I
Supongo que nadie se escandalizará si cuento detalles acerca de la noche del martes 20 de mayo de 1970, cuando fui detenido por la policía en el hall del Cine Ideal, el que estaba en calle San Martín, casi al lado del bar Gayalí. Hago la advertencia, porque esto sucedió hace exactamente medio siglo y supongo que mis faltas deben de haber prescripto, no solo legalmente sino moralmente, ya que hasta el tango disculpa al personaje que invoca “locuras juveniles, la falta de consejos”. Todo comenzó una tarde de mayo. Estaba nublado, hacía frío y los responsables de mi agrupación política en la facultad nos propusieron a mí y a mi amigo Pinqui, si queríamos ir al cine a ver “Isadora”, la película filmada en homenaje a Isadora Duncan, protagonista de un final “de película”, cuando su chalina de seda se enredó con las ruedas del auto descapotable en el que viajaba por la Costa Azul. A la película la quería ver, porque no me la quería perder a Vanessa Redgrave; la quería ver, porque la dirigía Karel Reisz, quien unos años después filmaría “La amante del teniente francés”; y la quería ver, porque nuestro “responsable” (así llamábamos al jefe político) nos daba la plata para comprar las entradas, algo importante para estudiantes “secos de raíz” como yo y mi amigo éramos en aquellos años.
II
Claro, la invitación incluía una condición: la película duraba dos horas, había un corte de algunos minutos a la mitad, oportunidad en la que nosotros debíamos, desde el primer piso, tirar unos volantes firmados por el Partido Comunista repudiando la invasión yanqui a Camboya. Como uno en esos tiempos, además de izquierdista, era un irresponsable absoluto, aceptamos las condiciones y esa noche (después de cenar en el Comedor Universitario, que entonces funcionaba en bulevar entre 4 de Enero y 1º de Mayo, donde ahora hay unas oficinas de Tribunales) fuimos al cine y después de ver la primera parte, cuando la gente empezaba a retirarse de la sala para fumar un cigarrillo, Pinqui y yo procedimos a tirar los volantes que cayeron al centro de la sala como tiernas mariposas multicolores. Cumplida nuestra misión, bajamos al hall a fumar un cigarrillo. Y allí fue cuando aparecieron dos policías de civil, uno con la pistola en la mano, y con modales que no serían los más apropiados de un caballero inglés, nos llevaron al baño y antes de los cinco minutos estábamos esposados.
III
Por supuesto, negamos terminantemente todo. Y, claro está, los señores de la policía insistían en no creernos. Siempre en aquellos episodios ocurría algo desopilante. En primer lugar, nosotros, arrojando volantes desde un primer piso donde había no más de cuatro o cinco espectadores, por lo que no hacía falta ser un lince para “adivinar” quiénes podían ser los “volanteadores”; pero lo más curioso es que sumaron en el arreo a un señor de alrededor de algo más de treinta años (cuando se tienen veinte años, toda persona mayor de treinta años es un señor mayor) que por supuesto era absolutamente inocente e insistía en probar su inocencia exhibiendo un rosario, mientras su señora madre lloraba en el hall como lloran las madres en estos casos, este buen señor insistía en que no era de Santa Fe, que habían llegado en auto con su madre desde Concordia, que su destino era Rosario y habían hecho noche en nuestra ciudad, se alojaron en el Castelar y, en mala hora, se les ocurrió ir al cine. Yo intenté abogar a favor del inocente, pero tampoco podía hablar mucho porque supuestamente yo también era inocente y los policías ya habían decidido que todo lo que yo dijera eran mentiras, con lo que se demuestra que a veces la policía no se equivoca. Otro sí digo: observo, medio siglo después, que nuestra volanteada de repudio a la invasión yanqui en Camboya, era de alguna manera un apoyo a Pol Pot, el genocida que luego masacraría a cientos de miles de camboyanos. Pero, como ya advertí en su momento: “locuras juveniles, la falta de consejos”.
IV
Salimos esposados del Cine Ideal los tres: Pinqui, yo y el señor que llevaba en la mano el rosario. Nos trasladaron a una seccional de calle 9 de Julio y después de una espera en una sala inmensa y helada, a Pinqui y a mí nos trasladaron al calabozo, mientras que al señor del rosario parece que lo dejaron en libertad, después de que el comisario le pegara un buen levante a los dos matones por haber incluido en el arresto a un señor inocente, a quien, algo tarde, le pido disculpas por el mal momento que le hicimos pasar. Esa noche dormí por primera vez en mi vida en un calabazo. No iba a ser la última, pero así como no se olvida a la primera novia, tampoco se olvida la primera noche en cana. Recuerdo que no teníamos miedo, porque, repito, éramos unos irresponsables totales. No tuvimos miedo, pero tuvimos frío; hacía mucho frío en ese mes de mayo de 1970 y tampoco nos resultó agradable dormir en el piso pelado, aunque, a favor nuestro, debo decir que a esa edad uno puede dormir arriba de unas alambradas de púa, y al otro día se despierta como si hubiera dormido en el mejor colchón pullman, del mejor hotel cinco estrellas.
V
A la mañana siguiente nos sacaron esposados y rodeados de varios policías armados como si fuéramos Jesse James y Billy the Kid, hasta una oficina de tribunales, donde nos tomaron las impresiones digitales y unas fotos, de esas en las que hasta San Francisco de Asís sale con cara de mafioso. Finalmente, nos trasladaron a una seccional que está en la esquina de Lavalle y Balcarce. Todavía está, y cuando paso por el frente siempre recuerdo que alguna vez ingresé a ese hospitalario local, y no precisamente porque tuviera muchas ganas de disfrutar de sus proverbiales comodidades. Allí estuvimos presos unos quince días. Mentiría a mis recuerdos si dijera que la pasamos mal. Esa misma tarde nos llegaron abrigos, dos colchones, comida, una radio, libros. En esa temporada de vacaciones forzosas leí “El perseguidor” de Julio Cortázar en una edición de CEAL. Y de la radio, recuerdo una canción que difundían todas las mañanas: “Y una mañana, mientras el café esperaba, en una servilleta blanca yo te dibujaba, yo te dibujaba”. Al otro día, comenzaron a llegar los amigos y por supuesto, papá y mamá. En algún momento paso mi tía Ñata, mi tía burguesa, como le decía, con la que discutía de política a lo perro cada vez que iba a comer a su casa de calle Urquiza al 3400, y que alguna vez me había dicho: “Para que veas que te quiero lo mismo, te prometo que cuando te metan preso te voy a llevar cigarrillos”. Y llegó una tarde y me trajo una caja de Particulares “para que veas que las burguesas cumplimos con la palabra”.
VI
Entre el tercer o cuarto día pasaron por la comisaría nuestros abogados defensores: Pichón Nogueras, Ricardo Molinas y Aldo Tessio. Aun me parece escuchar el vozarrón de don Aldo, diciéndole al comisario: “Venimos a visitar a los presos políticos”. Los presos políticos vendríamos a ser nosotros. A esa altura del partido, ya empezábamos a sentirnos importantes. Y los canas también empezaron a pensar que éramos importantes. Debo decir, además, que así como los canas que nos detuvieron eran unos matones de cuarta, los policías de la seccional eran macanudos. Y no exagero ni miento. Había entonces una dictadura, la policía hacía su trabajo, pero el terror todavía no existía. Con los canas tomábamos mate y jugábamos al truco, pero lo más notable ocurrió el 25 de mayo.
VII
Ese día nos llegó comida como para un regimiento. Viandas de mamá, del Centro de Estudiantes, de los Derechos Humanos, del Comedor Universitario, de una novia. Era un 25 de mayo de sol radiante. Al comisario le hicimos la siguiente oferta: nosotros ponemos la comida: empanadas, tartas, asado, locro, pastaflora; y ellos ponen el vino y comemos juntos en el comedor. Aceptaron sin vacilar, y ese fue el primero y, hasta ahora, el último 25 de mayo que celebré con la policía, brindis patriótico incluido. Después Pinqui y yo nos fuimos a dormir la siesta a nuestro calabozo. Cuando una semana después recuperamos la libertad, pasó algo “gracioso”. Esa tarde la seccional estaba alborotada, porque había una manifestación estudiantil en el centro. Estábamos en la ofician del comisario. Y en el escritorio había diez o quince machetes de policía, de esos que te sacudían por el lomo durante las manifestaciones. Y a mí se me dio por tocar uno para saber si era de madera o de goma. Entonces el comisario me dijo: “No toqués eso que no es para vos”. Y después de una leve vacilación, agregó sin dejar de sonreír: “Mejor dicho, ES PARA VOS, pero no lo toqués lo mismo».