I Siempre sospeché que las efusivas ponderaciones de economistas y políticos acerca del milagro económico chileno, eran algo exageradas y, en más de un caso, más motivadas por simpatías ideológicas que por una mirada preocupada por entender las posibilidades, límites y alcances de un modelo de crecimiento que, como todo modelo capitalista, nunca es perfecto y jamás está liberado de impugnaciones sociales. El relato chileno destacaba algunos índices económicos y sociales “exitosos”, reforzado por un sistema político integrado por partidos de derecha e izquierda con capacidad de alternarse en el poder en el mejor estilo republicano. Menos publicidad tenían los índices que daban cuenta de la desigualdad social, o las dificultades de los jóvenes para acceder a los estudios superiores o constituir una familia con casa propia. El aumento del boleto del metro encendió la mecha. Podría haber sido otra cosa porque siempre estos estallidos nacen de un episodio puntual, lo cual no quiere decir que previo a ello no se crearon condiciones sociales y políticas que lo hicieron posible. La chispa provoca el incendio, pero sus llamas lo que hacen es visibilizar las debilidades, las contradicciones, cuando no las ruinas de una estructura social. II Hoy Chile vive un conflicto que seguramente superará porque dispone de los recursos políticos e institucionales para hacerlo. Por lo pronto, y si le vamos a creer a algunos economistas, esta crisis es más una crisis de crecimiento que de depresión. Crecimiento con mala distribución o derrame sin justicia, pero está claro que más allá de entusiasmos liberales, Chile es un país en donde el capitalismo funciona. Problemas hay, por supuesto, entre otras cosas porque hasta ahora no se conoce un orden político que no esté asediado por problemas de diferentes niveles. Pretender algo distinto es no conocer cómo funcionan las sociedades del siglo XXI, pero sobre todo, cómo funciona el mundo que nos toca vivir. III Las escenas que transmiten las cámaras en Chile nos revelan las refriegas callejeras, las manifestaciones de violencia, la represión policial y militar con sus lamentables excesos y las vacilaciones de los dirigentes políticos, la mayoría de ellos superados por una realidad que no vieron llegar. Ahora, las barricadas, los disturbios callejeros, las llamas de los incendios empiezan a otorgarle sentido dantesco a una situación que con un mínimo de previsibilidad política podría haberse impedido. Pareciera que los dirigentes necesitan la amenaza del estallido social u oscilar en el borde del abismo para darse por enterados de aquello que cualquier sociólogo o asistente social podría haber advertido con un golpe de vista. IV ¿Superará Chile esta crisis? Supongo que sí. Lo hará negociando, concediendo algunas reivindicaciones porque, y esto importa destacarlo, el estallido social se da en el marco de un estado de derecho y no de una dictadura, “detalle” que habilita soluciones pacíficas y relativamente justas. Esta condición democrática de Chile, lo diferencia cualitativamente de regímenes como Venezuela, la diferencia entre libertad y autoritarismo, y, sobre todo, la diferencia entre un sistema democrático con capacidad de corregirse y un orden dictatorial que niega cualquier posibilidad de corrección o reforma. V La crisis de Chile tampoco es comparable con lo que está sucediendo en Bolivia. En Chile, la alternancia política es un principio fundacional; en Bolivia, lamentablemente el jefe, líder o cacique pretende eternizarse en el poder por vía electoral o por la vía del fraude. Imputaciones de este tipo no se le pueden hacer a Sebastián Piñera, Michelle Bachelet o Ricardo Lagos, mientras que en Bolivia es evidente que Evo Morales sostiene pretensiones de monarca absoluto. Y así como desobedeció una consulta popular que se opuso a su pretensión de presentarse como candidato a presidente, del mismo modo perpetró en el escrutinio una por demás sospechosa maniobra para impedir que se celebre el ballotage. Las denuncias internacionales y las protestas sociales hicieron vacilar a esta voluntad tramposa, aunque al momento de escribir esta nota la última palabra no está dicha, aunque a nadie se le escapa que Evo está a decidido a no detenerse ante nada para ser confirmado por otro período presidencial más. VI Hay problemas en América latina desde México a la Argentina, pasando por Venezuela, Ecuador, Brasil y Chile. Hay problemas. Pero descarto terminantemente que estos sean el producto de una mente conspirativa que desde algún centro planifica minuciosamente las crisis sociales. Atribuirle a Maduro o a Diosdado Cabello la autoría de lo que está ocurriendo en el continente, es una manera curiosa de prestigiarlos, una imputación que les atribuye a ellos una capacidad de influir sobre los acontecimientos que están muy, pero muy lejos de poseer. Sinceramente, no me satisfacen los análisis conspirativos muy al estilo de las mentalidades paranoicas de los tiempos de la Guerra Fría, cuando Fidel Castro parecía ser el responsable de todo lo malo que ocurría en estos países, coartada que sospechosamente hoy resulta funcional a ciertos intereses concentrados y locales, para quienes es preferible hallar un responsable “afuera” que hacerse cargo de sus errores o de los privilegios que ostentan y defienden a espaldas de la sociedad. VII La izquierda populista pone el grito en el cielo por los hasta ahora dieciocho muertos que arrojan los desórdenes de Chile. Por supuesto que esas muertes son de lamentar y sería deseable que los responsables rindan cuentas por ello. Pero convengamos que no son los populistas criollos los que disponen de autoridad moral para hablar de estos temas, después del ensordecedor silencio que han echo por los miles de crímenes cometidos por la dictadura chavista, o el más que sugestivo silencio que hacen respecto de las oscuras maniobras que esta llevando a cabo Evo Morales en Bolivia para perpetuarse en el poder. VIII Alberto Fernández no alcanza a disimular su satisfacción cuando se refiere a los disturbios chilenos e incluso demuestra una manifiesta intención de llevar agua para su molino cuando dice levantando las cejas e improvisando una expresión doliente: “Lo que tuvimos que soportar”, pretendiendo sacar título de tolerante y dando a entender que por mucho menos los chilenos casi incendian Santiago. No comparto tío Alberto. El kirchnerismo de hecho le declaró la guerra a Macri antes de que asumiera. Incluso, su máxima titular, la señora Cristina, se negó a entregar los atributos del mando, en un acto que muy bien merecería calificarse como una abierta declaración de hostilidades. Las manifestaciones callejeras y violentas iban precedidas de símbolos golpistas como el helicóptero y, como todos recordamos, a la hora de sancionar algunas leyes estuvieron a punto de incendiar la ciudad. Si no hicieron más no es porque no quisieron, sino porque no pudieron, entre otras cosas, porque a diferencia de Chile existe en nuestro país una sociedad movilizada en defensa de la república y de los gobiernos legítimamente constituidos. Las cientos de miles de personas convocadas el sábado pasado en el obelisco así lo demuestran. IX Esta columna, “Crónicas sueltas”, es la última que escribo ante de las elecciones. Para el próximo miércoles puede que hayamos elegido un nuevo presidente o que empecemos a prepararnos para el ballotage. Cualquiera fuesen las resultados, lo cierto es que el nuevo presidente deberá hacerse cargo de una situación económica y social no solo delicada sino también puesta al límite, en tanto las chances de recurrir a las viejas soluciones de emitir, de endeudarse, de aumentar impuestos para salir del paso, están casi agotadas. Si el populismo llegara al poder, sería deseable que advierta que alrededor de diez millones de argentinos estarán movilizados para defender sus libertades, su estilo de vida y, en particular, rechazar cualquier atropello a las instituciones del estado de derecho. Asimismo, si Fernández es elegido debe saber que millones de argentinos se opondrán si cede a las presiones de sus compañeros para transformar a la Argentina en algo parecido a Venezuela. |