Tranvías y crucifijos. De Monzón a Lisandro de la Torre

I

Los tranvías. Un pedazo de la historia de la ciudad podría escribirse alrededor de ellos. Primero lo tirados a caballos. Arrancaron en 1885 y duraron hasta 1914. Casi treinta años. Según las crónicas, las señoras distinguidas de la ciudad estaban furiosas con el intendente Edmundo Rosas. El caballero en 1908 decidió que los tranvías tendrían paradas oficiales, por lo que se prohibió que se detuvieran en las puertas de las residencias de las señoras como si fueran taxis.

 

II

En 1914 se inició el tranvía eléctrico. Dicen que fue un 24 de marzo. El primer recorrido arrancó por calle San Jerónimo entre Rosario y Salta. Llegó hasta General López, tomó por calle 25 de Mayo hasta bulevar. Y desde allí hasta la estación de trenes. Un recorrido que en el bulevar de aquellos años se parecía mucho a un excursión campestre. Ocho coches llegaron en 1914. Seis líneas de tranvías circularon por la ciudad durante años. Cuarenta y siete para ser más preciso. Una o dos generaciones de santafesinos viajaron en tranvías. Yo no sé si en la ciudad circuló algún “tranvía llamado deseo”. Pero muchas historias de amor y de las otras se tejieron en aquellos asientos de madera de aquellos coches entonces ruidosos, pero muy económicos.

 

III

El 30 de abril de 1961 se despidió y para siempre el último tranvía. Se dice que los santafesinos lo despidieron con algo de alegría y algo de indiferencia. Muchos festejaron el retiro de los tranvías en nombre del progreso. Rara expresión de modernidad. Los tranvías siguen circulando en muchas ciudades del mundo. Supongo que hoy nadie haría esta afirmación con tanto entusiasmo. Es más, no faltan quienes en nombre no ya de la nostalgia sino del progreso y de las necesidades populares, han propuesto que empiece a estudiarse un posible retorno de los tranvías. Supongo que es más un deseo que un proyecto realista. Pero así es la vida. Hoy se extraña lo que ayer se festejó con alegría. Como la memoria de los niños es imborrable, yo recuerdo a aquella ciudad con tranvías recorriendo sus calles. Hasta no hace muchos años todavía sobrevivían entre capas de asfalto, hollín y otros sedimentos las vías de nuestros viejos tranvías.

 

IV

En octubre o noviembre de 1994 entrevisté a Carlos Monzón por última vez. Fue en su departamento de calle 9 de Julio. Esa mañana me acompañó Alberto Maguid, el histórico dirigente gremial de UPCN. Monzón recién se levantaba. Desayunamos juntos. Un café con leche con tostadas, manteca y dulce. Todo preparado por él. Hablamos de muchas cosas. Desde su detención, a sus inicios como boxeador; desde sus recuerdos de San Javier a sus viajes por el mundo; de Susana Giménez a Alain Delon. En cierto momento le pregunté qué recuerdo guarda de Santa Fe, qué recuerdo podría considerar el más distintivo, el más representativo de su memoria. Carlos no pensó mucho la respuesta. Recuerdo sí que le brillaron los ojos. Después me dijo muy divertido: los tranvías….viajar en tranvía…es lo que más me gustaba…a veces podía pagar el boleto, a veces me colaba…pero qué lindo que era.

 

V

Compartiendo una cerveza en un bar de la Recoleta santafesina, Ricardo Molinas me comentó hace unos años que Lisandro de la Torre se alojaba habitualmente en la casa de sus padres cada vez que venía a Santa Fe para participar en reuniones partidarias o actos políticos. Como se acostumbraba entonces, a los amigos se los recibía en la casa, un hábito de señorío provinciano que se ha perdido. Y no solo lo recibían, sino que los dueños de casa cedían el cuarto matrimonial para que durmiera la visita, una costumbre que, por ejemplo, practicaban mis padres y mis tíos. Luciano Molinas, el único gobernador demoprogresista, era la mano derecha de Lisandro de la Torre, para muchos su mejor discípulo y su digno heredero. Pero a diferencia de De la Torre, Molinas era católico. Un catolicismo liberal que en ciertos momentos se confundía con el deísmo, lo que no le impedía estar a favor de la enseñanza laica y admitir que en la plataforma del partido se propiciara el divorcio y se admitiera la participación de la mujer. Ricardo recordaba aquellas visitas de don Lisandro, esos autos marca Ford o Chevrolet invariablemente negros y ese hombre canoso, de barba rala, siempre de traje. Amable, pero no alegre. La casa de los Molinas se levantaba sobre calle 9 de Julio, un caserón solemne, señorial, en donde los Molinas vivieron durante décadas soportando en los últimos tiempos que exactamente al frente se levantara el local de la UOM, inaugurado por José Rucci y que todas las tardes, «a propósito lo hacían», según don Ricardo, se dedicaban a instalar los parlantes desde donde Hugo del Carrill entonaba las estrofas de la Marchita. La misma casa en donde en 1974 don Luciano fue velado, una ceremonia a la que asistí y que me resultó inolvidable porque las adhesiones de duelo iban desde la Comisión de Afirmación de la Revolución Libertadora al Partido Justicialista presidido entonces por Cecilio Bonino; desde la logia Armonía al arzobispado; desde Sylvestre Begnis a Afrio Penissi; desde el Partido Socialista a la Acción Católica. «Lo feliz que hubiera estado don Luciano por estar en este velorio», me dijo casi sollozando un familiar. En el cementerio, fiel al estilo de la época, llegaron los discursos de despedida. Hubo más de diez oradores. Hablaron políticos, religiosos, masones y creo que algún marino del 55. Pero a los que recuerdo son al presidente del Club del Orden y al Secretario General del Partido Comunista, don Florindo Moretti. Curiosamente, no hicieron uso de la palabra Martínez Raymonda y Alberto Natale, quienes presenciaron la ceremonia desde la calle porque los Molinas -Lucianito, Nicanor, Ricardo- estaba furiosos por el acuerdo que ellos habían firmado con Manrique. Una furia -dicho sea al pasar- muy singular, porque en su momento los Molinas no hicieron ni dijeron ni mu -todo lo contrario- a la hora de apoyar en 1963 la candidatura de Pedro Eugenio Aramburu, acompañado en la fórmula por un señor que conocí en mi adolescencia hablando en un acto partidario en Plaza Pueyrredón. Y  que impresionaba a la platea femenina por «su labia y su pinta»: Horacio Thedy.

VI

Pero volvamos al relato que don Ricardo (el fiscal en tiempos de Alfonsín), elaboraba acerca de las visitas de don Lisandro a su casa. El hombre llegó, fue recibido con las formalidades del caso y esa noche, después de las reuniones, los banquetes y los discursos, durmió en el dormitorio de los Molinas, mientras los dueños de casa se retiraban a una de las alcobas de esa casa a la que le sobraban cuartos, salones, galerías, patios y parques. A la mañana, y mientras el personal de servicio preparaba la mesa para el desayuno, dona Matilde Porta Echagüe -la muy devota y patricia esposa de don Luciano emparentada con Manucho Iriondo, el patriarca conservador de la provincia- le dijo desconsolada a su marido que se había olvidado de recomendarle a la mucama que retirase el crucifijo que «precedía» la cama matrimonial. «Cómo se me pasó ese detalle…cómo lo va a tomar don Lisandro…él, que es tan ateo…». Se inició la ceremonia del desayuno y en algún momento -muy compungida- doña Matilde se anima a balbucear algunas disculpas por haber dejado el crucifijo, balbuceo que don Lisandro cortó muy gentilmente diciéndole: «No se aflija señora, le aseguro que no me molestó en toda la noche».

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