En El mito de Sísifo, Albert Camus inicia su ensayo interrogándose sobre el suicidio, para plantear que responder acerca de por qué un hombre decide quitarse la vida es el interrogante decisivo de la filosofía. Lo que vale para todos los hombres adquiere una singular relevancia cuando se trata de los hombres del poder.
Puede que a algunos les parezca extraño que estos hombres arrogantes, altaneros, hombres que decidieron sobre el destino de una nación, cuando no sobre la vida o la muerte de muchas personas, en algún momento se maten. ¿Un acto de debilidad? Tal vez, pero también podría pensarse que se trata de su último gesto de soberbia. “Yo decidí mi vida, yo decido mi muerte”. El último acto, el acto que suele encerrar la clave de una vida.
Alan García se ajusta bastante a esta hipótesis. Conoció el poder desde muy joven, de hecho fue el presidente más joven de la historia de Perú. Su maestro, Víctor Raúl Haya de la Torre lo consideró su mejor alumno y se dice que realizo gestiones para que pueda estudiar en Madrid y luego en París, en un tiempo en que se estimaba que para ser un político en serio era necesario haber leído algunos libros.
Llegó a la presidencia de la nación en 1986 y 33 años después se quitó la vida. Fue su decisión. A su muerte la preparó con tiempo y en la intimidad. No fue un arrebato pasajero y ningún detalle quedó librado al azar: el revólver, con su nombre inscripto, estaba cargado y el pulso no le tembló, como tampoco le tembló el pulso cuando en 1992 enfrentó armas en mano a la patrulla enviada por Fujimori para detenerlo.
Los motivos de la muerte de García fueron políticos, pero ¿puede esperarse otra cosa de alguien que hizo de la política la razón exclusiva de su vida? ¿O qué otras consideraciones, por ejemplo, tuvo Getulio Vargas cuando en 1954 decidió quitarse la vida dejando una carta dirigida al pueblo en la que decía: “Les di mi vida, ahora les ofrezco mi muerte? ¿Y acaso no fueron políticas las razones o las pasiones que lo llevaron a Salvador Allende a descerrajarse un tiro cuando los aviones bombardeaban el Palacio de la Moneda y él decidió cumplir con la palabra comprometida, de que no lo sacarían vivo de su despacho?
¿Y no fueron políticos los motivos que llevaron a un genocida como Adolfo Hitler a matarse en el bunker de la Cancillería levantado en el centro de un Berlín en ruinas, mientras un puñado de soldados clavaban la bandera roja con el martillo y la hoz en el techo del Reichstag? ¿Y qué soledades y qué remordimientos y qué pesadillas y culpas lo arrastraron a Osvaldo Dorticós a quitarse la vida, decisión no muy diferente a la que tomó en su momento Haydeé Santamarina, considerada por la propaganda castrista como la heroína de la revolución cubana?
Pareciera que los hombres del poder descubren en un instante o en un momento de su existencia que no les queda otra salida que la muerte, su propia muerte. No todos los hombres del poder tienen el mismo fin y hay diferencias, en algunos casos abismales, en las causas que defendieron, pero más allá de los oropeles, los privilegios y la crispada voluntad del poder, pareciera que, como escribió Oscar Wilde: ”Somos nuestro propio demonio y hacemos de este secreto nuestro propio infierno”. Demonios con los que los hombres del poder juegan peligrosamente y en más de un caso ese juego en el corazón del infierno los fascina.
¿Alan García está incluido en estas consideraciones? Por supuesto que sí y con independencia de las singularidades de su propia biografía y los arrebatos finales de personalidades ególatras y narcisistas. ¿Murió en su ley? Es probable. Pero su muerte no altera el juicio de los hombres y de las instituciones que él juro alguna vez defender.
Dice en uno de los párrafos de su carta de despedida: “He visto a otros desfilar esposados guardando sumiserable existencia, pero Alan García no tiene porqué sufrir esas injusticias y circos”. La carta dice de él más de lo que él mismo sospecha. García debía someterse a las leyes de un estado de derecho. Quienes allanaron su casa lo hicieron con orden judicial. La patrulla policial no respondía a las órdenes de una dictadura o de un déspota. Era un expresidente de la nación no el gaucho Hormiga Negra. Lo suyo entonces no fue un acto de resistencia sino una huida. ¿Prefirió ser juzgado por Dios y no por los hombres? Puede ser. Pero lamentablemente en estos pagos del planeta Tierra los hombres debemos responder en primer lugar a las leyes de los hombres. ¿Y Dios? A Dios en estas casos conviene dejarlo tranquilo.
¿Dónde ubicar a García? Imposible dar una respuesta exclusiva, pero si podemos ensayar algunas hipótesis ¿Por qué no pensar, por ejemplo, que el disparo que se descerrajó fue un disparo a la maldita corrupción, a esa tentación que acecha como una serpiente a los hombres del poder?
Una última consideración en homenaje al cine. Cuando en el Padrino III un Michel Corleone envejecido y desencantado lanza un grito de dolor inmenso ante el cadáver de su hija que acaba de ser ejecutada por un sicario, ese grito es el que Michel debería haber lanzado aquella noche lejana cuando decidió en una cantina italiana asesinar al turco Sollozo, iniciando así su carrera de mafioso. ¿Por qué no pensar, entonces, que García no se suicidó esa mañana de abril de 2019, sino el día en que eligió en nombre del becerro de oro del poder ser otro, alguien muy diferente al jovencito que aspiraba seguir las enseñanzas y la conducta de don Víctor Raúl Haya de la Torre?