Las grandes crisis políticas suelen forjar liderazgos e instalan en el centro del escenario personalidades vigorosas cuya presencia suelen identificar un tiempo histórico. Sin embargo, la pandemia que hoy padece la humanidad pareciera suscitar una cierta nostalgia por líderes que sepan estar a la altura de las circunstancias, y al respecto han abundado comentarios acerca de esta carencia en un tiempo en que a la desdicha y el miedo se suma ese sentimiento de desolación que produce la sospecha de que estamos trágicamente a la intemperie.
¿Es así? Yo no sería partidario de afirmaciones tan concluyentes porque la nostalgia no suele ser una buena consejera en materia histórica, pero a quienes se sienten fascinados por personalidades como las de Churchill, De Gaulle o Roosevelt habría que recordarles que esos liderazgos se constituyeron a contramano del humor social dominante y en sus prolongadas peripecias políticas sufrieron derrotas y ostracismos. El ejemplo más elocuente lo brinda Winston Churchill, quien para 1940 era considerado por muchos de sus pares un cadáver político y que luego de «su hora más gloriosa» fue derrotado por sus adversarios laboristas, sin olvidar que años después, cuando parecía estar más allá del bien y del mal escribiendo sus memorias, experimentando con la pintura y disfrutando del amor de su pueblo, su compañero de causa conservadora Harold MacMillan no vaciló en calificarlo como un personaje «mitad aristócrata inglés, mitad fullero americano», aunque nunca quedó del todo claro si lo estaba criticando o elogiando. Digamos, a modo de conclusión, que sobre este tema el Winston Churchill que hoy despierta adhesiones casi unánimes vivió como nadie los rigores de las inclemencias de la polític
Hechas estas aclaraciones, correspondería interrogarse en tiempo presente acerca de la calidad de los liderazgos y hasta dónde son necesarios, sobre todo en repúblicas democráticas en las que lo que se valoriza, o se debería valorizar, son las instituciones, los recursos económicos y el conocimiento científico y no tanto personalidades carismáticas que dispondrían del singular don de conducir a los pueblos hacia destinos trascendentes.
Lo que la experiencia política enseña es que si en una república las instituciones son decisivas, también lo son la política y los políticos, por lo que, nos guste o no, los liderazgos responden a una necesidad, como a lo largo de la historia de la humanidad se empeñaron en demostrarlo Platón, Maquiavelo, Carlyle, Nietzsche, Weber o Schmitt.
Un partidario paradójico de estos liderazgos es Boris Johnson, quien escribió con buena prosa una biografía de Winston Churchill: El factor Churchill , para probar que un hombre, un solo hombre, puede marcar una diferencia histórica decisiva. Más allá de sus argumentos, lo que esta dama algo intrigante, algo sinuosa y algo seductora que se llama historia se encargó de probar es que se pueden desarrollar muy buenas hipótesis alrededor de los liderazgos y luego ser incapaz de ejercerlos por lo menos en los términos en que Johnson evalúa a Churchill.
Al respecto, no deja de llamar la atención en esta «crisis coronavirus» que jefes de Estado como Johnson, Trump, Bolsonaro y, de alguna manera, López Obrador, cuyos rasgos distintivos, además de una fuerte vocación de poder, es atribuirse capacidades singulares para entender en un golpe de vista los humores inmediatos de la sociedad y los hipotéticos peligros que puedan acecharla, se hayan equivocado de un modo tan evidente, mientras que dirigentes con menos retórica, como Angela Merkel, por ejemplo, supieron interpretar la gravedad de una crisis que es verdad que sorprendió a todos, pero no es menos cierto que algunos reaccionaron con más celeridad y eficacia, mientras que otros se extraviaron en diagnósticos y decisiones equivocados.
Si fuera posible establecer una comparación entre Boris Johnson y Angela Merkel -jefes de Estado de países desarrollados y ambos identificados con el pensamiento conservador- podría admitirse que efectivamente la personalidad hace una diferencia, y esa diferencia provoca consecuencias también diferentes. El liderazgo de Merkel en ese sentido es aleccionador, porque suma a la experiencia política el saber científico, el talento para ganarse la confianza de la sociedad y el apoyo de la oposición, sin renegar de los valores republicanos. Como ya lo hizo en su momento con la crisis de los refugiados, primero, y la crisis financiera, después, Merkel demostró que ejerce no solo los dones políticos de la responsabilidad, la mesura y la decisión, sino que además eludió las celadas de la retórica liviana, por lo que no discriminó ni abusó del poder ni cayó en la tentación de equiparar -por ejemplo- la pandemia con una guerra, ni siquiera como metáfora, ya que se supone que toda metáfora ilumina la realidad y la hace más verdadera, mientras que la referencia a la «guerra» es apenas un previsible y gastado lugar común.
Un líder puede tener una identidad democrática o autoritaria, pero en todos los casos lo que jamás se puede perder de vista es que los liderazgos, incluso los más dignos, suelen estar en tensión con las instituciones, porque todo liderazgo es una exasperación práctica del poder y, como ya sabemos, si al poder no se lo limita, se desborda.
Es probable, y tal vez deseable, que en el futuro los líderes no sean necesarios, que las sociedades puedan autogobernarse a partir de sus propias necesidades y a la altura de sus deseos de libertad, una suerte de utopía que a Borges le encantaba evocar implorando por un país en el que los políticos fueran prescindibles o invisibles, un deseo noble pero lejano, por lo que, mientras tanto, deberemos hacernos cargo de los riesgos del poder con los instrumentos de la democracia y la sensibilidad del humanismo que las sociedades fueron capaces de construir a lo largo de la historia.
Noah Harari planteó con su habitual lucidez el desafío central que esta pandemia nos presenta: retorno a los nacionalismos o apertura a la cooperación internacional; soluciones políticas democráticas o soluciones autoritarias. Los liderazgos seguramente se forjarán en estas encrucijadas, que, como toda encrucijada, tienen final abierto, y en esos posibles desenlaces estamos todos comprometidos.
Se suele decir que líderes son aquellos que logran transmitirle a la sociedad una visión ideal del futuro, pero yo diría que líderes son aquellos que saben articular las esperanzas del futuro con las exigencias del presente y conjugar la inspiración con los rigores del realismo, aunque nunca hay que olvidar que las sociedades siempre juzgarán a sus líderes no tanto por sus pretensiones o su retórica como por los resultados, y al respecto importa advertir que los resultados deben ser buenos, porque los pueblos no admiten líderes derrotados, más allá de que Borges insista en que la derrota dispone de un sabor más noble que la victoria, apreciación literaria sugestiva y poética, pero que tiene como destinatario a un caballero, y los líderes no tienen la obligación de ser caballeros y la única poesía que les está permitida es la que se escribe con los trazos descarnados e impiadosos del poder.