I
El bar Las Cuartetas de San Martín y bulevar, fue durante muchos años el lugar en el que muchos santafesinos iniciaban o concluían la noche. Como de lo que estoy hablando transcurrieron casi cuarenta años, puedo decir sin sonrojarme demasiado que desde las mesas instaladas en la vereda de ese bar vi asomar el sol muchísimas madrugadas, un ejercicio contemplativo compartido con amigos en ese bar que funcionaba las veinticuatro horas del día y en el que, como alguna vez me dijera uno de los mozos: acá a la madrugada se juntan los que van y los que vienen. Una referencia a esa hora de la madrugada en la que en un instante del día compartían el mismo techo los trasnochadores con los que tomaban el primer café de la mañana. “Los que van y los que vienen”. Presumo que a Roberto Arlt o a Discépolo la frase les hubiera gustado.
II
Las fechas no las recuerdo con precisión, y supongo que tampoco es importante ser tan preciso con los días. Lo que puedo decir es que hacía calor; el día que empezaba a asomar, amenazaba ser tan caluroso como solo los días santafesinos saben serlo. Yo estaba solo y aseguro que no estaba tomando café con leche. Entonces trabajaba de periodista en el diario “Hoy en la Noticia”, un diario que logró el milagro de sobrevivir cinco o seis años, cuando en realidad pasó a la categoría de misterio conocer cómo pudo sobrevivir económicamente a partir de su segundo o tercer año de vida. En aquellos años yo escribía una nota publicada en la última página titulada “Como una escuela de todas las cosas” en homenaje a “Cafetín de Buenos Aires”, y la firmaba con el apodo “El Turco”. También escribía algunas notas políticas y para las elecciones de ese año, 1989, realicé una encuesta callejera solo y con una libreta de apuntes acerca del posible resultado y, para el asombro de algunos y del mío en particular, acerté con todos los pronósticos, un mérito más relacionado con la arbitrariedad de esto que se conoce como mediciones electorales que con mis virtudes. El diario “Hoy en la Noticia” tenía su sala de redacción en un local de calle 1º de mayo, creo que entre Vera y Catamarca. Muchos periodista, luego muy conocidos en la región, hicieron sus primeros palotes en ese diario. Otras habilidades desarrollamos entonces, como la de estar parados en la vereda aguardando ansiosos la llegada del camión con las bobinas de papel para que saliera el diario que estábamos terminando de escribir.
III
Lo cierto es que esa madrugada estaba en Las Cuartetas esperando que me llegara el sueño o alguna otra novedad de la vida, porque a esa edad uno andaba de noche y transitaba la madrugada buscando algo, no sé qué, pero algo uno esperaba hallar, una curiosidad que la he perdido, una pérdida que no extraño, lo cual debe ser una prueba más de que estoy viejo o me estoy poniendo viejo, tal vez porque, como dice el tango, “detrás del alba se va la vida”. En esas especulaciones metafísicas andaba, cuando lo veo bajar de un taxi al amigo Mono Ribas, con quien nos conocíamos desde los años de la facultad, desde que teníamos pantalones cortos y él era peronista y yo de izquierda o algo parecido, pero peronista seguro que no. Las diferencias con el Mono no impedían una amistad, no sé si íntima pero sí lo suficientemente sostenida por mesas de café y de vino durante largos años. Nos saludamos, pedimos la penúltima cerveza de la madrugada y en algún momento me dijo: “Vos tenés que trabajar de periodista en El Litoral y yo voy a hacer las diligencias del caso para que entrés a ese diario”. Cosas que pasan o pasaban a la madrugada. Un amigo peronista manifiesta su deseo que escriba en El Litoral y se ofrece a presentarme al director, es decir al Sapo Caputto, a quien conocía de nombre porque… bueno… vamos… ¿quién no conocía al Sapo en aquellos años?
IV
Yo supuse en un primer momento que el Mono hacía esa oferta como tantas ofertas que se hacen a la madrugada, ofertas que se dicen y luego se olvidan. Sin embargo no solo insistió en que yo debería entrar a El Litoral, sino que ofreció gestionar ese encuentro con el Sapo. Le pregunté, con el escepticismo del caso, para cuándo consideraba posible esa entrevista. Y el Mono respondió que en el acto, que terminábamos con la penúltima cerveza, nos subíamos a un taxi y nos íbamos a su casa de Guadalupe. Lo crean o no es lo que hicimos. Solo a esa edad, a esa hora y en esos tiempos se podían hacer esas cosas: visitar en su casa al director del diario para pedirle empleo. Sin cita previa y amanecidos. Me crean o no, llegamos a la casa del Sapo y me crean o no, abrió la puerta con cara de que recién terminaba de despertarse, se saludó con el Mono con un abrazo y me hizo pasar como si me conociera de toda la vida. Dije que yo ya sabía de la existencia del Sapo, pero para mi sorpresa él algo conocía de mí, en particular algunas de mis notas en el diario y esa famosa encuesta que realicé en absoluta soledad y reñido con todos los criterios académicos que se prescriben para estas situaciones.
V
Los buenos modales y los usos civilizados aconsejan que cuando alguien solicita un empleo se afeite, se bañe, luzca sus mejor vestuario, ensaye su sonrisa más compradora, arme una pretenciosa carpeta con algo parecido a un curriculum y esté dispuesto a demostrarle al posible patrón que es un chico bueno, capaz y diligente. Es lo que yo mismo hubiera hecho en condiciones normales, pero en esos años yo no solía practicar ese tipo de normalidad y mucho menos esa madrugada o esa mañana, porque a la hora de la reunión ya eran más o menos las once. Lo cierto es que al momento de ensayar a través de mi representante peronista mi solicitud de empleo yo no estaba bañado, mucho menos afeitado, no estaba con las mejores ropas de mi ya de por sí modesto vestuario, lo que menos tenía ganas era de ensayar sonrisas simpáticas y el único antecedente que podía brindar era el que puede ofrecer cualquier hijo de buena vecina casi sobre el mediodía y desvelado.
VI
El Sapo nos atendió como un caballero. Ordenó preparar café, pero nosotros reclamamos cerveza. Y mientras él desayunaba una señora colocaba en la mesa un porrón y dos vasos. El Mono hizo la solicitud del caso y comenzamos a hablar. Pronto nos enredamos en una discusión. En realidad, el Sapo escuchaba cómo discutíamos el Mono y yo, seguramente sobre las bondades del peronismo, o sobre Mambrú o sobre Tarzán. No sé en qué momento empezamos a hablar del periodismo y los diarios. El solicitante de empleo, es decir, yo, se tomó la licencia de criticar a El Litoral. No recuerdo exactamente lo que dije, pero conociendo el paño algo debo haberme referido al “diario de la derecha” o al “diario de la oligarquía”. El Sapo escuchaba y el Mono me daba la razón. Seguimos hablando y pasado el mediodía nos invitó a almorzar en el parque de la casa y casi al borde de una piscina. Creo que compartimos unas pastas y la cerveza fue desplazada por el vino, pero las críticas continuaron. En algún momento de la tarde nos fuimos. El Sapo nos acompañó hasta la puerta. Yo creo que estaba asombrado y de alguna manera divertido. De todos modos, cuando regresábamos para el centro el Mono me dijo: “Después del borrón que hicimos vos no entrás de periodista ni en la Voz del Tambo, ni en la revistita que se edita en la parroquia de Villa Yapeyú”. No sé que le contesté, pero si algo me quedaba en claro es que había hecho y dicho todo lo necesario como para de allí en más no pasar ni por la vereda de El Litoral.
VII
Las cosas de la vida y las cosas de ese tipo tan especial que era el Sapo. Todo lo que para el sentido común significaba lo que no se debe hacer para solicitar empleo, para él fue al revés. Una semana después de las escenas que relato, alguien me llama por teléfono a la redacción del Hoy en la Noticia. El Sapo Caputto en persona: “Quiero que para el 1º de enero te presentes en el diario. Date una vuelta por nuestras oficinas así te tomamos los datos del caso y te incorporás a la redacción como periodista”. Le pregunté si me iban a tomar un examen o si estaba a prueba. “Nada de eso, ni examen ni prueba de nada; entrás a la redacción y, eso sí, te ponés a trabajar con todo”. Cosas veredes Sancho. Cosas que ocurrieron en mi vida y ocurren en Santa Fe. Un peronista confeso y amigo como el Mono Ribas me recomienda a un diario que nuca fue peronista y a un periodista que tampoco lo es ni lo va a ser; y el director de El Litoral, a quien conozco en condiciones que en el más suave de los casos se puede decir que eran algo irregulares, me convoca para integrar la redacción del diario. Esa semana conocí a Susana, Gustavo, don Enzo y Ranwel. El bar Quico, de bulevar y San Martín, y los periodistas y jefes que allí nos reuníamos todas las tardes de ese año de 1990, son testigos.