Sería un error postular que el lunes 17 de agosto toda la Argentina estuvo en la calle, pero sería una torpeza mayor ignorar que sin el reconocimiento a la legitimidad de esas multitudes no es posible gobernar. No es la primera vez que estas multitudes están en la calle, pero hacía mucho tiempo que no eran tantos. Puede que sea verdad que salir a la calle en las actuales condiciones incluya algunos riesgos, pero tal vez lo novedoso de estas marchas es que amplios sectores de la sociedad están dispuestos a correr los riesgos razonables del caso para poner límites a un riesgo mayor: la pérdida o la amenaza a la libertad.
Los votantes de diciembre han decidido tener voz. Y esa voz en las sociedades democráticas se gana en la calle
Observo que los votantes de diciembre han decidido tener voz. Y esa voz en las sociedades democráticas se gana en la calle porque defender las libertades es siempre una decisión ética y política. ¿Política? Por supuesto. Y lo es porque los ciudadanos en la calle discuten relaciones de poder y la legitimidad del discurso oficial. Los manifestantes no niegan la pandemia, pero sospechan que el poder se vale de ella para disciplinarlos en nombre de la comunidad organizada.
Muchos se movilizaron contra una reforma judicial en la que pareciera que Beraldi desplazó a Beliz, reforma promovida en nombre de una Justicia que no va más allá de la impunidad o de la pretensión de someter el Poder Judicial al Ejecutivo. Muchos jubilados salieron a la calle para reclamar por la aplicación de una ley cuyos beneficios hoy son negados por los mismos que en su momento la resistieron con toneladas de piedras. Otros salieron a la calle a defender libertades individuales amenazadas por decretos «necesarios y urgentes». También estuvieron en la calle aquellos que desde hace más de ciento cincuenta días no trabajan y para quienes cada día amenaza con transformarse en la desoladora pesadilla de la cuarentena permanente.
Sería una burda simplificación política calificar de derechistas a quienes ganaron la calle. Imputaciones de este tipo se parecen más a una mascarada ideológica o a un penoso anacronismo. La oposición no es la derecha, como el Gobierno está muy lejos de ser la izquierda, salvo que alguien suponga que pertenecen a esta cantera ideológica algunos destacados funcionarios que han hecho de la acumulación de riquezas uno de los objetivos inspiradores de su actividad política.
El pueblo que salió a la calle no necesita pedir disculpas por ejercer libertades sin las cuales la condición humana pierde consistencia. El señor Santiago Cafiero no debería fastidiarse por el ejercicio de la libertad, porque si alguna disculpa debería pedir, esa disculpa debería pedírsela, por ejemplo, a la madre de Facundo Astudillo Castro. O a cada una de las personas que se precipitan hacia la más desoladora pobreza, mientras observan en las cimas del poder la persistencia de privilegios de funcionarios y políticos cuyo currículum se parece cada vez más a un prontuario.
Al gobierno nacional habría que decirle que no se alarme por la presencia del pueblo en la calle. No debería ser el ejercicio legítimo de la libertad un motivo de inquietud política, porque, a decir verdad, las libertades que realmente fastidian son las que les otorgaron, en nombre de la cuarentena, a miles de delincuentes o a funcionarios y políticos corruptos. Tampoco es aconsejable insistir en los tradicionales relatos conspirativos, esforzándose por responsabilizar por estas protestas callejeras a los denominados medios de comunicación hegemónicos, argumento que siempre ha sido el pretexto preferido por los enconados enemigos de la libertad de prensa.
¿Cuesta tanto entender que el pueblo en la calle es algo más que una coartada de la oposición para criticar a un gobierno? Tal vez lo más asombroso y, por qué no, lo más conmovedor de estas manifestaciones, es que estas multitudes no obedecen a un jefe, a una jefa o a una organización política. Puede que estén más identificados con los políticos opositores que con el oficialismo, pero los propios dirigentes opositores saben que esa multitud es libre. Ciudadanos, no masa cautiva.
Aunque en un país inficionado por la cultura populista resulte difícil entender, cada uno de los manifestantes que el 17 de agosto salió a la calle lo hizo porque decidió hacerlo, sin otra consideración que la dictada por su propia conciencia. Tal vez el rasgo más legítimo de estas manifestaciones sea precisamente esa autoconciencia ciudadana. Nadie salió a la calle por la tentación de un plan social o simplemente «arreado» en caravanas de colectivos. Tampoco se salió a la calle para derrocar a un presidente. En todo caso, lo que sí está presente es la sospecha acerca de quién ejerce las funciones reales de la presidencia, confusión que en más de un caso el Presidente ha contribuido a alentar o no ha logrado disipar. Curioso. Las consignas de la calle aluden más críticas a la vicepresidenta que al Presidente. Pareciera que no es Alberto, sino Cristina la responsable del real antagonismo social en la Argentina. Asimismo, las expresiones callejeras parecen contradecir la afirmación de la señora de Kirchner acerca de un mandato histórico a favor de su absolución. Sobre las autoprofecías acerca del futuro no es mucho lo que se puede decir, pero lo que sí parece evidente es que el presente, incluidos sus jueces y fiscales y las abrumadoras acumulaciones de pruebas, no está dispuesto a consentir esa autoabsolución.
Por lo pronto, hay motivos para congratularse de que en estos tiempos de desconcierto las personas decidan ganar la condición de ciudadanos y salgan a la calle a defender la libertad, a pronunciar sus letras, a escribir su nombre, porque han sido los rigores de un poder con pretensiones despóticas lo que les ha enseñado que toda libertad que merece vivirse está siempre amenazada o en peligro.
Que esto haya ocurrido un 17 de agosto es sugestivo. Santiago Kovadloff intuyó que esta «coincidencia» representa simbólicamente el retorno de San Martín luego de un exilio impuesto por su negativa a ser el verdugo del pueblo que contribuyó como nadie a liberar. Kovadloff invoca una deuda que los argentinos tenemos con nuestros padres fundadores, la deuda acerca de un país más justo y más libre. Nada, por lo tanto, me cuesta agregar que cuando este 17 de agosto los argentinos decidieron salir a la calle lo hicieron para afirmar su condición de argentinos, su pertenencia definitiva a este país y su negativa a ceder a la tentación del exilio, a dejarles el país que amamos a corruptos y falsarios. Quienes bajo el resplandor de un cielo impasible y transparente y bajo la luz hospitalaria y oscilante de la caída de la tarde se citaron en las esquinas de todas las ciudades lo hicieron para hacerse cargo de que la Argentina es una causa y un compromiso. Compromiso que nunca debe dejar de renovarse. Compromiso cuyo punto de partida es la libertad, la certeza de que más allá de los miedos, más allá de la pandemia, más allá de gobiernos insensibles que conciben el poder como un privilegio en el que todos los simulacros están permitidos, adquiere rigurosa actualidad aquella frase que alguna vez escribiera quien con toda justicia es el padre de la patria: «Seamos libres, lo demás no importa nada».