En el primer párrafo del “18 Brumario de Napoleón Bonaparte”, Carlos Marx le atribuye a Hegel haber dicho que “hechos y personajes aparecen como si dijéramos, dos veces: una vez como tragedia y otra como farsa”.
A este libro de Marx habría que releerlo por diversas razones; entre otras, para disfrutar de una escritura elegante, una escritura en la que la lucidez y la ironía despliegan un formidable juego de luces confirmando aquello de que solo escribe bien quien dispone de una singular percepción de lo real, motivo por el cual cada frase está cargada de sugerencias e insinuaciones, de ironías y revelaciones que enriquecen el pensamiento del autor e incluso, en más de un caso, lo contradicen.
También merecería leerse, porque Marx construye el concepto de bonapartismo, una categoría que seducirá a más de un izquierdista nacional en su esfuerzo por intentar explicar al peronismo desde sus orígenes. Por último, más que leerlo, correspondería recordarle a una señora que fue presidente de la nación, que la categoría de bonapartismo no alude al tío sino al sobrino.
La mención de Marx a Hegel acerca del devenir desde la tragedia a la farsa, se ha transformado casi en un lugar común de la reflexión política, pero no obstante se sigue recurriendo a ella porque la frase posee la virtud de condensar en pocas palabras contradicciones que se despliegan en amplios escenarios históricos. Supongo no ser desleal a Hegel y a Marx si me permito invertir la contradicción y postular que nuestras experiencias políticas en clave populista transitan no desde la tragedia a la farsa sino de la farsa a la tragedia.
La hipótesis pretendería enfatizar cierto componente farsesco que suele distinguir al populismo en general y al kirchnerismo en particular. Como bien se sabe, la farsa es una caricatura de la realidad, pero en sus repliegues suele anticiparse la tragedia. La modalidad preferida de la farsa es el relato, la construcción discursiva que falsea la relación con lo real y en más de un caso lo caricaturiza.
Ejemplo: en la actualidad, a su máxima dirigente sus seguidores pueden presentarla como el paradigma de la causa “nacional y popular”, cuando no la abanderada de la izquierda real en el siglo XXI. Que a la izquierda real del siglo veinte la haya distinguido su crítica radical a la propiedad privada, mientras que a los jefes locales del populismo lo que los suele distinguir sea la veneración y en algunos casos la idolatría a la propiedad privada, es una contradicción que a sus cultores no les suscita el menor interrogante, tal vez porque una condición de la cultura populista es convivir sin culpa con estas contradicciones.
Puede que el populismo criollo indague acerca de algunas perplejidades del siglo XXI. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, son esfuerzos teóricos ejemplificadores no tanto por lo que dicen con esmerada elegancia, como la desoladora distancia que existe entre sus profecías y los ingratos y despojados rigores de la realidad. La señora que alguna vez proclamó que a su izquierda existe solo la pared, es multimillonaria, se califica a si misma como exitosa y reside en los barrios preferidos de los detestables millonarios. Ella y sus colaboradores.
Más allá de la retórica “nacional y popular”, la farsa populista convive con los beneficios autoritarios de los regímenes comunistas y el deseo de enriquecerse sin límites que le atribuyen al capitalismo. Sus elaboraciones teóricas pueden ser más o menos complejas, pero los desenlaces suelen exhibir una asombrosa simplicidad. El populismo farsesco elabora una crítica cultural a los medios de comunicación, pero no bien se presta atención a su práctica histórica observamos que no están en contra del periodismo, sino en contra del periodismo que los critica.
Con relación a la Justicia ha incorporado al debate el concepto de lawfare, pero no bien se presta atención a los datos de lo real, registramos que la crítica a los roles de los justicia y los jueces en las sociedades contemporáneas se desgrana en una descalificación no de los jueces en general, sino de los jueces que intentan investigar.
La política farsesca vive desgarrada entre la contradicción de lo que se dice y lo que hace. Sus aspiraciones de cambiar el mundo conviven sin contradicción visible con los afanes íntimos por cultivar sus propios símbolos y practicar sus exclusivas idolatrías. Si el “bolso” parecería ser el símbolo distintivo del kirchnerismo, su ritual preferido intentaría manifestarse en ese instante sublime en que Néstor se arrodilla ante una caja fuerte para proclamar la hora de la verdad. La idolatría al dinero y los privilegios del dinero conviven sin mayores conflictos existenciales con una retórica a favor de los pobres y un clientelismo concebido como el garante de una sociedad pasiva, dócil y resignada.
Conclusión con final abierto: el itinerario del siglo XXI incluye contradicciones, esperanzas y fracasos, pero en el marco del escenario populista, lo que sobrevuela a la hora del crepúsculo es el espectro descarnado del hastío; la sensación de deambular por un paisaje en ruinas bajo un cielo indiferente y un horizonte de cenizas.