Crónicas santafesinas

I

No sé si todavía sobreviven las viejas casas de estudiantes. Sospecho que no. El escenario histórico que las hizo posible no existe. Habrá casas donde viven estudiantes, pero aquellos caserones que se transmitían de generación en generación sospecho que se fueron con el tranvía, la máquina de escribir, las galochas y el sombrero. Cuando llegué a estudiar a esta ciudad en los años sesenta estaban en su apogeo. Para que ello fuera posible era necesario entre otras cosas la presencia de estudiantes de todo el país e incluso de países vecinos. También una ley de alquileres que contemplada a la distancia fue abusiva contra los derechos de los propietarios…pero bueno…esa es otra historia. Lo que tengo presente es que cada casa había albergado a generaciones de estudiantes. Casas ocupadas por muchachos desde hacía veinte, veinticinco años. Y a veces más. Casas cuyos respetables vecinos se resignaban a soportar la jarana estudiantil con sus “peñas” ruidosas, sus reuniones conspirativas, sus citas amorosas, las sesiones nocturnas de estudios y esas otras sesiones nocturnas alrededor de una mesa de póker. Muchas de esas casas tenían nombre. Habían sido bautizadas no se sabe bien por quién, pero el nombre se mantenía vigente. Estaba “La Florería”, “Puerta de Hierro”, “Stalingrado”, “Sodoma y Gomorra”, “El garito”, “La toldería”, “El Colegio Menor”, “La Manija”. Todas desparramadas en los alrededores de la facultad de Derecho e Ingeniería Química. Viejas, hospitalarias, subversivas y pecadoras casas de estudiantes. El que las conoció no las olvida; el que no supo de su existencia pudo seguir viviendo sin mayores problemas, pero se perdió no sé si algo importante pero sí algo lindo. Se perdió cursar y aprobar una de las asignaturas que no figuraban en los programas académicos pero que era decisiva para disfrutar de una edad y un tiempo maravilloso. Como alguna vez escribiera el Chango Rodríguez: “…y en la casa vieja de los estudiantes, otra primavera feliz volverá”.

 

II

Sabemos que las plazas son espacios verdes, lugares de paseos, territorio de los chicos para corretear detrás de una pelota o jugar en las hamacas. Pero en otros tiempos las plazas eran también lugares de convocatorias políticas masivas. Los grandes públicos electorales se celebraban en las plazas. Los dirigentes partidarios, los oradores, los “picos de oro”, como se le decía entonces –a veces con admiración, a veces con ironía- se instalaban en los palcos, en los mismos palcos en los que en épocas normales actuaba la banda musical. Plaza Constituyente solía ser la tribuna preferida de los radicales. Allí lo escuché hablar alguna vez Ricardo Balbín. Y siendo muy niño, lo escuché de la mano de mis padres a Felipe Rodríguez Araya. Plaza Pueyrredón, era la preferida por los Demócratas Progresistas. Horacio Thedy y Luciano Molinas, son algunos de los oradores que recuerdo. Plaza España, era la preferida por la izquierda. Alguna vez estuvo allí ene se palco la madre del Che Guevara, doña Celia. En 1973, lo escuche hablar a Oscar Alende y a Horacio Sueldo. Plaza España, era también la plaza de los actos anarquistas, Y la plaza donde de vez en cuando intervenía la policía para dispersarlos. En tiempos de proscripción los peronistas preferían -no sé por qué motivo- la Plaza de las Banderas. Pero alguna vez lo escuche al dirigente sindical José Alonso hablar en Plaza Constituyente. Recuerdo que el público le pedía que saludara a lo Perón. Alonso, serio, de saco y corbata, les dijo sin perder la calma que él era un dirigente sindical peronista, pero no un payaso. Cuando lo militares fundaron la Plaza del Soldado, allí también se realizaron grandes actos. Recuerdo las convocatorias de Oscar Alende, de Abelardo Ramos. No en un a alza peor si en la esquina de San Martín y Cortada Bustamante, lo escuché hablar a Arturo Frondizi. Debe haber sido a fines de 1982 o principios de 1983. Andaba por cerca de los ochenta años y su salud no era buena. Pero el “Flaco” aún tenía energía y pasión para pararse en un atril y decir sus verdades.

 

III

Le decían Perita. Calculo que por un capullo de barba desprolija instalada el la punta de su “pera”.  Su nombre verdadero nunca lo supe. Creo que a nadie le importaba saber cómo se llamaba. Pero, además, muy pocos sabían que ese hombre alto; canoso; de ascendencia alemana, según sus palabras; elegante, a pesar de sus ropas modestas, era un exiliado de la dictadura paraguaya de Alfredo Stroessner. Según sus propias palabras, en Asunción enseñaba pintura en los hogares ricos  y alguna vez había organizado una exposición con su obra. Ahora andaba por Santa Fe ganándose la vida improvisando caricaturas en los bares nocturnos. Trabajaba exclusivamente de noche. Es decir, desde que se ponía el sol, hasta la madrugada. Durante años era frecuente verlo en el bar de la Terminal de ómnibus. O  por la zona de bulevar, en aquellos bares que ya no están: la Nochera Española, El Torino, el Maiami (así estaba escrito el cartel). O  el Capri. Una noche de verano, con humedad y mosquitos, nos quedamos conversando hasta tarde el el bar El Parque, de avenida Freyre. No sé de la calidad de  sus caricaturas, pero era un extraordinario narrador de historias. Si lo recuerdo medio siglo después es precisamente por ese estilo exquisito para contar historias imaginarias o no. Y ese tono de voz algo cansino. Y esa ironía, que muy podría calificarse de inglesa, porque se burlaba sin ofender. Vivía como podía en una pensión del centro, creo que sobre calle Catamarca. Solo. Jamás habló de su familia. Un amigo me asegura que alguna vez trajo a un hijo. Un pibe de diez o doce años. No lo sé. Lo seguro es que no le gustaba hablar de su vida privada. También en esa reserva estoica estaba presente su cultura. Nunca se quejó de los sinsabores de su vida, porque a su manera era un dandy, aunque se notaba que en algún momento la soledad lo abrumaba. Y, sobre todo se notaba, que en otros años su calidad de vida había sido otra. Perita. Calculo que en Santa Fe se debe de haber quedado cinco o seis años. Llegó sin avisar y se fue sin avisar.

 

IV

Alguna vez un historiador español escribió lo siguiente: “La historia de una ciudad es también la historia de sus crímenes”. Exacto. Como diría Braudel, todo es historia. Y, por lo tanto, si queremos conocer el pasado de una ciudad -o el de una nación- debemos incluir también sus crímenes, porque ellos dan cuenta de una identidad. Yo en este caso me voy a referir a un crimen reciente. Ocurrió hace casi quince año. La víctima: un profesor de filosofía que vivía solo en barrio Candioti. Alvaro Costa se llamaba. Tenía alrededor de cuarenta y cinco años y era muy respetado en su profesión. A Alvaro lo encontraron muerto en su casa. Estrangulado. Estaba atado de pies y manos. Se supone que el faena deben de haber participado más de una persona. En su momento se hizo ruido, se investigó, hubo algunos detenidos que enseguida liberaron porque no había pruebas. Se sospecha que los asesinos conocían a la víctima porque la puerta no estaba forzada, de lo se deduce que Alvaro los dejó pasar. Pero eso se supone. Y lo que se supone no siempre coincide con la realidad. No robaron. Por lo que se descartó  la hipótesis del ratero. No robaron, pero se llevaron el disco de la computadora. Extraño, ¿no?. Cuando ocurren estos misterios, uno desearía que se hagan presente Arsenio Lupin, Hércules Poirot, miss Marple o un Sherlock Holmes, para que aten cabos, deduzca, intuyan, interpreten y finalmente hagan justicia. Nunca olvidar que los clásicos detectives de las novelas de enigma -inglesas en su mayoría- ganaron su lugar en la historia porque la policía no hacia o no podía cumplir con su deber. Les recuerdo el nombre de la víctima: Alvaro Costa. Sus asesinos están sueltos.

 

 

 

 

 

 

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