El “inesperado” 40% de votos de Cambiemos y la amplia representación parlamentaria obtenida, habilita algunas consideraciones respecto del rol de la oposición para el nuevo período presidencial que se inicia. Por lo pronto, el clima político en el que se están desarrollando los acontecimientos podría calificarse, con las precauciones del caso, como normal, sobre todo si se tiene en cuenta las borrascas sociales que agitan a algunos de nuestros países vecinos.
Sin pretender disimular nuestros problemas, está claro que contra todo pronóstico la transición de un Gobierno a otro se está desarrollando en orden y no hay señales de tormentas peligrosas en el horizonte.
Está relativa resolución pacífica de nuestras diferencias, puede explicarse desde diferentes perspectivas, pero lo que me interesa destacar en este caso es que este consenso actual es posible por la existencia de una oposición fuerte y responsable que limita y contiene desbordes A diferencia de otros períodos, el flamante gobierno dispondrá de la tranquilidad de saber que la oposición no lo ha descalificado de antemano y mucho menos lo ha considerado el portador de desgracias imprevisibles. Dicho con otras palabras, no habrá una oposición obstruccionista, desestabilizadora o interesada en alentar con movilizaciones periódicas, en algunas casos de injustificada violencia, el fracaso del gobierno. Desde este punto de vista, 2019 no será 2015.
Conviene recordar que una democracia que merezca ese nombre incluye oficialismo y oposición. Contra lo que presuponen ciertos prejuicios, la oposición no es un factor externo al sistema, sino interno. Importa insistir en esto: no hay democracia sin la presencia de una oposición. Solo las dictaduras o los regímenes totalitarios conciben un orden político monocolor o suponen que ellos son los exclusivos titulares de la soberanía nacional.
En la Argentina, más de diez millones de personas decidieron otorgarle a Cambiemos la responsabilidad de ejercer la oposición.
A los dirigentes les corresponderá traducir al plano de la política las modalidades de ese oposición, pero en cualquiera de los casos, lo que nunca deberán perder de vista es que el mandato que han recibido del pueblo es el de criticar, proponer e incluso acordar cuando así lo indique el interés nacional. Un político opositor sabe que no debe traicionar su conciencia y mucho menos traicionar el voto de quienes le otorgaron esta responsabilidad.
Una oposición republicana no le declara la guerra al gobierno, pero tampoco se convierte en su cómplice. La advertencia acerca de los riesgos de una oposición cómplice o colaboracionista importa señalarla en un país como el nuestro donde los hábitos populistas están arraigados y se supone con la certeza del más craso sentido común que el oficialismo “nacional y popular” representa la totalidad de la nación o, como dijera el presidente electo el mismo día que las urnas le dieron la victoria: “El poder retorna a manos de los argentinos”. Asombroso.
Una sola frase para sintetizar un pensamiento clave; una sola frase que pretende expulsar a “los espacios infinitos del universo “ a ese 40% de argentinos que decidieron votar por otra opción política. Si un orden democrático se distingue por la calidad de su oposición, el otro rasgo decisivo que lo distingue es la moderación de ese ejercicio opositor, moderación que está presente en el mismo espíritu de las leyes y que resulta indispensable para sostener la convivencia social.
En el devenir de la política se logran acuerdos, pero también se ejercen las disidencias y en particular los controles al poder y a la tendencia de los gobiernos a excederse en el poder, tendencia visible en un país en el que muchos o algunos de los titulares del nuevo gobierno no han vacilado en celebrar la consigna “Vamos por todo”.
¿La única tarea de la oposición es la de “oponerse”? En las gestiones democráticas, la oposición apoya iniciativas del gobierno que considera justas, pero ese apoyo nunca puede ocultar las diferencias, que no provienen exclusivamente del campo de la política, sino que están instaladas en tradiciones, históricas y culturas, diferencias inevitables y necesarias y que refuerzan la democracia y las instituciones.
Es verdad que Argentina necesita avanzar a nuevos niveles de consenso, porque al sólido consenso democrático fundado en 1983, urge sumarle un amplio consenso fiscal y económico.
Pero estos consensos no se logran desde la unanimidad o imponiéndolos desde el poder, sino a través del ejercicio lúcido de la deliberación política. Y para que esa deliberación sea posible es necesario que en la democracia representativa oficialismo y oposición ejerzan responsablemente el rol que le asignan las leyes y los votantes, que le otorgaron a unos la responsabilidad de gobernar y a otros la responsabilidad de controlar. En este “juego” de la política, todas las combinaciones son posibles, menos la de la complicidad o la sumisión.