Crónicas santafesinas

 

I

En sus últimos años Marcelo O’Connor venía con frecuencia a Santa Fe. Supuestamente la amistad era el motivo de su visita, pero sospecho que en realidad venía porque su amistad -para decirlo de un modo convencional- era la ciudad. Apenas llegaba a la ciudad hablaba por teléfono conmigo o con Jorge, sus dos amigos más antiguos, o los que sobrevivían, porque ya se sabe que con los años más que sumar amigos lo que se hace es restarlos, porque sin consulta previa los muy maulas deciden marchar al silencio. Lo dije muchas veces: cuando estoy en el extranjero no extraño a la Argentina o a una provincia, extraño a mi ciudad y siempre me las arreglo para regresar porque no me gusta extrañarla. A diferencia mía, Marcelo había decidido extrañar a su ciudad, contemplarla desde lejos. No sé si lo había decidido, pero sí admitamos que cada decisión que uno toma obedece, más que a la casualidad, a una cadena secreta de causalidades, debemos admitir que efectivamente no quería vivir en Santa Fe porque estaba más cómodo extrañándola. Por lo que, cada vez que regresaba -siempre por unos días- me hablaba de una ciudad que para mí era desconocida, no tan solo por razones cronológicas -era quince años más grande que yo- sino porque su mirada sobre el presente de la ciudad era diferente. Y al respecto, conviene insistir una vez más que una ciudad es algo más que un amontonamiento de casas y calles, una ciudad es una mirada personal, una perspectiva propia o, a riesgo de ser retórico, un estado del alma, motivo por el cual, una ciudad es siempre algo muy personal. Por lo menos para Marcelo lo era.

 

II

Había nacido en Santa Fe y, según tengo entendido, siempre vivió en la casona de Primera Junta casi llegando a Urquiza. Estudió en el Colegio Nacional y después se recibió de abogado en la facultad de Derecho de Cándido Pujato. Reformista universitario, siempre fue socialista, a veces sin partido, a veces con partido, a veces recorriendo las diferentes diásporas de la izquierda, pero socialista al fin. En los años del peronismo fue, como la inmensa mayoría de los estudiantes, decididamente antiperonista, pero después de 1955, y sin renunciar a la identidad socialista, empezó a preocuparse por “entender” al peronismo. Por lo demás, adhirió a todo el folclore que identifica a la izquierda liberal y reformista: simpatía incondicional por la república española, antifascista militante, y, según su singular sentido del humor, participó en la Segunda Guerra Mundial del lado de los aliados, asistiendo puntualmente a las sesiones del Cine Doré donde proyectaban películas en las que los norteamericanos eran los héroes, y los alemanes y los japoneses, los villanos. Fue amigo de Guillermo Estévez Boero y, según él, uno de sus soldados incondicionales en las refriegas de la laica y la libre de 1958, participando en algunos de los entreveros contra los “cruzados del cura Leyendecker”, particularmente una trifulca librada en las escaleras del Club Universitario que entonces funcionaba en los altos de San Martín e Hipólito Yrigoyen.

 

III

De Alejandro y Alcides Greca oí hablar, porque en esas largas tenidas de café o cerveza o vino, me contaba las historias de sus tíos, hermanos de su madre. Alguna vez me dijo que la primera película de 35 mm. del cine argentino (si no es exactamente la primera, es una de las primeras) “El último malón”, filmada en San Javier y dirigida por su tío Alcides, su madre, que entonces era una niña, participó de extra. Detalles de la revolución radical de 1933 los conocí porque las peripecias de esa aventura política se las había contado de primera mano su tío, Alejandro. “Nos mandamos una cagada”, me dijo que le dijo su tío Alejandro muchos años después. Para después agregar: “Pero creíamos en lo que estábamos haciendo… y además, nos jugamos el cuero en la patriada”. Según Marcelo, sus tíos Alcides y Alejandro estudiaron en La Plata y, fieles a los legados rebeldes de su tiempo, allí adhirieron a la causa libertaria, aunque cuando regresaron a Santa Fe se sumaron a las filas del radicalismo. En esos merodeos por la ciudad de La Plata conocieron a un peluquero anarquista. Se llamaba Salvador Caputto. Alguna amistad deben haber hecho para convencerlo de que se traslade a Santa Fe para dirigir un diario radical que primero se llamaría La Palabra y luego El Litoral. Alcides Greca en algún momento se fue a vivir a Rosario, pero Alejandro se quedó en Santa Fe, siempre leal a la causa de don Hipólito. A mediados de los años veinte viajaba en auto a Reconquista con Pablo Vrillaud, uno de los grandes dirigentes reformistas de su tiempo, cuando por una maniobra inesperada el auto perdió el control, chocó contra un árbol y, como consecuencia de ello, Pablo murió cuando aún no había cumplido treinta años. Muchos años después, Alejandro fue rector de la UNL, rector peronista, porque él como Armando Antille y otros pasaron por Forja y de allí al peronismo sin dejar de ser yrigoyenistas. Dos detalles me contaba Marcelo de su tío rector peronista: que en su despacho el retrato de Yrigoyen nunca fue reemplazado por el de Perón, y que si bien las actividades políticas del Centro de Estudiantes de Derecho estaban severamente prohibidas, la censura cesaba cada vez que los muchachos reformistas recordaban un aniversario por la muerte de Vrillaud. Tres libros de Alcides Greca aún guardo en mi biblioteca. “Viento norte”, “Cuentos de comité y “Pampa gringa”.

IV

Muchas noches lo acompañaba a Marcelo en sus melancólicas caminatas por la ciudad. Era lo que más le gustaba. Caminaba despacio, con aire desgarbado y prestando atención a los detalles, con todos sus sentidos alertas porque, según él, a la ciudad la reconocía hasta por sus olores. Conocía secretos de las familias antiguas y me mostraba casonas viejas y algunos lugares de su infancia y su primera juventud. La plaza San Martín, por ejemplo, fue la plaza de su infancia. Según él, el monumento a San Martín fue levantado por los masones al punto que el dedo de San Martín no señala al oeste, es decir a Chile sino al este, es decir a París. De su mano ingresé a la masonería y a su templo ubicado al lado de los bomberos y, según su singular lectura, el templo fue construido de manera deliberada al frente de lo que se suponía sería luego la catedral. En esa plaza transcurrieron sus juegos infantiles y algunas de las refriegas con los temibles hermanos Nogueras, entre los que se destacaba Pichón, con quien luego fue muy amigo. El socialista y el demócrata cristiano Marcelo caminaba y me contaba historias de la ciudad, de una ciudad que probablemente ya no existía. Burlón, irónico, era un duro, pero como todos los duros, incorregiblemente sentimental.

 

V

Fue muy amigo de Juani Saer. La última vez que estuve con Juani en París, dos meses antes de su muerte, me preguntó por O’ Connor, fiel a ese estilo de designar a los amigos por el apellido. Marcelo contaba anécdotas del escritor y cuando muchos de nosotros nos lamentábamos de que decidiera vivir en París, él consideraba que esa había sido una de sus decisiones más inteligentes. En nombre de esa amistad se permitía recordar sus condiciones de escritor, pero también de sus pretensiones pugilísticas, pretensiones que en todos los casos habían concluido en ruidosas derrotas, al punto que él lo había calificado como “general Lamadrid”, muy valiente pero crónico perdedor de todas las batallas. Si Juani decidió irse a París, Marcelo decidió viajar a Salta. Fue una noche de copas y amigos, cuando un conocido jurista santafesino, flamante miembro del equipo interventor a Salta, preguntó a los presentes quién quería acompañarlo en esa aventura. Pues bien, allí llegó Marcelo con su flamante título de abogado; allí estuvo desde los setenta en adelante y las interrupciones de su estadía tenían que ver con nuestras frecuentes interrupciones institucionales. En Salta, fue juez y juez de la Corte, columnista de El Tribuno, reconocido por el humor y la sagacidad de su pensamiento y, por supuesto, allí se ocupó de fundar su propio Partido Socialista, su propia logia masónica y su propia mesa de café en la que todas las mañanas compartía los chismes del mundo y sus alrededores con los amigos que sabía ganar. Dos libros publicó en la ciudad del Cuchi Leguizamón: “Cartas socialistas” y “Las columnas de O’Connor”. Murió en Salta, pero mirando a Santa Fe. Me consta que cuando presintió que la Señora de Blanco merodeaba demasiado cerca, dejó dicho expresamente que deseaba ser cremado y que a sus cenizas las arrojaran en calle Mendoza, entre San Martín y 25 de mayo, es decir, entre el Baviera y el Doria.

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