Mi Santísima Trinidad en el policial negro está integrada por Ross Macdonald, Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Y en ese orden. De vez en cuando me asalta un leve sentimiento de culpa por colocar al viejo Chandler en un segundo lugar, justamente él que fue quien me inició en la novela negra y me presentó a ese personaje formidable que se llama Philippe Marlowe. De todos modos, y pensándolo bien, Chandler al tirón de orejas se lo merece, porque un escritor de su calidad ni ebrio ni dormido puede escribir las boludeces que escribió contra Macdonald mientras ponderaba al autor de Perry Mason. ¿Que le pasó? No lo sé. Tropezones que padecen tipos grandes cuando se casan con mujeres formidables dieciocho años más grandes que ellos y que le advierten con un levísimo movimiento de cejas que Macdonald le gusta más que él y a la que poco le importa que alguna vez le haya confiado a un amigo «todo lo que escribí fue apenas fuego para que ella se calentara las manos.
Cierro la indiscreta correspondencia de Chandler y regreso a Macdonald y a Lew Archer. No hay con que darle. Son trece novelas con las uno pude pasarse la vida leyendo para descubrir en cada lectura un nuevo perfil, un nuevo tono o una nueva revelación. ¿Solo trece novelas? ¿No es que escribió diecinueve? Es verdad. Y también es verdad que a la hora del balance todas son buenas, pero las excelentes no comienzan en 1949 con El blanco móvil, sino en 1954 con Costa Bárbara.
Las cinco o seis anteriores no son más que una preparación para lo que vendrá a partir de Costa Bárbara. E s más, a partir de ese momento Macdonald se supera con cada novela y se supera contando siempre la misma historia pero cada vez mejor.
Los críticos le atribuyen a Roos Macdonlad haberse enredado con Freud y no han faltado audaces que dijeran que Lew Archer fue el primer psicoanalista de la novela negra. Puede haber algo de verdad en todo esto, pero solo algo, porque lo que importa en literatura no son las hipótesis o las teorías que se desempolvan, sino la literatura misma, cómo los personajes se precipitan en las sombras del pasado y cómo Archer recoge esas cenizas, esos restos y trata de devolverles algo de humanidad.
Yo recomendaría iniciarse con Archer a partir de su última novela, es decir «El martillo azul», escrita en 1976 con un Archer sesentón, desencantado pero íntegro, sospechando de las acechanzas de la vejez, pero con el coraje necesario como para enamorarse aunque más no sea para olvidar de una vez por todas a su adorable Lou, su primera mujer y esposa que lo abandonó para siempre y a la que sedujo en su momento bailando lentamente «Sentimental Journey» con la voz de Ella Fitzgerald.
Después dle Martillo azul, avancen hacia La bella durmiente, El hombre enterrado y La mirada del adiós. Y punto. Allí hay que hace una pausa de unos meses o tal vez unos años pera evitar indigestiones o complicaciones parecidas. En el interín pueden incursionar en sus primeras novelas: El blanco móvil y La piscina de los ahogados, llevadas al cine con un Paul Newman haciendo de Archer o Harper, interpretación que con muy buena voluntad merecería calificarse de regular, aunque Newman se le pueden perdonar esos errores porque después de hacer «El buscavidas», con George Scott y la dirección de Robert Rossen, todo lo demás le está permitido, incluso Martín Ritt y Tennessee Williams.
Un gambito interesante con Macdonald es curiosear a su esposa, Margaret Millar, a mi juicio una de las grandes novelistas de su tiempo, algo ninguneada por ser justamente la esposa del creador de Lew Archer, drama no muy diferente al que padece la excelente Siri Hustvedt, casada con Paul Auster y vuelta a vuelta presentada como la esposa de…
Hecho este paréntesis conyugal, se puede retornar al mejor Macdonald, al Macdonald de «Los maléficos», «El caso Galton» -para algunos lo máximo- «La Wicherly», «El coche fúnebre a rayas», «El escalofrío» -para otra pandilla de admiradores, por lejos lo mejor de lo mejor-, «El otro lado del dólar» y «Dinero Negro», una saga de novelas que le permitieron a la gran Eudora Welty afirmar a boca de jarro que las novelas de su amigo Ross son lo mejor que se ha escrito en Estados Unidos.
Ross Macdonald murió en 1983, a los 67 años, derrotado por el Alzheimer. Ese final, Lew lo vio venir, porque él mismo sentía los síntomas que hundirían en las sombras a su promotor. ¿Que se hizo de Lew Archer? Nadie lo sabe. Ni la bella e ingrata Lou. Quienes quieran acercarse a él, leen las novelas, y si eso no les alcanza, escuchen «Sentimental Journey», pero solo por Ella Fitzgerald.
Betty bostezó y volvió a dormirse. Permanecí despierto y contemplé su rostro que comenzaba a perfilarse en la lenta alborada. Un rato después pude ver el pulso azul y regular de su sien. El latido del martillo azul silencioso que significaba que aún vivía. Confié en que el martillo azul jamás se detuviera,
Ambos tenían una extraña mirada en sus rostros, como si los dos estuvieran al borde de la muerte. Como si realmente desearan matarse y dejarse matar. Yo conocía esa mirada de despedida, la mirada del adiós.
Fundimos nuestras soledades una vez más, en algo que era menos que el amor pero más dulce que estar solos
Un revolear de hojas me despertó momentos antes del amanecer. Un viento ardiente penetrada por la ventana del dormitorio. Me levanté, la cerré, me tendí en la cama y escuché el murmullo del viento. Al cabo de un instante amainó. Otra vez me levanté y volví a abrir la ventana. el aire frío, con olor a océano fresco se volcó en el departamento. Volví a la cama y dormí hasta que, por la mañana, me despertaron mis grajos. Los sentía míos. Entre ellos había cinco o seis que se turnaban bombardeando el alféizar de la ventana con revoloteos para luego batirse en retirada hasta la magnolia de la casa vecina.
Sentí por un momento que se estaba repitiendo una vieja historia, que todos habíamos estado allí antes. No recordaba exactamente de qué historia se trataba ni cómo terminaba, pero sentía que de algún modo la conclusión dependía de mí.
Yo elegí esta profesión o ella me eligió a mí. Me obliga a bucear con el dolor humano, peor no quiero cambiar de trabajo.
Intenta escucharte a ti mismo alguna vez, solo en una habitación transitoria, en una ciudad extraña. Lo peor es cuando quedas en blanco, y los fantasmas rubios cenizas del pasado realizan largas llamaradas de larga distancia en twitter con tu oído interno y no hay forma de colgar
Regresé a mi departamento en Los Ángeles Oeste y bebí hasta sumirme en un estupor moderado. Aun así, no dormí muy bien. Me desperté en la mitad de la noche. Una llovizna golpeaba contra la ventana. El whisky se estaba disipando y me vi a mí mismo en una llamarada de pánico: un hombre de mediana edad, yaciendo solo, en la oscuridad, mientras la vida pasaba a su lado como el tránsito que corre por la carretera.
Estaba muy cansado y me dejé atrapar por las preguntas y, de pronto, descubrí que me inquietaban. Eran los mismos interrogantes que yo me había formulado aunque nunca precisamente en esos términos. Después de todo, quizás la verdad que yo estaba buscando nada tenia que ver con el mundo. Había que subir a la montaña y esperarla; o encontrarla en uno mismo.
Mientras avanzábamos por el sendero y nos hundíamos en las sombras vespertinas de la casa, sentí el paso del pasado como una atmósfera muy densa que me impedía respirar.
León y yo le seguimos por un estrecho callejón entre dos filas de coches destrozados. Con sus delanteras y capotas plegadas, parabrisas rajados, guardabarros arrancados, techos caídos, asientos destripados y neumáticos reventados, me hicieron pensar en un gran desastre automovilístico. Algún buen observador tendría que estudiar los cementerios de automóviles, pensé, como estudian las ruinas y vasijas de civilizaciones desaparecidas. Podría sacar de allí alguna explicación de por qué nuestra civilización también está desapareciendo.
.
Recordé una especie de poema o parábola que Susanna me había citado años atrás. Un pajarito entraba por una ventana, en el extremo de una sala iluminada, atravesaba volando toda la sala y salía a la oscuridad por otra ventana: la imagen de una vida humana. Los faros de los coches que surgían a lo lejos, pasaban raudos y se perdían otra vez; me recordaron el pájaro fugazmente iluminado de Susanna. Sentí ganas de tenerla conmigo.
Trato de estar del lado de la justicia y cuando no se puede de lado del más débil.
.