Nunca me gustó la palabra “grieta”. Ni antes ni ahora. Como consigna me parece liviana y como concepto, nulo o, en el mejor de los casos, impreciso, ambiguo. Sin embargo, por un motivo o por otro la palabra se impuso. Intenta ser una descripción de la actual realidad política, aunque en la mayoría de los casos es una imputación: los responsables de la grieta son siempre los otros.
En lo que hay coincidencia es en admitir que expresa una realidad desagradable. ¿Crisis? ¿Conflicto? ¿Contradicción? Algo de eso hay, pero precisamente el límite de la palabra es que se detiene apenas en la superficie de los hechos. No pretende ir más lejos. Con decir lo que dice o sugiere alcanza y sobra para que la sociedad se “entretenga
Como para la reflexión política todo merece su estudio, incluso las banalidades, importa indagar acerca de los alcances de esa palabra. Por lo pronto, “grieta” aludiría no a cualquier conflicto social sino a una ruptura, un quiebre histórico que además amenazaría con ser permanente. Un rasgo que podría distinguirla del habitual conflicto o la típica crisis es su componente irracional. La “grieta” estaría forjada con la materia del prejuicio, el resentimiento, el odio, el rechazo ciego a la existencia de otro pensamiento u otra identidad histórica.
Estas prácticas sociales con ser graves, sin embargo no alcanzarían a expresar el rasgo distintivo de este fenómeno. Después de todo en cualquier sociedad moderna hay diferencias, rechazos o intolerancias. ¿Y entonces? Postulo que el rasgo distintivo, el factor decisivo que transforma habituales conflictos y diferencias en “grieta”, ocurre cuando un gobierno desde el Estado se vale del poder para alentarla. No hay grieta desde la sociedad. La grieta se constituye desde el poder, desde “arriba”. Y esa operación política nunca se hace por motivos inocentes. Por el contrario, es el producto de una estrategia deliberada.
Se trata de definir desde el poder el campo del amigo y del enemigo. Y definirlo a partir de prejuicios, alentado los componentes irracionales. El Estado en este caso no es un árbitro o un juez imparcial, sino un actor que toma partido. Un actor faccioso. Y progresivamente violento.
En el siglo XIX la expresión más “lograda” de “grieta” la logró la dictadura de Juan Manuel de Rosas. “Viva la Santa Federación, mueran los asquerosos, inmundos y salvajes unitarios”, no admitía demasiadas interpretaciones respecto de las intenciones del poder. Conflictos y diferencias que incluso se resolvían derramando sangre existieron desde 1810 en adelante. Pero no hay antecedentes -antes o después-de una polarización tan intensa alentada desde el poder.
En el siglo veinte, el antecedente de grieta, de ruptura social, de antagonismo irreductible se dio entre 1945 y 1955 a través de los campos del peronismo y el antiperonismo. Inútil discutir quién tiró la primera piedra de la intolerancia y el fanatismo. Inútil discutirlo porque en todos los casos la responsabilidad de estos antagonismos irreductibles provienen del poder. Emilio Visca, Alejandro Apold y, por supuesto, Evita y Perón, algo sabían de estos menesteres. Las respuestas más o menos violentas de la oposición, de “los contreras”, como se les decía antes de instalar la palabra “gorila”, merecen las respectivas críticas, pero en todos los casos no eluden la responsabilidad del gobierno, del poder.
“Al amigo todo, al enemigo ni justicia”, suele ser una de las consignas que, disimuladas de cierta jocosidad, expresan con exactitud toda una cultura del poder y la política. Adjetivaciones como cipayos, vendepatrias, oligarcas y otras lindezas por el estilo, acompañan a esta estrategia que se amplifica porque, insisto, es elaborada desde el poder y se vale de los aparatos ideológicos, culturales y represivos del poder para imponerse.
Desde este punto de vista, no es casualidad que la palabra “grieta” haya adquirido entidad durante el régimen kirchnerista. A las pulsiones y apetencias del poder, propias de dirigentes que nunca disimularon su vocación de eternizarse en el gobierno, se suma un despliegue de dispositivos destinados a reforzar la antinomia amigo-enemigo. “Vamos por todo”, es tal vez la consigna que mejor los defi
Al gobierno de Cambiemos se le pueden atribuir diferentes pecados, pero resulta muy difícil recriminarle que se haya valido del poder para fanatizar a la sociedad. Ni cadena nacional, ni amenazas desde el atril distinguieron a la gestión de Macri. Por el contrario, el rasgo distintivo de estos cuatro años estuvo dado por la presencia de una oposición beligerante que desde la llegada al poder de Macri lo consideró sin disimulos “un enemigo del pueblo”, le negó legitimidad política a través de la decisión de la presidente Cristina de no entregar los atributos del poder.
¿Persiste la grieta? Si vamos a creer en las palabras del presidente de la nación, podríamos decir que existiría una voluntad de no recrearla o reforzarla. Pero si prestamos atención a las actitudes de la vicepresidente y a las calificaciones que emplean sus seguidores, hay buenos argumentos para temer que el peligro de un poder orientado a profundizar desde la irracionalidad los antagonismos sociales persista.