En 1868, el presidente Bartolomé Mitre concluye su mandato y en octubre de ese año entrega los atributos del poder a Domingo Faustino Sarmiento. Para esa fecha tiene 47 años y ha conocido todos los laureles de la gloria y todos los sinsabores de la derrota. Para entonces, Mitre había sido jefe militar, político, ministro, legislador, gobernador de Buenos Aires y presidente de la Nación. Dejó la presidencia sin interferir en la designación de su sucesor; dejó el poder político con la república constituida, con una Corte Suprema en la que la mayoría de sus integrantes no eran mitristas. Para 1868, aún no había terminado la Guerra del Paraguay, esa guerra que él mismo admitió que «fue aceptada por necesidad, nunca fue popular y para todos fue dolorosa».
Tenía 47 años y aún le quedaban 40 años de vida, en los que continuaría escribiendo algunas de sus mejores páginas. Había nacido en la ciudad de Buenos Aires el 26 de junio de 1821. Su condición de porteño, sin embargo, nunca le impidió perder la perspectiva nacional. «Amo como el que más al pueblo de Buenos Aires -dijo-, pero alzo mi voz para decir que mi patria es la República Argentina y no Buenos Aires». Esto lo decía el hombre que terminaba de lograr la hazaña cultural de «vestir de celeste liberal» a esa Buenos Aires que Juan Manuel de Rosas había vestido de rojo punzó.
Es un niño de menos de diez años cuando su padre intenta iniciarlo en las faenas camperas y lo envía a la estancia de Gervasio Rosas. La carta que meses después envía don Gervasio a Mariano Mendiburu para que le informe a don Ambrosio Mitre es inolvidable: «Dígale a don Ambrosio que aquí le envío este caballerito que no sirve ni servirá para nada, porque cuando encuentra una sombrita se baja y se pone a leer». Veinte años van a pasar para que la familia Rosas sepa que ese caballerito que no sirve para nada será el artillero en Caseros y pocos meses después, el político más popular de Buenos Aires.
A los 33 años, es un político a tiempo completo. Su oratoria entusiasma a la platea porteña, y a su paso ya se escuchan los «viva Mitre», consigna que lo habrá de acompañar durante décadas. «Pero si es apenas un niño», exclama un Alberdi fastidiado por las noticias. Tal vez algo tarde, Alberdi descubrirá que el «niño» cautiva la plateas con su oratoria en los debates parlamentarios y, cuando las circunstancias lo imponen, toma las armas dispuesto, como dirá cuando una bala le roce la frente, «a morir de pie como un romano».
Fue un político de convicciones, pero esas convicciones incluían la búsqueda de acuerdos. Su biografía política podría trazarse a partir de esa secuencia de acuerdos con Urquiza, con Avellaneda, con Roca. Disfrutó del privilegio de mirar con sus propios ojos la Argentina que pensaron con Alberdi y Sarmiento. El sanjuanino interroga a Facundo Quiroga para encontrar la clave; Mitre interroga a San Martín y a Belgrano, y desde allí elabora su idea de nación y las tareas políticas necesarias para organizar el Estado. Hay una nación preexistente que es la patria de todos los argentinos, postulará. Es un político con conciencia histórica, que se hace cargo de que en el presente hay problemas e injusticias, pero por debajo de esas apariencias hay una sociedad viva, pujante.
Creyó en la Argentina, y esa fe no la perdió nunca; era la fe de un político serio, de un historiador que se esforzaba por mirar más lejos hacia el pasado y hacia el futuro. Su sentido de la realidad le impedía creer en utopías, pero jamás se resignó a los imperativos de los real. Fue un intelectual a tiempo completo. Escribía en los campamentos, en los despachos presidenciales y legislativos. Y cuando se retiraba de la vida pública su principal preocupación eran el estudio y la escritura. Poseía la avidez de conocimientos de un autodidacta y la precisión por el detalle propia del artillero.
Era serio y formal; comprensivo y tolerante. No amaba el dinero ni el lujo, pero amaba la gloria. No era vanidoso, pero era orgulloso. Su valor se disimulaba detrás de un aire melancólico que podía confundir a algún distraído. Una tarde ingresa al campamento de Venancio Flores y el caudillo ladino, para poner a prueba al porteño botarate, le ordena al perro que lo ataque. Mitre no se altera: saca el rebenque que lleva en la cintura y dos o tres rebencazos le alcanzan para poner al perro fuera de combate. Después, sigue caminando como si nada hubiera pasado. Era un amigo leal, pero podía llegar a ser un enemigo implacable. Controlaba sus pasiones y se esforzaba por no exteriorizar ni la alegría ni la tristeza. No era extrovertido ni dicharachero. Tampoco era lo que se dice un hombre divertido, aunque Lucio Mansilla alguna vez dijo que Mitre tenía mucho más humor que los mitristas.
Asumía los riesgos como si no le importaran las consecuencias. Como los héroes de Hemingway, cultivaba la elegancia en el sufrimiento y, como los personajes de Borges, crecía en la derrota. Como los grandes dirigentes de todos los tiempos, sabía conservar la sangre fría y la mente despierta en los momentos de peligro.
En su larga vida conoció la victoria, los fracasos, las aclamaciones del pueblo y su silencio helado, los halagos más generosos y las críticas más duras. Nunca dejó de ser él mismo: algo taciturno, algo impasible, enérgico sin exageraciones, valiente sin fanfarronería, inteligente sin ostentación. Nunca sobornó con dádivas al pueblo; nunca lo compró con adulaciones y promesas. Ese desprecio a la popularidad -dice Octavio Amadeo- es el origen de su popularidad.
No se trata de agregarle al mármol más mármol, al bronce más bronce y a la adulación más adulación. Mitre fue austero por convicción y elección de vida. No practicaba la «modestia», pero jamás se le hubiera ocurrido presentarse como «exitoso». Prefería la soledad a las multitudes; el estudio a la disipación. En sus últimos años, era habitual verlo caminar por las calles de Buenos Aires con su típico habano y su infaltable chambergo, rodeado del discreto y admirativo silencio de hombres y mujeres, de amigos y adversarios, de jóvenes y viejos.
La anécdota es conocida, pero es necesario tenerla presente. El presidente Julio Argentino Roca le dice a un diplomático cuando pasan caminando por delante de la casa de Mitre: «Ahí vive un hombre que sin Congreso, ni ejército, ni escuadra, ni otra cosa que su nombre, es el hombre más fuerte que existe en la república». Y Roca no era amigo de andar regalando elogios.