Elegir entre un país autoritario o una Argentina republicana

Hemos «inventado» un sistema electoral que puede llegar a hacer posible que en las elecciones PASO convocadas para este domingo se elija el presidente que nos habrá de gobernar hasta 2023. No deja de ser una ironía de nuestra política criolla que lo que debería ser un proceso de selección interna de candidatos partidarios se haya transformado en algo así como una primera vuelta de un singularísimo ballottage de dos o tres tiempos.

El domingo, por lo tanto, habrá que ir a votar, porque si uno de los candidatos obtiene una diferencia de más de diez puntos, la primera vuelta prevista para octubre corre el riesgo de transformarse apenas en un trámite. Por lo pronto, y más allá de justificaciones razonables, resulta algo insólito un sistema electoral que se parezca a esta singular emboscada, es decir, una ley elector que convoca con un objetivo cuando las expectativas reales de poder son otras.

No concluyen allí las originalidades de nuestra actual cultura política. El candidato a presidente de la principal fuerza opositora es más un delegado que un candidato. Y lo sorprendente es que el poder delegante lo ejerce la candidata a vicepresidenta. Gracias precisamente a esa maniobra, Alberto Fernández se ha visto obligado a dedicar la mitad de sus inspiraciones discursivas a explicar que si llegara a ganar el presidente será él, esfuerzo retórico que pone en evidencia su debilidad o su inseguridad; esfuerzo no muy diferente al que, en caso de ser electo, debería haber realizado un Daniel Scioli asediado por Zannini y Cristina. Esta suerte de gambito político tramado por la cúpula K, ha dado lugar a que palabras como «doble comando», o evocaciones históricas a los tiempos de Cámpora, o disparatadas especulaciones de índole conspirativa, se hayan instalado en el centro del escenario, incluyendo inevitables preocupaciones y sobresaltos, porque un mínimo de memoria histórica nos recuerda que a los argentinos no nos ha ido bien cuando el populismo urdió -en un pasado relativamente cercano- simulacros políticos con el poder, transformando sus impiadosas -cuando no sanguinarias- rencillas internas en el Estado, en turbulencias trágicas para toda la sociedad.

La tercera singularidad de ese proceso electoral es que la principal imputación al régimen kirchnerista, es decir, su condición de cleptocracia -tal como la calificara en un excelente artículo el profesor Luis Alberto Romero- no está en el centro del debate. Corresponde señalar al respecto que la categoría «cleptocracia» más que referirse a una cuestión moral o jurídica, advierte sobre un orden estatal de naturaleza cleptocrática, un orden que excede incluso a la administración kirchnerista, pero que halló en esta gestión su expresión más sistemática. No debatir la naturaleza y la índole de un régimen cleptocrático es una omisión tan sospechosa como negarse a discutir el autoritarismo de una dictadura militar, el absolutismo de una monarquía o los abusos de una teocracia.

Aunque parezca un juego de palabras, en estas elecciones estamos convocados a elegir algo más que el logo de una boleta, incluso, algo más que una gestión presidencial. Los rumores que circulan nos advierten que la Argentina posterior a estos comicios no será la misma. Que gane quien gane, para bien o para mal, algo importante puede cambiar por muchos años.

Que por primera vez desde 1928, un presidente no peronista concluya su mandato y que, a pesar de las serias dificultades económicas por las que tuvo que atravesar, esté en condiciones políticas competitivas de disputar el poder, es una señal a la que convendría prestar atención, mucho más si se registra que esta actual vigencia se sostiene a pesar de que en estos cuatro años el Gobierno fue acosado por una oposición dedicada a la práctica de las más diversas maniobras desestabilizadoras, desde antes, incluso, de que asumiera el poder. Si las categorías poseen algún valor, podría decirse que en estas elecciones disputarán el poder la Argentina autoritaria, corporativa y decisionista, y la Argentina liberal, republicana y deliberativa. El corte no es ni lineal ni prolijo, y además cada una de estas tendencias incluyen a sectores moderados y radicalizados. El corte no es lineal, pero alcanza para identificar la identidad de los contendientes, incluso sus tensiones internas, muy en particular las de un kirchnerismo oscilante entre un populismo que -por lo menos en los papeles- reclama su identidad con el Estado de Derecho, y un populismo desbordado, encabezado por su máxima líder y que no puede ni quiere disimular sus afinidades con el experimento político de Hugo Chávez.

En un plano más realista y descarnado, digamos que si admitimos que las relaciones reales y efectivas de poder de la Argentina contemporánea se expresan en redes de privilegios corporativos extendidos desde el Estado hasta la sociedad y que incluyen a empresarios «amigos», sindicatos mafiosos, poderes políticos territoriales anacrónicos y burocracias corrompidas, debemos concluir que en estas elecciones la oposición encarna el orden establecido, el statu quo, y el oficialismo se esfuerza por representar el cambio.

El escenario social, político y hasta demográfico, que con más nitidez expresa esta contradicción, es el que se constituyó hace diez años en el conflicto contra la 125. Por primera vez, la historia y las exigencias de la coyuntura trazaron las líneas que cincelaron los rostros expresivos de las posibilidades que somos capaces de forjar los argentinos, y que muy bien podrían sintetizarse en el conflicto aún no resuelto entre el eje Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires contra el eje La Matanza-Riachuelo; el paradigma de la Argentina del trabajo, la inteligencia y la apertura al mundo y la Argentina atrasada, prebendaria, clientelística y herida de muerte por las estocadas de la corrupción, el hampa, la explotación de mano de obra semiesclava y el narcotráfico. Socorre ideológicamente a este espectro a veces siniestro, a veces sórdido y en todas las condiciones, inhumano e injusto, una ideología devenida sentido común en la que -con argumentos de derecha y de izquierda- el Estado de Derecho es una engañifa; las libertades, un embuste; la modernidad, una celada; la Justicia, un espejismo, y los derechos humanos, el privilegio de una facción.

Por debajo de este campo de conflictos reales, late la contradicción política clave de los tiempos modernos entre libertad e igualdad, una libertad que no ha renunciado a sus ideales ilustrados y se hace cargo de que su enemigo no es la igualdad, sino el despotismo, y una igualdad degradada por un populismo que, en sus versiones de derecha o de izquierda, se niega a sí misma su potencial emancipador, en tanto persiste en sostener que la única igualdad posible es la que suprime o lesiona la libertad.

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