El vienes pasado, y con motivo de las PASO, escribí en la nacion: «Si uno de los candidatos obtiene una diferencia de más de diez puntos, la primera vuelta prevista para octubre corre el riesgo de transformarse apenas en un trámite». Para bien o para mal, es lo que ocurrió. O lo que está a punto de ocurrir.
Hoy se habla de sorpresa. Lo singular de este caso es que hasta los beneficiarios de este resultado estaban sorprendidos. Sin embargo, ahora resulta fácil apreciar que existían señales previsibles en el aire que anticipaban este resultado. Las elecciones en las provincias ya habían dado cifras elocuentes. Y conociendo el alma popular, debería haberse sabido que era muy difícil esperar otra respuesta que la conocida. Sospecho que el Gobierno esta realidad la presentía.
Se diga lo que se diga, Macri no ignoró los problemas y se propuso hacer con ellos lo único que se podía hacer: apostar a que la sociedad iba a reconocer otras virtudes, que en la Argentina se había producido algo así como una revolución cultural que rompería con la costumbre de votar con el bolsillo. Se supuso, además, que las duras medidas tomadas para salir de la crisis o fundar un modelo económico abierto serían entendidas por la sociedad y pondrían un límite a una oposición impotente a la hora de presentar propuestas.
No fue así. Casi el cincuenta por ciento de la sociedad respondió con los tradicionales hábitos. Para bien o para mal, los pueblos actúan en tiempo presente y los hábitos culturales suelen ser los más difíciles de cambiar. Salvo una gran tragedia nacional, claro, pero la Argentina por suerte no es la Alemania nazi después de la caída de Berlín.
Respecto del futuro inmediato, se avizoran turbulencias de diferente signo. Por lo pronto, salvo un milagro, el nuevo presidente de la Nación será Alberto Fernández. Para que esto no ocurra, Cambiemos debería sumar todos los votos opositores y luego convencer a más de dos millones de personas que votaron por Fernández de que ahora no lo voten. Misión imposible. O casi imposible. Porque los milagros suelen ocurrir en el universo religioso, pero son muy, pero muy raros en el universo de la política.
El problema de Macri de aquí en más no será tanto el resultado de las elecciones como concluir su mandato. Su situación a la hora de las comparaciones no es muy diferente a la de Alfonsín en 1989. Y hay motivos para sospechar que el peronismo va a aplicar con Macri la misma fórmula que aplicó con Alfonsín: sacarlo escupiendo sangre, como dijera un reconocido ministro de entonces.
¿Lo hará Fernández? No lo sé, pero sí sé que es una posibilidad. Un país «en llamas» con un gobierno hundido en el desprestigio le facilitaría -pensando en términos de realismo descarnado- una suerte de gobernabilidad, esa gobernabilidad «maldita» que nace cuando un país tocó fondo y entonces cualquier cosa que se haga es bienvenida, porque todo lo malo le será atribuido al gobierno anterior.
¿Qué significa el posible triunfo de Fernández? Para algunos, el retorno al poder del peronismo en su versión kirchnerista. De allí en más se abre para el peronismo un abanico de posibilidades, pero sobre todo de tensiones y conflictos internos. En principio, así como Macri está obligado a leer lo que ocurrió, Fernández también deberá hacerlo, porque los votos que marcaron la diferencia son votos que rechazaron a Macri, pero al mismo tiempo optaron por una versión moderada del peronismo. Dicho con otras palabras: no se votó para imitar a Venezuela.
La pregunta a hacerse es qué intensidad tendrá el conflicto entre moderados y radicalizados. Por lo pronto, y a la hora de imaginar posibilidades en esta Argentina donde parece que todo cambia y al mismo tiempo todo sigue igual, no estaría de más aventurar la hipótesis de que Fernández logre la hazaña no solo de derrotar a Macri, sino también al kirchnerismo. Como decía la gran Bette Davis: damas y caballeros, ajústense los cinturones de seguridad.