Crónicas santafesinas

I

Durante años, por lo menos durante dos décadas, la ciudad de Santa Fe fue para mí un territorio acotado -más o menos- entre avenida Freyre y República de Siria, y entre Suipacha y las Cuatro Vías. Más allá era territorio desconocido, tierra de nadie, estepa ignorada. Por supuesto que sabía que Santa Fe existía más allá de esos límites, y con relativa frecuencia incursionaba aquello territorios, pero, y esto es lo que importa, la incursión era muy parecida a la del forastero que ingresa por primera o segunda vez a una ciudad desconocida. Al respecto, digo sin exageraciones, que durante ese tiempo vivía en Santa Fe, pero conocía más la ciudad de Buenos Aires e incluso la ciudad de Córdoba que mi ciudad, mejor dicho, con lo que luego, con el paso de los años y otro tipo de convivencia, se transformó en mi ciudad, porque, bueno es decirlo, a la ciudad uno se la va apropiando a lo largo de la vida.

 

II

A la distancia observo que entonces mi territorio era muy pequeño. En términos de extensión ocupaba menos del cinco por ciento de la población; y en términos de habitantes, seguramente no llegaba, no llega, al uno por ciento. Pero sin embargo (y mi memoria no me traiciona) esa suerte de condado incluía todo lo que un joven -y después de no tan joven- necesitaba para vivir, y para vivir bien, incluyendo algunas penas y muchas alegrías, pero sobre todo incluyendo la totalidad de mi vida cotidiana de entonces. De hecho, durante todos esos años yo no necesitaba para vivir de la peatonal San Martín, (que entonces no era peatonal) mucho menos de la costanera, del barrio sur o de las barriadas populares. Mi vida de todos los días se extendía por la zona mencionada, algo así (y dale con la cultura francesa) como mi Barrio Latino o, si no les caen bien las orillas del Sena, mi Greenwich Village.

 

III

En principio, en aquellos años todas mis necesidades cotidianas se satisfacían en ese territorio. Allí estaban las casas de estudiantes, las facultades de Derecho e Ingeniería Química, el rectorado de la universidad y todos los bares y comedores en los que me encontraba con centenares ( y no exagero) de amigos y amigas; y también de algunos enemigos y algunas enemigas, porque hasta en las ínsulas más encantadoras las diferencias existen y a veces esas diferencias –sobre todo en aquellos años- pueden llegar a ser feroces. En ese territorio funcionó durante muchos años el Comedor Universitario, el templo, el foro de miles de estudiantes que todos los días del año, de lunes a domingo nos convocaba al mediodía y a la noche. Allí, además de comer, nos pasaban las cosas más importantes. En el Comedor se establecían las citas para las próximas reuniones del día: una peña, una guitarreada, una sesión de jazz, un ensayo de teatro independiente, una mesa de café. Allí nos conocíamos y allí sesionábamos en una suerte de estado de asamblea permanente. Lo digo sin exageraciones: el Comedor Universitario fue el principal responsable, deliberado o no, de la bohemia estudiantil de aquellos años, una bohemia que incluía todo lo que nos pudiera interesar, desde la amistad al amor, desde la sociabilidad a las alegrías y las penas. Todo entonces empezaba y terminaba allí.

 

IV

Ayer pasé por ese lugar establecido en bulevar entre 4 de Enero y 1º de Mayo. El Comedor Universitario cerró en 1975 y nunca más se abrió. Durante años funcionó allí una dependencia de Tribunales, pero ahora observó que se está levantando allí un edificio torre. Un pedazo de la vida de Santa Fe, de la vida juvenil de Santa Fe o, para ser más preciso, de la estudiantina de los sesenta y de los setenta, desaparece para siempre. Muchos estudiantes del interior pudieron estudiar y recibirse gracias a ese Comedor Universitario. Muchos estudiantes en su momento se movilizaron para que exista y muchos estudiantes nos movilizamos años después para que no se cierre. No pudo ser. Y fue una pena. Alguien dirá que el Comedor se había transformado en un foro en estado de asamblea permanente. Algo de eso es cierto, pero pregunto a continuación: ¿Alguien supone que dos mil o tres mil estudiantes de los años sesenta o setenta se reúnan todos los mediodías y todas las noches y que solamente se limiten a comer como autómatas? Por supuesto que abundaban las asambleas políticas y a veces esas asambleas se prolongaban durante horas. Y por supuesto que también pasaban muchas otras cosas que iban más allá del acto de masticar comida: la amistad, el amor, la alegría, estaban presentes. En el recuerdo lo que me llega es un rumor permanente de voces, de todos los tonos de voces. Y colores, colores de la ropa, colores de los cabellos, colores de la calle y de la vida. Alguna vez se dijo con tono crítico que estudiantes ricos hacían uso del comedor. Es verdad. Alguna vez hablé con uno, hijo de una familia de estancieros de provincia de Buenos Aires. Sus argumentos fueron muy claros. «Mis viejos me dan la plata necesaria para comer en el mejor restaurant de la ciudad, pero como solo, mientras que acá me acompañan los amigos que quiero, las mujeres que me gustan… ¿que la calidad de la comida no era la misma? A los veinte años nadie pierde el sueño por esos detalles, por las proteínas de la comida o por la calidad del vino.

 

V

Entonces ser joven era un permanente bullicio. Los días y las noches eran largas. Evoco entonces ese tiempo y registro para mi sorpresa que todos los días conocía gente. Hombres y mujeres. Todos los días eran ricos en novedades. Un escritor, un intelectual, un director de teatro, un pintor, un músico, un tarambana. Contemplado a la distancia, puedo permitirme decir que ser joven es precisamente eso: conocer gente interesante todos los días, estar dispuesto a hacerlo, estar disponible para el asombro. Y también para el amor. Esto no me ocurre ahora. Pero volvamos a la ciudad, al territorio que entonces era mi ciudad. Decía que allí estaba todo. Por lo menos todo lo que a mí me gustaba y me interesaba. Las casas de estudiantes, por ejemplo, las antiguas, nobles y solidarias casas de estudiantes, muchas de las cuales se sucedían de generación en generación. En algunas calles de ese territorio había en una cuadra cuatro o cinco casas de estudiantes. Con su ritmo y sus horarios. Abundaban las peñas (sospecho que esa costumbre alrededor de una guitarra y unas botellas de vino, ha desaparecido del planeta), las reuniones políticas en cuartos donde convivían los afiches en las paredes con camas destendidas y mesas con libros; los asados en el patio para festejar el aprobado de alguna materia; y las citas amorosas, las cálidas e irrepetibles citas amorosas de entonces. Todo se mezclaba con todo: la política, el amor, la lectura, el estudio, las peñas. ¿Se entiende ahora el contexto? ¿Se entiende por qué la ciudad para mí y para nosotros tenía límites precisos? Límites que nadie trazaba pero que los establecían nuestras vidas y nuestros años.

 

VI

Se vivía mucho de noche. Una vida nocturna estudiantil hecha de estudiantes que se habituaban a estudiar de noche. Salíamos del Comedor, algún café en el San Jerónimo, por ejemplo, y después a estudiar hasta la madrugada. Las anfetaminas ayudaban. Ningún elogio para ellas, pero ayudaban. Y, además, no estaban prohibidas. Todavía recuerdo los nombres; Actemin, Desbutal, Obesin, Dexamil Spanshul. En algún momento, cuatro o cinco de la mañana suspendíamos la lectura y nos íbamos a tomar un café. Caminatas por calles oscuras o por un bulevar casi sin tránsito. Entonces el Torino, el Capri o las Cuartetas estaban abiertos toda la noche. Y además uno llegaba al bar a las cuatro a las cinco de la mañana y siempre había conocidos. De la estudiantina nocturna o de la noche. No cuento estas escenas o estas historias para escandalizar a nadie o para hundirme en la melancolía; las cuento, porque en primer lugar son verdaderas, pero también porque mi prolongada y perdida juventud estuvo marcada para siempre por estas escenas; y las cuento para que algún joven las conozca, si es que le importa.

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/252919-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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