Las ciudades poseen un componente histórico y sagrado. Sobre todo las grandes ciudades. Se puede apreciar la abadía de Westminster o el Parlamento desde diferentes perspectivas, pero lo ideal es que ambas -la histórica y la sagrada- en algún punto confluyan. Sobre lo histórico no es mucho lo que hay que hablar porque de alguna manera es evidente. Los monumentos, los palacios, las torres están allí, no hay mucho que agregar salvo el conocimiento del observador. Más interesante es discurrir acerca de lo sagrado y su relación con lo opuesto, es decir, lo profano. No soy religioso, por lo menos no lo soy de manera conciente, pero supongo que todos de alguna manera participamos de alguna experiencia religiosa.
Hay ciertos lugares en las ciudades que visito, que despiertan ese sentimiento, esa sensación. La consagración en este caso sólo a mi me pertenece. Cuando estuve por primera vez en el café “Le Flore”, donde Jean Paúl Sartre escribió “La náusea”, entendí por qué para ciertos religiosos algunos lugares están cargados de espiritualidad. Entra por primera vez al “Le Flore” fue como entrar a una iglesia. Lo sagrado en este caso sólo a mi me pertenece. El mismo lugar, para otro puede no decirle absolutamente nada. Soy yo quien consagra la sacralidad de una experiencia.
En Londres, mis relaciones con lo sagrado se manifestaron de manera curiosa. Una de mis primeras intenciones fue ir hasta el cementerio de Highgate, donde están los restos de Carlos Marx. El cementerio está en el norte de la ciudad y es medio complicado llegar. Finalmente no fuimos y me consolé pensando que Marx era ateo y yo soy agnóstico, motivo por el cual citarnos frente a una tumba no era indispensable para ninguno de los dos.
Pero el Museo Británico se levanta en el corazón de Bloomsbury, un barrio elegante y distinguido que en algún momento fue habitado exclusivamente por aristócratas. En Bloomsbury vivió Virginia Woolf y las reuniones que mantenían con Witgenstein, Keynes, Strackey, Forster, permitió que el grupo recibiera el nombre del barrio.
Pues bien, en Bloomsbury percibí la experiencia de lo sagrado. Por allí caminó, arrastró su angustia una de las grandes escritoras del siglo veinte como fue Virginia Woolf.
Una de las primeras novelas que registró mi memoria fue “La señora Dalloway”, para más de un crítico su obra maestra. La novela se inicia con una frase inolvidable: “La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores”. Explico. A la noche, la señora ofrece una fiesta en su residencia y esa mañana soleada de junio sale a la calle a hacer las compras. Los recursos estilísticos de la autora son notables, pero lo que importa es que su primera caminata es por Victoria Street, una calle que se extiende desde la abadía y el Parlamento de Westminster hasta al estación de trenes, justamente el lugar donde llegué por primera vez a Londres.
Sin la experiencia de lo sagrado Virginia Woolf jamás hubiera podido escribir estos textos: “Un especial silencio o una solemnidad, una indescriptible pausa, una suspensión ante las campanadas del Big Ben ¡Ahora! Ahora sonaba solemne. Primero un aviso musical, luego la hora, irrevocable…mientras cruzaba Victoria Street”.
Caminar por una ciudad -decía en la nota anterior- es una experiencia imprescindible. Hablé entonces del “flaneur”, pero también podría haber hablado del peregrino. Caminar por una ciudad es buscar algo, es proponerse descubrir algo, ese “algo” es, -debe ser- mucho más que un dato turístico. No se trata solo de mirar edificios, monumentos, jardines, también la marea humana es un espectáculo digno de consideración a la hora de proponerse conocer el alma de una ciudad.
Lo dice Virginia Woolf en “La señora Dalloway”: “En los ojos de la gente; en el ir y venir y el ajetreo; en el griterío y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los autobuses, los caminos, los hombres–anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los organillos, en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba; la vida, Londres, ese instante de junio”.
La ciudad. Londres. Siempre digo que necesito dos o tres calles, tres o cuatro sitios y ya puedo instalarme en una ciudad para siempre. Esos lugares ya los descubrí en Londres. Hablo del bar Stephen, hablo de las calles Victoria, Piccadilly, Haymarket, el Soho, por qué no Baker. Hablo de St James y Hyde Park Con ese puñado de calles y lugares estoy hecho. El espacio configura unas veinte o treinta manzanas. No son ni más ni menos que las que camino en Santa Fe desde hace más de cuarenta años.
Retornemos al paseo. La mañana del lunes estábamos almorzando en Stephen esperando que se haga la hora para visitar el Parlamento y la Abadía de Westminster. En realidad el programa era la abadía, pero el destino dispuso que fuera el Parlamento. Fue un empleado de allí quien nos informó que podíamos asistir a las sesiones parlamentarias. Dios nos perdone. Cambiamos la Abadía por el Parlamento. Tal vez no haya sido casualidad, O, como le gusta decir a Borges, la casualidad siempre obedece a una necesidad profunda. No fuimos a la tumba de Marx ni entramos a la abadía, Pero sí ingresamos al parlamento y realmente la experiencia que vivimos fue maravillosa.
Como ustedes saben, el Parlamento se levanta sobre la orilla norte del Támesis. Se supone que tiene más de mil años de existencia, pero en términos históricos rigurosos el edificio que vemos fue reconstruido después del incendio de 1834. Tres torres lo distinguen: la Torre Victoria, ubicada en el sudoeste del palacio, la torre por donde ingresan los reyes a las ceremonias oficiales ocasión en la que flamea el estandarte real; la Torre Central y la llamada entrada St Stephen o, para ser más preciso, la Torre del Reloj, que, como nos explicaron, el nombre del Big Ben pertenece al reloj, no a la torre.
Al Parlamento se ingresa a través del Salón de Westminster construido en el 1097. En ese inmenso salón se celebraron los grandes banquetes de coronación de los monarcas durante siglos. La última ceremonia se hizo en 1821 con Jorge IV. También se han celebrado los homenajes en cuerpo presente. Winston Churchill en 1965 fue uno de los distinguidos con ese honor.
La atención en el Parlamento es excelente. Leyenda o no, cuando los ingleses se proponen ser amables lo son. El otro dato a destacar es la lección cívica. Asistir a las sesiones en la Cámara de los lores y los comunes no solo que es gratis sino que es auspiciado por las autoridades tanto sea a turistas como a delegaciones escolares.
Una vez más quiero insistir en que caminar por lo pasillos del palacio, por el Salón de Toga, la Galería Real, el Vestíbulo Central, fue para mi como participar de una experiencia sagrada. En este sitio -pensaba- se fundó la democracia moderna, se debatieron los grandes temas de la humanidad durante siglos, se habló por primera vez de derechos humanos y república. En este sitio también se legitimó al colonialismo, pero ninguna de estas objeciones históricas me harán perder de vista que estaba presenciando un lugar sagrado para mi conciencia de ciudadano.
Después están los oropeles, el lujo no ostentoso pero si destacable. La Cámara de los Lores está presidida por un trono real, magníficos vitrales y seis frescos alegóricos. Los símbolos y las ceremonias se respetan al pie de la letra. Los sillones de los lores son de color rojo y en un ala toman asiento las autoridades religiosas y en otra los representantes de la nobleza. El inicio de las sesiones anuales las preside la reina, pero luego es el lord canciller quien dirige el debate.
La Cámara de los Comunes, la cámara de la democracia, esta integrada por más de 600 legisladores. Desde 1911 los lores no pueden rechazar los proyectos de ley de los comunes, a los sumo puede sugerir alguna reformas. El color de los sillones de esta cámara es verde. Su mobiliario es más sobrio pero no por ello menos distinguido. Después de esta experiencia -que reiteramos en dos ocasiones- consideramos que ya le habíamos rendido a Londres los honores que se merece. Salimos del Parlamento y empezamos a caminar por Haymarket en dirección a Piccadilly. Caía la tarde y la ciudad se preparaba para disfrutar de la noche. Esa madrugada nosotros dejábamos Londres rumbo a Budapest. Nos despedíamos y las primeras sombras del crepúsculo acentuaban la sensación de nostalgia. Antes de llegar a la estatua de Eros recordé el texto de Henry James sobre Londres y lo repetí en voz baja, como si estuviera rezando: “No es un sitio agradable, no es acogedor ni alegre, ni es fácil, ni está exento de reproches. Es simplemente magnífica.”