No me consta que declarar una cuarentena sea fácil, como se dijo en estos días, pero me animaría a decir que salir de una cuarentena será una tarea ardua y que el temple y la lucidez de un estadista se medirá en este inquietante escenario, porque será allí donde todas las dificultades que arrastra un país, y que la pandemia no ha hecho otra cosa más que exasperar, deberán ser traducidas al lenguaje político, al arte de construir consensos sociales.
Innecesario decir que para estas tareas no hay libretos escritos, apenas tradiciones políticas, modos de resolver la administración de las crisis con todas las virtudes que este homenaje al realismo encierra, pero también con todos los vicios de una actividad política que sin menoscabo de sus virtudes suele exhibir, en más de un caso, las debilidades -cuando no las pulsiones innobles- de la condición humana.
La pandemia nos coloca a los argentinos ante el desafío de hacernos cargo acerca de qué nación queremos ser en el siglo XXI, pero sobre todo nos sitúa ante el dilema de decidir qué haremos para salir de lo que son nuestros crónicos problemas estructurales, una manera suave de calificar fracasos sociales y económicos que se reiteran con obsesiva fidelidad desde hace décadas y que revelan el fracaso de una clase dirigente, pero también el fracaso de una sociedad, ya que si en democracia la soberanía reside en el pueblo, ese pueblo es responsable.
Es verdad que en sociedades jerárquicas y en democracias representativas las responsabilidades no se distribuyen de manera igualitaria, pero no está mal que nos hagamos cargo como ciudadanos de lo que hicimos y dejamos de hacer para llegar a una situación que no creo exagerar si la califico de “límite”. Dicho esto, importa insistir con particular severidad en la responsabilidad de la clase dirigente criolla y en particular en aquellas fracciones de poder que desde mucho tiempo lo ejercen de manera casi absoluta, un ejercicio que incluye privilegios, pero también la construcción de mitos que cumplen la función de legitimar lo existente.
Los rigores de la crisis aconsejan cambios importantes en la política, en la sociedad y en la economía, pero si no conozco mal a este país y si no me equivoco acerca del poder bizarro que ejerce lo que se llama nuestro “ser nacional”, me voy a permitir ser algo escéptico respecto a la celeridad e incluso la calidad de esos cambios.
En todo caso dejo abierta la esperanza de que la vida misma me sorprenda, pero en homenaje al realismo, que suele ser el homenaje que habitualmente tributa la política a las relaciones de poder existentes, seguiré manteniendo una dosis civilizada de escepticismo.
Desde ese lugar es que se me ocurre pensar que antes que proponernos hazañas políticas que no seremos capaces de realizar, dispongamos de la lucidez necesaria para promover mínimas reformas estatales, porque con el actual Estado ninguna estrategia política es posible. Se trata de asumir la responsabilidad de hacer funcionar el capitalismo y hacerlo funcionar en sociedades de masas que no suelen admitir sacrificios en nombre de promesas a cumplirse en un futuro improbable.
Estos objetivos no se logran transitando una carretera liberada de obstáculos. Por el contrario, supone asumir contradicciones de compleja resolución, pero es precisamente en este punto, el de la complejidad, donde la política debe tomar la palabra.
Por lo pronto hay que salir de la cuarentena. No mañana, pero es necesario disponer de la voluntad política para dar ese paso que nadie desconoce que está cargado de acechanzas, un riesgo que todo político sabe que se debe correr.
Sin duda que nos han tocado vivir tiempos difíciles. La pandemia parece reactualizar aquello que alguna vez dijera Paúl Valery: “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”. Valery escribió estas palabras un año después de concluida la Primera Guerra. No sé si este presente es comparable con aquel pasado, pero está claro que con más o menos dramatismo la pandemia nos coloca ante el dilema de la muerte.
Y de eso se trata: de los miedos como angustia personal, pero también como hecho colectivo porque el miedo es una relación social y un dispositivo del que se vale el poder, de derecha o de izquierda, para administrar, pero también dominar a las sociedades. Desde el miedo a la guerra o el miedo a los desbordes de la naturaleza, hasta llegar a los miedos más cotidianos pero no menos eficaces como, por ejemplo, la hiperinflación, la pobreza o la violencia.
Si estos miedos no existieran no existiría la política y sospecho que tampoco el poder. De estas lecciones Hobbes y Maquiavelo, algo sabían. ¿Qué limita al miedo? La libertad. La libertad política, la libertad individual. Un cristiano agregaría, el amor. Paulo Freire lo hace, observando que el don del amor solo es posible cuando derrota el miedo a la libertad.
¿Qué hará este gobierno y la oposición alrededor de estos dilemas? ¿Cómo administrarán los miedos: el miedo al coronavirus, pero también los miedos al desempleo, a la miseria, a la violencia? No me molesta concluir una nota con un signo de pregunta.