Resulta «fácil» criticar a Fernando de la Rúa porque efectivamente esa Alianza que él presidió fracasó, aunque la letra última aún no se ha escrito y muy en particular aquellas circunstancias visibles e invisibles que estuvieron presentes a la hora de la crisis que culminó con su renuncia.
La imagen del helicóptero levantándose como un pájaro sombrío desde la terraza de la Casa Rosada, mientras en el centro de la ciudad todos los demonios que nos acechan parecían haberse citado, se transformó en un símbolo y en un deseo: el símbolo del fracaso político y el deseo morboso de precipitar el fracaso.
Después De la Rúa se llamó al silencio. Tomó la decisión de callar y en esa decisión austera, empecinada, hubo un temple y una dignidad que a la hora de su muerte merece reconocerse. Su gobierno fracasó, es cierto, como también es cierto que se hizo cargo de ese fracaso. Para Borges, la derrota posee una nobleza superior. No sé si estas consideraciones lo alcanzan a De la Rúa. Resulta difícil ubicar en un capítulo de la épica las jornadas ruinosas de aquel diciembre de 2001, cuando la sensación de fracaso nos embargaba a todos los argentinos.
No fue un héroe derrotado, pero sí fue un hombre que supo vivir con dignidad su derrota. Durante dieciocho años no salió de su boca una palabra de reproche a opositores y correligionarios. Marchó al silencio y además decidió hacerlo. Sus impiadosos adversarios podrán acusarlo de aburrido, pero nadie se atrevió a poner en discusión la entereza moral de este hombre que descubrió la política de la mano de su padre, radical y sabattinista.
¿Importa decir que fue un hombre honesto, un político decente? No sé si les importa a todos, pero a muchos argentinos ese «detalle» todavía nos importa. De la Rúa no saqueó al Estado, no se enriqueció en el poder, no se le conocen testaferros porque sencillamente nunca los necesitó.
Les guste o no a algunos de sus correligionarios, fue un radical a tiempo completo. Senador, diputado y jefe de gobierno. Durante más de veinticinco años fue el político más querido del electorado porteño. El romance se inició en abril de 1973 cuando derrotó en las urnas a un nacionalista conservador que alguna vez había simpatizado con el Duce.
Algunos dijeron que siempre fue la derecha de la UCR, otros lo acusaron de cosas peores, pero lo que nunca nadie pudo poner en discusión fue su condición de radical. Y aquellos radicales que lo niegan o miran para otro lado cuando escuchan su nombre, deberían tener presente que, en tiempos difíciles para la UCR, De la Rúa fue su principal -y a veces exclusiva- carta ganadora.
Pienso en 1973 con Sánchez Sorondo, cuando en la Argentina hasta las piedras parecían ser peronistas, pero sobre todo en la complicada década del noventa, cuando el menemismo parecía imparable y los reproches a la UCR por la hiperinflación arreciaban, las sucesivas victorias electorales de De la Rúa en la ciudad de Buenos Aires mantenían viva la fe en el partido de Alem e Yrigoyen.
Entre 1983 y 2000, De la Rúa se dio el gusto de derrotar a los peronistas en todas y en cada una de las compulsas electorales. A Carlos Ruckauf, a Avelino Porto, a Jorge Domínguez y a Eduardo Duhalde. Fue candidato a presidente en 1999 después de una interna que fue un lujo para los argentinos, ya que compitió con esa gran mujer que es Graciela Fernández Meijide.
La historia y los historiadores de aquí en más tienen la palabra. Pero la memoria de sus contemporáneos también tiene algo para decir. Decir, por ejemplo, que su presidencia concluyó mal a pesar de que convocó para que lo acompañaran a quienes se consideraban los políticos más progresistas de su tiempo, lo que obliga a pensar que un gobierno es, citando a Ortega y Gasset, «sus circunstancias» y estas a veces se manifiestan como una red que asfixia y paraliza.
Es verdad: la muerte no hace a nadie ni más bueno ni más malo, pero admitamos que su intervención tampoco es un episodio menor en la vida de un hombre. De la Rúa murió un 9 de julio y sus adversarios manifestaron su respeto al político y al hombre.