¿Es el antiperonismo un mezquino prejuicio? ¿La expresión irreflexiva de los favorecidos en una sociedad injusta? ¿Es acaso un fantasma que recorre los laberintos y los sótanos de la sociedad infundiendo miedos y reclamando una existencia que la vida misma le niega? Cualquier respuesta es posible a estos interrogantes, pero fantasma o no, resulta imposible desconocerlo.
Para bien o para mal, pareciera que el «antiperonismo» es un actor social e histórico que no sé si ha venido para quedarse, pero me asiste la certeza de su existencia y de una identidad forjada en tradiciones legítimas y que interviene de manera activa en los diversos escenarios políticos.
Puede que el prefijo «anti» despierte suspicacias en las almas puras y en el universo previsible de la corrección política. La negatividad del «anti», sin embargo, merecería relativizarse. Al respecto, el siglo XX nos ha dado algunas lecciones concluyentes, en tanto toda fuerza política con aspiraciones de totalidad o totalitaria construyó su propio «anti». El fascismo y el comunismo fueron sus expresiones más radicalizadas. Pero no las únicas. No hay antiradicalismo o antisocialismo o anticonservadorismo. Pero sí hay antiperonismo. Esa «presencia» merece una explicación histórica.
Tal vez los más persuadidos acerca de la existencia real de este actor político llamado «antiperonismo» hayan sido los propios peronistas, quienes en estos meses no pudieron disimular su asombro de que Cambiemos, en un contexto económico y social complicado, sumase para su causa más del 40 por ciento de los votos.
Los amigos de las estadísticas recordaron que en 1973, en pleno operativo retorno y con «la juventud maravillosa» movilizada en las calles vivando el asesinato de Aramburu y las bondades del socialismo nacional, la suma de votos de Balbín y Manrique superó el cuarenta por ciento.
Esa tenaz persistencia a lo largo de las últimas décadas merece un abordaje teórico que vaya más allá de la descripción rápida y ligera que el populismo instaló como consignas eficaces: gorilas, cipayos, vendepatrias y otras bellezas por el estilo. No se me escapa que este actor histórico carece del anclaje de un partido en el sentido clásico del término. Este es su límite, pero esa debilidad no le impide constituirse en un formidable factor de resistencia a los abusos del poder y a las reiteradas tentaciones del populismo para violentar las instituciones del Estado de Derecho en clave republicana y liberal.
Esta identidad policlasista, en la que es posible distinguir su derecha, su izquierda y su centro, incluye un fuerte componente emocional. Esa emocionalidad no explica todo, pero negarla es negarse a incluir un «dato interesante» de la condición humana. El «antiperonismo» no escapa a estas generales de la ley. Se trata de una identidad a veces difusa, a veces ambigua, pero de una existencia tan consistente como la inminencia de la felicidad o la cercanía del peligro.
Proponer que el antiperonismo suele representar las ilusiones y esperanzas, pero también los miedos y las mezquindades de nuestras grandes clases medias es más que una afirmación controvertida, una afirmación desafiante. Sin duda que habría que reflexionar sobre la naturaleza de «clase» de esas clases medias, pero hasta para el observador más superficial se impone casi con fuerza de evidencia de que ese amplio colectivo social de profesionales, empleados, comerciantes, productores urbanos y rurales y trabajadores que confían más en su propio esfuerzo que en la dádiva social suelen identificarse con el rechazo más o menos intenso al peronismo.
Esa amplia «franja amarilla» que se exhibió en estas últimas elecciones, franja que integra a las zonas más productivas del país y que en términos económicos representaría casi el 90 por ciento del PBI, votó por Macri, pero sobre todo votó para impedir que aquello que considera una amenaza a sus valores retorne al poder.
En el esfuerzo por hallar una explicación a este actor, no descartaría aquello que en su momento sostuvo Jorge Luis Borges: «Rechazo al peronismo por razones éticas y estéticas». La afirmación puede objetarse, pero lo que no puede desconocerse es que equivocados o no, quienes así lo viven creen en ello y actúan en consecuencia. Es probable que la ética y la estética no constituyan un programa político, pero sí constituyen una identidad que es al mismo tiempo una afirmación y un rechazo.
Admitiendo que la literatura no alcanza para explicar los fenómenos políticos, (aunque sí los ilumina) podríamos señalar que intelectuales de valía han sostenido la «negatividad» histórica del peronismo. Y en esa labor coincidieron intelectuales de derecha y de izquierda. Basta para ello con mencionar a Ezequiel Martínez Estrada, León Rozitchner, Victoria Ocampo, José Luis Romero, Milcíades Peña, Julio Irazusta, Ernesto Sabato, Juan José Sebreli o Tulio Halperín Donghi, historiador este último que sin desconocer la complejidad del tema no vaciló en su momento en calificar al peronismo como el fascismo posible. O por qué no, el fascismo después de la derrota del fascismo.
¿Es el antiperonismo una estrategia de poder? No lo creo. Pero sí creo que cualquier estrategia de poder perdurable no podría desconocerlo. ¿Estamos condenados entonces a trajinar por la dolorosa e inquietante agonía de la grieta? No necesariamente. Si un peronismo republicano fuera posible, seguramente se reducirían las tensiones.
El «antiperonismo» como actor social es el rechazo histórico a las pretensiones hegemónicas del peronismo y es también la afirmación de un estilo de vida cotidiano en sociedades que aspiran a ser libres y abiertas. Reducir este conflicto a una disputa de clases estilo pobres contra ricos no solo empobrece el debate, sino que lo falsea y en algún punto constituye una burda mentira.
Por debajo, por detrás o por encima de estas consideraciones, sin duda que se debaten cuestiones más tangibles. Peronismo y antiperonismo incluye el debate acerca de las posibilidades y modalidades del capitalismo en la Argentina, las relaciones entre Estado y sociedad y entre Estado y política. Pero es también el debate acerca de la primacía del individuo sobre la masa, el debate sobre libertad y necesidad y autonomía o sumisión.
Seguramente las pasiones del 45 o del 55 y los arrebatos de los 70 pertenezcan al pasado, pero el pasado, como los fantasmas y las pesadillas, pugna por irrumpir en el presente o teñir con sus tonos los espacios que se abren hacia el futuro. En definitiva, no escaparemos a las acechanzas del pasado negándolo, sino asumiéndolo con toda su carga de tragedia y comedia.
Las páginas en blanco del futuro no se escriben repitiendo la cantinela del pasado, pero tampoco desconociendo su álgebra. El futuro para una sociedad es siempre un acto creativo, pero esa creatividad exige la sensibilidad, la clarividencia y la sabiduría del acto de traducir. El futuro no será la copia del pasado, pero en los trazos de su escritura vibra el eco, la resonancia de ese pasado. Y uno de los capítulos de esa traducción es la escritura de ese persistente antagonismo entre peronismo y antiperonismo.