Con todas las precauciones históricas del caso, se podría postular que en los comicios se elige, entre otras posibilidades, la calidad del liderazgo que desean los votantes, una decisión que conjuga consideraciones emocionales y racionales, pero que desde el punto de vista de un realismo descarnado coloca en un nivel importante las virtudes exclusivas del candidato.
Este reconocimiento a la presencia gravitante del “sujeto”, en muchos países los politólogos lo considerarían casi obvio, pero en nuestro país despierta en un sector de la opinión pública previsibles reparos porque la palabra “líder”, además de remitir en estos pagos a una exclusiva tradición política, está relacionada con relaciones de poder autocráticas, prácticas políticas demagógicas, manipulaciones emocionales y adhesiones de masas en clave populista.
Siempre desde una mirada crítica y desde un lugar más académico, se estima que lo importante a la hora de evaluar los despliegues históricos son los procesos, las estructuras, y recién en ese contexto muy bien detallado, y con las precauciones del caso, podrían tenerse en cuenta los liderazgos; es decir, la presencia y la gravitación del individuo en la política y en la historia.
Sin embargo, y más allá de prejuicios y de algunas lecciones dolorosas de la historia, los liderazgos son una realidad de la política y no necesariamente deberían estar reñidos con la democracia, al punto que no son pocos los politólogos e historiadores que sostienen que los líderes democráticos no solo son necesarios sino deseables. Sin ir más lejos, para Max Weber los liderazgos carismáticos podrían ser un límite o una barrera a una racionalidad burocrática que profundiza la distancia entre gobernantes y gobernados.
Si bien en el siglo veinte los liderazgos –y en particular la palabra “líder”- estuvieron relacionados con los regímenes totalitarios y las personalidades de Hitler y Mussolini, protagonistas centrales de esa alucinante puesta en escena con masas indiferenciadas ovacionando al conductor que saluda o arenga desde el balcón o la plaza, no se debe desconocer que como contrapartida esos líderes totalitarios fueron derrotadas por coaliciones políticas a cuya cabeza estuvieron líderes de la estatura de Churchill, Roosevelt o De Gaulle.
Y en la posguerra sería muy difícil pensar la recuperación económica y social sin tener presente a jefes políticos como Konrad Adenauer, Willy Brandt o Alcides de Gasperi, quienes supieron encarnar mejor que nadie la memoria y las esperanzas de los pueblos que padecieron los horrores de la guerra.
En la historia argentina, los temores respecto del empleo de la categoría política de “líder” se justifican en tanto hubo corrientes historiográficas, y sus correspondientes expresiones políticas, que se esforzaron por interpretar la historia nacional a partir de liderazgos considerados carismáticos y cuyo itinerario histórico se manifestaban en un largo recorrido que se iniciaba con Juan Manuel de Rosas, pasaba por Hipólito Yrigoyen y concluía con Juan Domingo Perón.
La saga histórica de signo “revisionista” se reforzaba en este caso con el principio de que “los líderes nacen, no se hacen”, un modo de otorgarle a ese dirigente roles casi mágicos a contrapartida de quienes interpretan a los liderazgos como relaciones históricas y sociales, relaciones que no son eternas y en las que el elemento emocional no está reñido con la racionalidad.
Desde esta perspectiva, los liderazgos democráticos importan en tanto más que debilitar a la democracia contribuirían a fortalecerla, sin desconocer, claro está, que todo liderazgo está siempre tentado a desbordarse, porque en definitiva en estos desbordes lo que siempre está presente es el becerro de oro del poder cuyo límites políticos no pueden ser otro que las instituciones de la república.
Pensar el liderazgo y el carisma como una relación social permite interrogar la realidad desde una perspectiva más amplia. Tal vez la imagen más rica acerca de los matices y diferencias de esta relación, se haya expresado en la anécdota que se le atribuye a un Richard Nixon cuando, caminando desolado por los pasillos de la Casa Blanca, se encuentra de pronto frente a un retrato de John Kennedy. Lo contempla y luego murmura en voz baja: “El pueblo norteamericano, ve en él lo que le gustaría ser; mientras que en mí, ven lo que son”.
Tomando un ejemplo nacional algo más distante que las imágenes que asaltan a Nixon, esta relación del líder con la sociedad podría expresarse en un Raúl Alfonsín, a quien los argentinos en los primeros años de la democracia le reconocieron que transmitía o reunía los atributos de lo que les hubiera gustado ser, frente a un Carlos Menem, con quien admitieron que para mal o para bien en él reconocían su verdadero rostro que no era precisamente el mas virtuoso.
En el actual proceso electoral, los liderazgos también van estableciendo su propio juego. De Mauricio Macri, podría decirse que estamos ante un liderazgo capaz de movilizar a “mayorías silenciosas” sin proponerse ir más allá de las fronteras de la ley, mientras que en el caso de Alberto Fernández estamos ante un liderazgo débil, un liderazgo que recién esta dando sus primeros pasos y aún no ha encontrado su propia identidad en tanto el liderazgo fuerte de su espacio político lo sigue ostentando Cristina Kirchner, quien nunca disimuló (y en su publicitado libro “Sinceramente” lo insinúa de manera directa) su tentación de ir -empleando sus propias palabras- por todo.