importa el concepto político, no la situación histórica. Macri no es Churchill y Cristina no es Hitler. Pero lo que interesa preguntarse es qué pasa cuando las disidencias son absolutas y no se resuelven elevando oraciones al cielo o derramando cálidas lágrimas por los rigores de la vida. A quienes los avatares de la lucha política les producen tos o sarpullidos, les recuerdo que mucho más grave será el diagnóstico si se produce el retorno de lo peor.
¿Por qué no intentar un acuerdo? ¿Por qué no apostar al entendimiento? Porque, sencillamente, no se puede. No hay acuerdo posible con el kichnerismo porque todo acuerdo político debería incluir el indulto o la amnistía de la jefa. El único acuerdo que el kirchnerismo admitiría sería la de quemar los expedientes, borrar todos los testimonios y pruebas existentes y poner en libertad a lo que califican sin ruborizarse como presos políticos.
¿Es posible un acuerdo así? Para el kirchnerismo y sus aliados lo es. Para el compañero Bergoglio es muy probable que también lo sea. En 1983 un alineamiento parecido se producía con respecto a la amnistía de los militares. Y para bien de la Argentina y los argentinos la decisión fue otra. Treinta y cinco años después, liquidar la corrupción no solo como hábito moral, sino como sistema, es una tarea tan noble, justa y necesaria como fue en su momento liquidar el terrorismo de Estado.