Las elecciones previstas para el último domingo de octubre dirán si efectivamente el peronismo regresó al poder o si las PASO, como dijo Mauricio Macri, «no fueron», por lo que recién el domingo 27 a la noche se sabrá quién será el presidente de los argentinos. La incógnita continuará abierta, y si bien para una mayoría de la clase dirigente existen altas probabilidades de que el peronismo regrese al poder, importa destacar que cualquiera fuera la diferencia obtenida en octubre por el presunto ganador siempre se mantendrá presente en el espacio público un electorado con un piso mínimo de alrededor de diez millones de personas que bajo ninguna circunstancia adherirá al peronismo con sus sombras y sus luces, un formidable obstáculo a cualquier fantasía de unanimidad, como ya lo han podido advertir los titulares del poder político entre 2002 y 2015.
Fernández no es el nuevo presidente de los argentinos, porque ese atributo lo otorgarán las urnas el día del escrutinio, aunque para contribuir a la confusión general alguien podría postular que incluso ganando Fernández no habrá un retorno del peronismo, porque el peronismo en 2015 dejó el gobierno, pero nunca abandonó el poder real y efectivo sobre la sociedad civil y política.
Cuando los peronistas le atribuyen a Perón haber dicho que más allá de las diferencias entre izquierda y derecha peronistas somos todos, o cuando afirman que, como los gatos, los peronistas cuando se pelean están reproduciéndose, o cuando aseguran que solo el peronismo es capaz de gobernar este país, de alguna manera expresan -más de una vez, con cierto toque de humor- una voluntad de poder afianzada como tradición y a través del control de instituciones civiles y políticas que regulan el conflicto social, lo alientan o lo limitan según sus intereses.
La «originalidad» del peronismo, aquello que lo distingue de cualquier otro partido político de Occidente, es la persistencia a través de los años de una hegemonía política, cultural y social. Si bien hay buenos argumentos para sostener que en ese empecinamiento por ser los únicos capaces de gobernar sobrevive una añeja pulsión totalitaria «suavizada» por la corrupción o por los controles de una oposición que nunca dejó de expresarse, o que en esa simbiosis que suelen establecer entre mitología y política persisten algunas tradiciones fascistas, ninguna de esas consideraciones alcanza para dar cuenta de la realidad cotidiana de un peronismo que se disgrega o se reagrupa sin perder nunca de perspectiva lo que es su vocación central: el poder.
Acerca de la imposibilidad de conceptualizar al peronismo, tal vez la manifestación más impotente y desolada la haya expresado en su momento el sociólogo Gino Germani, quien, según atribuyen algunos de sus amigos, se fue de la Argentina porque consideró que no era intelectualmente honrado continuar dictando la cátedra de Sociología cuando le resultaba imposible entender al peronismo.
¿Será el peronismo el hecho maldito del país burgués, como postulaba Cooke?, ¿o el hecho burgués del país maldito, como lo contrastó un historiador? ¿Será el bonapartismo que dijeron algunos ideólogos de la izquierda nacional, o la expresión criolla del nacionalismo burgués? ¿O será, en términos más modernos, la encarnación real y efectiva de un populismo engalanado con atuendos culturales elaborados en la Universidad de Essex?
Se sabe que las conceptualizaciones teóricas no alcanzan a expresar en su totalidad realidades complejas, pero admitamos que algo dicen o al menos establecen un punto de vista que se esfuerza por hacer comprensible un hecho social. De todos modos, en estos tiempos de muertes de las ideologías y de resistencia a encasillamientos teóricos, el debate acerca de la identidad del peronismo alienta la tentación de presentarlo como una polémica estéril, un juego retórico de intelectuales siempre mal dispuestos a entender la supuesta realidad de «carne y hueso» del mundo popular que en nuestro país se obstina en expresarse bajo los diversos y cambiantes rostros del peronismo, rostros tan diversos y cambiantes que hasta se ha postulado que en realidad el peronismo ya no existe, con lo cual la política adquiriría por ese camino un tono fantasmal, burlesco y absurdo.
Más allá de disquisiciones inevitables e incluso necesarias, importa insistir en que la existencia avasallante del peronismo convive en conflicto con la presencia de una Argentina antiperonista que se resiste a admitir la hipótesis totalizadora del movimiento nacional (una designación que hasta el franquismo en España considera anticuada), un antiperonismo muchas veces negado por sus propios portadores, pero no por ello menos real, y cuya existencia es también motivo de desvelamientos intelectuales, ya que ese antiperonismo también multitudinario no admite una exclusiva interpretación, aunque suele justificarse con el argumento de que los «anti» son inevitables cuando lo que se debe enfrentar es a fuerzas políticas de vocación totalitaria.
Hay motivos para suponer que los argentinos no estamos condenados a vivir hasta el fin de los tiempos ensayando pasos de baile alrededor de esta contradicción apenas balbuceada en voz alta entre peronistas y antiperonistas, pero asimismo es real que esta contradicción marcó el pasado y el presente de varias generaciones y no está escrito que no lo siga marcando en un horizonte por lo menos cercano.
De todos modos, y más allá de coyunturas, modas y obsesiones, insisto en sostener la hipótesis de un peronismo concebido como un dispositivo político del poder sustentado en una poderosa mitología devenida sentido común de amplios sectores sociales. Observaría al respecto que esta vocación de poder que se traduce en la constitución de una potente hegemonía se sostiene a través de fuertes instituciones civiles y políticas que le permiten, a través de una práctica corporativa, regular el conflicto social según la conveniencia de cada coyuntura.
Esta privilegiada ubicación en el escenario social se ejerce con las contradicciones y conflictos del caso, porque pareciera -como muy bien se ocupa en señalar Juan Carlos Torre- que el peronismo, y en particular Perón, desde sus inicios estuvo atravesado por la contradicción de presentarse simultáneamente como el garante del orden y el promotor del caos bajo la figura del «bombero piromaníaco» que, por un lado, se propone tranquilizar a las clases propietarias, mientras por el otro agita el conflicto social hasta un límite que luego a él mismo le resulta difícil controlar.
Pues bien, siete décadas después, y en condiciones históricas muy diferentes, los «bomberos piromaníacos» no pasaron a retiro y esta tensión entre un Fernández que dice ser la encarnación del orden y una Cristina que se presenta como la portadora de la transgresión o el «nuevo orden» sigue latente, a tal punto que las expectativas y los rechazos que continúa despertando el peronismo, y muy en particular su actual fórmula presidencial, persisten en girar alrededor de esa contradicción cuyos límites, bordes y profundidades son tan ambiguos, tan imprecisos y tan inquietantes que se confunden con nuestro presente y nuestro posible destino nacional.