Sarmiento y la grieta

I

Entre tantas acusaciones que se le hacen a Sarmiento, la más actualizada es la de imputarle haber sido un infatigable cavador de grietas. Desde la antinomia “Civilización o barbarie”, hasta algunas de sus divulgadas consideraciones sobre los gauchos y los indios, pasando por algunas invectivas a políticos, sacerdotes y terratenientes, la biografía de Sarmiento parece ser la del conflicto permanente. La acusación es una verdad a medias que, como se sabe, suele dar como resultado una mentira completa. En principio, es verdad que Sarmiento fue un polemista obstinado y en algún punto feroz. A los conflictos los asumió plenamente y libró luchas durísimas contra sus adversarios y en muchos casos sus enemigos. Lo que no se dice es que al mismo tiempo fue un político sagaz, un político que así como nunca desconoció la lucha, cada vez que pudo arribar a acuerdos lo hizo, incluso con sus rivales más duros. La visita a Urquiza en el palacio de San José, es un ejemplo elocuente de su flexibilidad política y sobre todo de su talento para decidir lo más importante en cada coyuntura. El abrazo con Alberdi, su crónico rival, con quien durante años se lanzaron sapos y culebras, es otro ejemplo.

II

Tan equivocado como hablar de un Sarmiento promotor de grietas, es imaginar a un Sarmiento conciliador. Sarmiento fue grande porque fue capaz de ser una cosa y la otra. No rehuyó el conflicto cuando era necesario y no se negó a los acuerdos cuando consideró que esa hora había llegado. En su persona asimiló los atributos ideales del Estado que se estaba construyendo: fue la coerción cuando no quedaba otra alternativa y fue también el consenso. Lo decisivo en él no era el uso de la represión o el consenso, sino saber lo que era necesario hacer en cada momento para construir un país grande. Con ese habitual desenfado que le permitía decir “Yo soy don yo”, también insistiría, con el mismo tono y la misma euforia, que quería ser presidente porque tenía muy en claro cuáles eran las grandes tareas nacionales.

III

Yo no sé si Sarmiento era un partidario de la grieta, entre otras cosas porque nació hace mas de doscientos años y seguramente cuando libró sus grandes batallas cívicas y militares no era la palabra “grieta” la que designaba estos conflictos. Sí sé que fue un político y un escritor que nunca rehuyó la lucha. Sarmiento, como todo político sagaz, sabía muy bien que a ciertos imperativos de la realidad nada se gana con negarlos u ocultarlos. Si había que discutir, Sarmiento discutía; si había que tomar las armas, Sarmiento tomaba las armas; y si había que derrotar a un adversario, Sarmiento hacía todo lo posible por derrotarlo. Ningún político puede desconocer estas exigencias, y a los efectos del realismo agregaría que lo peor que se puede hacer en estos caso es negarlos. A Juan Manuel de Rosas no se lo derrotaba con discursos o palabras bonitas, sino con las armas en la mano y el liderazgo de un caudillo que en muchos aspectos se parecía mucho a Rosas. Y a Urquiza no se lo ponía en línea con invocaciones al amor universal. Fueron estas certezas las que le permitieron a Sarmiento ufanarse en una sesión parlamentaria diciendo: “Todos los caudillos llevan mi marca”.

IV

¿Odiaba a los gauchos? Una carta escrita a Bartolomé Mitre así parece confirmarlo. Hubiera sido mejor para su memoria que a esa carta no la hubiera escrito, pero el hombre que escribió esa frase furiosa e injusta, es el mismo que promovió para los gauchos la escuela pública, gratuita y obligatoria; el mismo que en Chivilcoy habló del gaucho propietario de su parcela de tierra en un territorio donde además estuvieran presentes la escuela y la iglesia. Y es el mismo que en el “Facundo” pondera con palabras limpias y claras su admiración por el baqueano, el rastreador, el domador y el cantor. Nadie hasta ese momento -y muy pocos después- escribieron palabras tan elocuentes a favor del gaucho, una palabra que en aquellos años podía ser muy bien un adjetivo o un sustantivo y podía aludir a un hombre valiente y generoso o a un criminal traicionero y despiadado.

V

¿Alguna lección para el presente? No lo sé. El pecado del anacronismo es uno de los pecados mortales de la historia, pero si una constante recorre los tiempos, esa constante es el conflicto, la diferencia y su contrapunto dialéctico: el consenso. Esa relación entre diferencia y acuerdo no se resuelve suprimiendo una de las partes con convocatorias guerreras o con palabras edulcoradas, sino asumiendo la contradicción plenamente con todos los riesgos que ello incluye. Sarmiento no tuvo vacilaciones en lanzarse al vendaval de la historia corriendo todos los peligros del caso, incluso el peligro cierto de equivocarse, aunque, en honor a la verdad, hay que decir que Sarmiento pudo haberse equivocado en los detalles, en las anécdotas, pero en lo fundamental, es decir, en lo que consideraba que debía ser el destino de una nación, siempre estuvo en lo cierto. Y lo estuvo durante su tiempo histórico. Y lo sigue estado ahora. Si en literatura a un libro se lo considera clásico porque perdura a lo largo del tiempo y cada generación continúa planteándole interrogantes o revelándole certezas, Sarmiento reúne las condiciones de un clásico, entre otras cosas porque muchas de sus certezas e intuiciones aún se mantienen vigentes.

VI

Los que lo conocieron lo describen como una personalidad arrolladora, fascinante, asombrosa. José Hernández, que no tenía motivos para quererlo, manifiesta su asombro por la personalidad de ese legislador constituyente que gesticula, murmura, resopla, no termina de acomodarse en el sillón donde está sentado y derrocha vitalidad. Paul Groussac, que no regalaba elogios a nadie y recurría a su singular talento literario para inyectar las ironías más hirientes contra sus contemporáneos, admitió que cuando lo conoció en un hotel de Montevideo, mejor dicho, cuando el mozo del comedor en el que estaba almorzando le dijo que ese hombre que estaba sentado a una mesa con un grupo de amigos, ese hombre que hablaba, gesticulaba, abría y cerraba los puños y salpicaba su lenguaje con carcajadas e insultos, era Sarmiento, no pudo menos que manifestar su admiración por ese personaje que sin proponérselo era el centro de la atención de sus compañeros de mesa y de todos los comensales de ese anónimo hotel de Montevideo. Esa misma noche Sarmiento participa de un acto de inauguración de un instituto y durante casi cuatro horas se queda en silencio escuchando los discursos y celebraciones. “Además -anota Groussac- ha desarrollado el notable talento de aburrirse con dignidad”.

VII

El “loco” Sarmiento. Así le decían. Así le dijo una vez un niño que se llamaba Roque Sáenz Peña y ese Sarmiento, inspector de escuela, cuando lo oyó murmurar le dijo: “Alguna vez cuando seas grande oirás hablar de este loco”. En estos términos lo trató Rosas cuando admitió que el “Facundo” escrito por “el loco Sarmiento, es lo mejor que se ha escrito en mi contra”. Así lo reconoció Jorge Luis Borges, cuando sostuvo que la locura de Sarmiento consistía en tratar el presente como si fuera el futuro; la locura de Sarmiento se expresaba en ese deslizamiento temporal entre el futuro y el presente. Nerio Rojas, psiquiatra y hermano de Ricardo, sostuvo que sus contemporáneos a Sarmiento lo trataron de loco porque no se animaban a tratarlo de genio.

VIII

¿Fue entonces un promotor de la grieta? Fue un pionero de los grandes proyectos que hicieron grande a la Argentina. Para ello tuvo que lidiar con intereses espúreos, anacronismos culturales, barbarie civil y política. Siempre expresó su pesar por haber vivido un tiempo en que él y sus contemporáneos debieron caminar por el barro y con las manos manchadas de sangre, pero nunca se arrepintió de haber hecho lo que consideraba que se debía hacer. No era Atila, como lo acusan sus detractores y mucho menos Mahatma Gandhi, era un político y un estadista de su tiempo que supo asumir sus responsabilidades históricas. Fue, sencillamente, Sarmiento.

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