A dos meses de haber asumido el poder, las diferencias internas del peronismo parecen ocupar el centro del escenario. ¿Es tan así? ¿Gobierno bifronte? ¿Disputas inevitables y hasta saludables de una coalición de poder?
Por lo pronto, los hechos: el peronismo gobierna, pero al mismo tiempo las críticas más severas provienen del mismo peronismo. La conclusión parece inevitable: el peronismo es- o pretende ser- oficialismo y oposición. No se trata de una decisión conspirativa, de un acuerdo tejido entre las sombra para dominar el país. Nada de eso.
La respuesta a este singular modo de concebir el ejercicio del poder hay que rastrearla en nuestras tradiciones y, muy en particular, en las del peronismo con sus mitos fundacionales y su lógica acerca de los despliegues del poder.
La famosa boutade de Perón, “Peronistas somos todos”, frase pronunciada después de enumerar a las corrientes políticas nacionales más diversas, hay que interpretarla como una verdad política. Perón practicaba el humor, pero no era un humorista dedicado a divertir a su platea, sino un político que se valía de diferentes recursos para expresar sus verdades. También fue un chiste aquella frase: “A los amigos, todo; al enemigo, ni justicia”. Un “chiste” que después padecieron miles de argentinos.
Tras la frase: “Peronistas somos todos”, palpita el concepto de identificar al peronismo con la nación y a sus opositores con la antipatria. Quienes suponen que ese juicio o prejuicio pertenece al pasado, les recuerdo que durante la gestión de Macri y en los recientes dos meses del gobierno de los Fernández, el principio que unificó a los peronistas sostiene que todo gobierno no peronista es algo así como una ocupación ilegítima del poder.
La identidad del peronismo con la nación no solo está presente en sus orígenes, sino que luego fue teorizada en diferentes registros, pero idénticas conclusiones por la derecha y la izquierda peronista. Desde Ivanissevich y Ottalagano a Abelardo Ramos y Hernández Arregui; desde Guardia de Hierro a Montoneros, desde curas preconciliares a sacerdotes del llamado Tercer Mundo, hay en este punto una inquietante conclusión.
Una conclusión que incluye a inesperados aliados, porque la historia del peronismo es también la historia de las sucesivas capitulaciones de quienes sin ser peronistas supusieron que las dificultades de la nación se resolvían por el mágico expediente de pasarse con armas y bagajes al peronismo. “Total, si me equivoco, me equivoco con el pueblo”, era la resignada coartada de los flamantes “infiltrados”.
Los ejemplos abundan, pero el más notorio por la calidad intelectual de sus protagonistas es el de los editores de la revista “Pasado y Presente”, intelectuales marxistas que incluyeron en el debate cultural el pensamiento de Antonio Gramsci. Profundo impacto en el campo intelectual produjo en aquellos años un comentario editorial en la que se postulaba que la lucha de clases en la Argentina se expresaba y se traducía a través de la lucha interna en el peronismo. No deja de llamar la atención esta afirmación promovida por seguidores de Gramsci, afirmación que seguramente no hubiera fastidiado -todo lo contrario- a Benito Mussolini, carcelero y verdugo de Gramsci.
De estos mitos, prejuicios y retazos de ideologías autoritarias de la primera mitad del siglo veinte, es tributaria esta práctica política de concebirse oficialismo y oposición al mismo tiempo, la pretensión de ocupar todas las letras del abecedario político y tocar todas las notas del pentagrama.
Seguramente esta concepción es reforzada históricamente por la poderosa hegemonía política y cultural (ya que mencionamos a Gramsci) que ejerce el peronismo para construir el llamado sentido común de la sociedad y regular desde la sociedad y el Estado el conflicto social según sus propios intereses.
En homenaje a cierto pragmatismo en boga, podría admitirse esta realidad e incluso resignarse a ella, o considerarla una de las singularidades de nuestra vida nacional.
La objeción real a este principio es que en la Argentina un 40% de la sociedad siempre se ha resistido a asimilarse a estas “verdades”. Además, como las últimas elecciones se encargaron de confirmarlo, ese cuarenta por ciento de votos representa a los sectores más modernos y productivos del país.
Esa Argentina “amarilla”, incluye a personas, pero también a relaciones sociales y económicas muy diferentes a las que expresan esa consistente línea histórica del populismo criollo: “La Matanza-Riachuelo”.
El otro problema político práctico de concebirse como oficialismo y oposición proviene de los antecedentes siniestros que ha provocado esta práctica. Entre 1973 y 1976 el peronismo ocupó todo el espacio político. Y ese espacio se tiñó de sangre y muerte.
Liberado a sus propias pulsiones, el peronismo fue al mismo tiempo el partido de los explotados y los explotadores, de los torturados y los torturadores, de los desaparecidos y los desaparecedores. Se dirá que hoy ese clima de violencia no está presente. Puede ser. Pero por las dudas, yo no correría riesgos. En la Argentina que vivimos, no es aconsejable jugar con fuego. Y mucho menos, golpear las puertas del infierno.