Crónicas santafesinas

 

I

Descubrí mi condición inevitable de santafesino cuando alguna vez el destino me instaló a miles de kilómetros de distancia de mi ciudad. No estaba mal en aquel lejano país, por el contrario, vivía en una cómoda casaquinta, compartía mis horas con amigos viejos y nuevos, conocí mujeres que aún hoy, casi cuarenta años después, las recuerdo, pero en cierto momento advertí que mi nostalgia por Santa Fe era más importante que lo que me ocurría todos los días en una ciudad que seguramente disponía de virtudes propias, pero que para mí me resultaban cada vez más extrañas cuando no invisibles. Sospecho que fue entonces que me reconcilié definitivamente con Santa Fe, una tarea que supongo que todos en algún momento estamos obligados a plantearnos, porque es casi un lugar común decir que, salvo algunas excepciones, en algún momento de nuestra vida estamos disconformes con la ciudad que el destino eligió para que vivamos.

 

II

Todos alguna vez hemos estado enojados con nuestra ciudad. ¿Cuántas veces en sobremesas o en reuniones de café nos hemos quejado de ella, hemos criticado o su geografía o sus tradiciones o su paisaje de todos los días? ¿Cuántas veces nos hemos prometido irnos, no volver nunca más, alejarnos para siempre? Un amigo que ya no está, que vivió y murió aquí, responsabilizaba de sus crónicas depresiones a Santa Fe. Le atribuía a la ciudad la causa de todos o casi todos sus males. No salía a la calle, o salía apenas lo necesario, porque aseguraba que el paisaje de la ciudad lo ponía de pésimo humor. Alguna vez le dije: «Si Santa Fe te resulta tan desagradable, ¿por qué no te vas de una buena vez?». Se lo decía bien, con buen tono y con afecto, pero se lo decía. Respondía con vaguedades: que no disponía de condiciones económicas, que no conseguía trabajo en otros lugares, que tenía compromisos o con una mujer o con familiares. En definitiva, según su perspectiva y para su desgracia, estaba condenado a vivir y morir en Santa Fe. Finalmente lo logró. Un buen tipo, inteligente, generoso, con un inesperado sentido del humor, pero desdichado. La pregunta que alguna vez sus amigos nos hicimos sobre él fue la siguiente: ¿Era Santa Fe su problema o había otra cosa?

 

III

Sobre estos temas, como en tantos otros temas de la vida, no hay seguridades absolutas, pero por lo que he vivido y he reflexionado, me animo a decir que alguna vez en la vida debemos reconciliarnos con la ciudad. Es más, postulo que esa reconciliación es un signo de madurez o de sabiduría al que alguna vez debemos arribar. Sospecho, y el caso de mi amigo es una prueba de ello, que la ciudad no es responsable de nuestras desgracias y, sobre todo, de nuestra mirada más o menos oscura sobre el mundo. Es más, diría que en más de un caso la imputación a la ciudad es una excusa, una coartada para eludir problemas que son nuestros, intransferiblemente nuestros. Ni Jorge Luis Borges puedo eludir esta celada. «Y la ciudad, ahora, es como un plano de mis humillaciones y fracasos», escribe. Y la conclusión no deja de ser más inquietante y que yo no me animaría a acompañar sin vacilaciones: «No nos une el amor, sino el espanto; será por eso que la quiero tanto». Está hablando de Buenos Aires, claro, pero para lo que importa lo dicho vale para cualquier ciudad. El Borges que escribió esos poemas era entonces, según sus propias palabras, sumamente desdichado, y proyectaba hacia la ciudad «sus humillaciones y fracasos». Sin embargo, en otro momento de su vida dijo que los años vividos en Europa han sido pasajeros, porque su ciudad, su exclusiva ciudad donde estará siempre, será Buenos Aires, más allá de que luego el destino lo llevó a morir a Suiza.

 

IV

Pongámonos de acuerdo. La ciudad de la que estoy hablando no es una realidad exclusiva de la arquitectura o un dato de la geografía. Mucho menos aludo a un paraíso o a un impulso aldeano, algo así como un orgullo o «nacionalismo» localista que atribuye a la ciudad las mejores virtudes existentes en el mundo. La ciudad que aludo es un paisaje interior, un estado del alma. Es desde esa perspectiva que digo que reconciliarse con la ciudad es de alguna manera un signo, una señal de que uno aprende a aceptarse a sí mismo, con sus virtudes y defectos, con sus luces y sombras. Ni se me ocurre alentar colores locales o excepcionalidades regionales. Viajo, cada vez que puedo recorro el país y el mundo, defiendo una condición humana universal, pero sospecho que alguna pertenencia tenemos, una pertenencia profunda, íntima. Puedo estar en Atenas, en Roma, en Granada, en París, o en algún pueblo de la quebrada de Humahuaca o en algún paraje de Tierra del Fuego, pero ya he aprendido que en todas las circunstancias siempre seré un santafesino y siempre regresaré a mi ciudad. ¿A todos nos pasa lo mismo? No me animaría a una afirmación tan multitudinaria. Hablo, como diría Miguel de Unamuno, de mí mismo, por la sencilla razón de que se trata del ser humano que tengo más a mano.

 

V

Por lo pronto, el tema no es una ocurrencia mía. El poeta griego, Constantino Cavafis alguna vez, supongo, conversó con algún amigo que también estaba disconforme con sus ciudad, a la que le atribuía todas sus desdichas. El episodio le permitió a Cavafis escribir uno de sus mejores poemas que cito completo porque cada palabra importa: «Dices: ‘Iré a otra tierra, hacia otro mar,/ y una ciudad mejor con certeza hallaré./ Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,/ y muere mi corazón/ lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez./ Donde vuelvo los ojos solo veo/ las oscuras ruinas de mi vida/ y los muchos años que aquí pasé o destruí’/. No hallarás otra tierra ni otro mar./ La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles./ Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;/ en la misma casa encanecerás./Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-/ ni caminos ni barco para ti./ La vida que aquí perdiste/ la has destruido en toda la tierra.»

 

VI

En el prólogo de 1969 a su libro de poemas «Fervor de Buenos Aires», escrito en 1923, un Borges mayor admite que «en aquel tiempo buscaba los atardeceres, los arrabales, la desdicha; ahora las mañanas, el centro, la serenidad». Pero ya ese Borges jovencito admite en un poema de su primera juventud que «los años que he vivido en Europa son ilusorios/ yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires». Una vez más no me queda otra alternativa que coincidir con el maestro. Recuperando su perspectiva acerca de la ciudad como un plano de mis humillaciones y fracasos, diría que hoy Santa Fe es un plano de mis dolores y mis felicidades, de mis interrogantes y mis esperanzas, de lo que soy y de lo que quise ser. Es mi ciudad, la ciudad donde fui feliz y más de una vez desdichado; la ciudad donde llegué siendo casi un adolescente y que ahora recorro con los años que, palabras más palabras menos, son los de un viejo; la ciudad donde viven mis amigos y posiblemente mis enemigos; la ciudad que cobijó algunas de mis virtudes y seguramente disimuló mis conocidos defectos; la ciudad de las mujeres que me quisieron y dejaron de quererme; la ciudad donde nacieron mis hijos y mis nietos. La ciudad donde seguramente, en un día no muy diferente al de hoy, moriré.

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/253923-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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