Avenida Callao sin autos. Son las dos de la tarde. Todo parece estar suspendido. Cielo nublado. No hay silencio en el aire, pero la sensación es de silencio. Todo parece conjurarse para sugerir que algo importante está ocurriendo. La gente se amontona en las veredas. Desde los balcones de los elegantes departamentos de avenida Callao cuelgan banderas celestes y blancas. La policía vigila pero no está tensa. No hay signos de violencia en la tarde. Tampoco de tumultos. La que ha ganado la calle es la gran clase media argentina. Acá no hay barras bravas, ni lúmpenes arreados por el choripán y la promesa de algunos planes sociales. No es la chusma la que está en la calle. Es la sociedad, la gente, o si la palabra a alguien le reconforta o le dice algo, el pueblo.
Los hombres y mujeres que esperan la llegada del cortejo están tranquilos. En algunos, el rostro algo tenso por la tristeza del duelo; en todos algo así como una esperanzada serenidad. Hay muchos jóvenes. Muchos ancianos. Hay chicos a los que sus padres llevan tomados de la mano o subidos a los hombros. Hay tristeza, por supuesto. Todos estos hombres y mujeres que han salido a la calle, que han esperado cuatro o cinco horas para despedir a Alfonsín en el Congreso, saben que le están diciendo adiós al hombre que mejor los representó, al político que les inspiró los mejores ideales, al dirigente que supieron reconocer hasta en sus errores.
Nunca tuve la oportunidad de ver desfilar a los granaderos en la calle. Ayer pude verlos. Fue emocionante. Verlos llegar con sus uniformes, montados en sus caballos. Dignos y marciales. No soy nacionalista, pero en ese instante, cuando los vi avanzar por avenida Callao, sentí en lo más íntimo el orgullo de ser argentino.
Después el cortejo. Nunca lo hago, pero esta vez decidí confundirme con la gente, dejarme llevar por la multitud hacia la Recoleta. Recordaba que Borges, que tantas veces caminó con Bioy Casares por esos parajes, decía que en ciertas circunstancias históricas una manifestación popular puede ser un acto de dignidad colectiva. Tuve el honor y el privilegio de participar en un acto de dignidad colectiva.
Desde los balcones llueven flores. La gente aplaude y entona el nombre de Alfonsín en los más diversos registros. Porteños y provincianos avanzan unidos en la misma pena, en idéntica nostalgia y en parecidas esperanzas.
Pienso que es la despedida más importante que un pueblo le hace a un político desde la muerte de Perón. Con las diferencias del caso, claro. Estas expresiones de un pueblo escapan a toda planificación. A todo cálculo. En estos momentos desaparecen los operadores, los maniobreros políticos. El pueblo en la calle los desborda. Estos hechos ocurren en circunstancias excepcionales y con personajes que por un motivo u otro han sabido merecerse ese honor.
Perón ha sido uno de ellos. Alfonsín ha sido el otro. “El mejor de nuestra generación”, va a decir Solari Yrigoyen. Todos hablan del político de raza, del dirigente con convicciones, del adversario leal, del hombre honorable, del demócrata cabal. Todo esto es cierto. Pero en estas consideraciones falta algo. Políticos decentes han habido, demócratas convencidos también. Pero todos estos datos no terminan de explicar esta manifestación colectiva.
¿Qué más falta para entender el noble espectáculo que se despliega ante mis ojos? Falta ese elemento inconsciente que siempre suele estar en estas jornadas y que constituyen los fundamentos que explican estos comportamientos colectivos. Lo percibí con nitidez en cierto momento, cuando desfilaba con la multitud hacia la Recoleta. Esos hombres y esas mujeres que marchaban con el nombre de Alfonsín en los labios intentaban recuperar algo que habían perdido, algo que en algún momento creyeron suyo y que por esos avatares del destino se lo habían quitado.
La muerte de Alfonsín en cualquier momento hubiera expresado manifestaciones colectivas de pesar. Pero en esta puntual circunstancia histórica ese pesar incluía un reclamo. La nostalgia nunca es gratuita. Se llora el pasado porque hay una ausencia en el presente. Se evoca al político tolerante, al demócrata leal, al pacifista convencido porque se sospecha que ésos son los valores que faltan. Retornar a 1983 es imposible. Recuperar aquellos valores es una ilusión, tal vez un desafío, en todos los casos una esperanza. La esperanza, la asignatura pendiente de esta democracia argentina, que el hombre que la multitud llevaba prácticamente en sus brazos para el descanso definitivo supo expresar e interpretar mejor que nadie.