Crónicas santafesinas

I

En París, en enero y febrero hace frío. Por lo menos, en 1982 o 1983 lo hacía. Nada cuesta imaginar que además esté nublado. Jaime salió del Metro, se levantó la solapas del sobretodo y abrió el paraguas porque lloviznaba. Caminó por la rue Italia. Su casa estaba a dos o tres o cuadras. Cruzó la calle y casi en la esquina observó que un señor estaba parado en la puerta de su edificio de departamentos. No le molestó el detalle, pero hubiera preferido ingresar al edificio sin tener que atravesar por esa pequeña incomodidad que significa dejar a un desconocido en la calle en nombre de elementales razones de seguridad. A decir verdad, hasta casi llegar a la puerta el señor le resultó un desconocido. Un hombre de algo más de cuarenta años, de estatura media, algo cargado de hombros, nariz grande, con las manos en los bolsillos de un sobretodo gris. Casi cuando estaba a punto de abrir la puerta lo reconoció. Jaime asegura que él lo reconoció primero; Juani dice lo contrario. Podemos admitir que se reconocieron al mismo tiempo porque, después de todo, no tiene demasiada importancia quien fue el primero. Repito: la escena es en París, año 1982 o 1983 y en el mes de enero o febrero.

 

II

El paciente lector se preguntará qué importancia tiene el encuentro de dos personas en la puerta de un edificio de departamentos en la rue Italia de París en 1983. Pregunta legítima en una columna titulada «Crónicas santafesinas». «Os voy a contar todo lo que me pasa». Jaime, se llama Jaime Levenson, es médico, es santafesino y desde hace años, décadas, vive en París. Juani, es Juan José Saer, escritor que vivió en París desde 1967 hasta 2005, fecha en la que decidió marchar al silencio. O sea que en esa calle algo desolada de París se encontraron como consecuencia del azar o la caprichosa voluntad de los dioses dos santafesinos. Jaime vivía con su esposa, María Angélica Druetta, en ese edificio «Maison Blanche» de avenida Italia al 131, y Juani estaba tocando el timbre del departamento de quien ya era su ex esposa que, si la memoria no me falla, se llama Bibi. No sé si se reconocieron en el acto o si hubo vacilaciones al estilo: «De algún lado te conozco»… «¿Vos no serás…?». También es probable que se hayan abrazado o se hayan saludado con un apretón de manos, pero en todos los casos, conociendo el paño, descarto que hayan practicado esa horrible costumbre masculina de besarse, hábito que hemos incorporado de los padrinos mafiosos y puede que tal vez esta desgraciada pandemia logre impedirlo de aquí en más, sentado el principio tantas veces repetido por tía Cata, «No hay mal que por bien no venga». Detalles más detalles menos, lo cierto es que dos santafesinos se reconocieron en una calle cualquiera de París.

 

III

No creo violentar las normas establecidas por todo relato realista, si agrego que al momento de abrazarse, o en el instante en que se daban un cálido apretón de manos, a los dos la imaginación los trasladó en el acto a un paisaje cuyas escenas precisas son la ruta Uno, la que sale de Santa Fe y recorre los pueblos de la costa, los solazos de enero o febrero, el horizonte de sauces, eucaliptus y paraísos y algún que otro ranchito de la costa con su patio de tierra y algunos chicos correteando. La imaginación no es tan arbitraria como se supone. Tampoco es tan arbitrario suponer que esa escena paisajística, por denominarla de alguna manera, fue lo primero que les llegó de la memoria visual, afectiva o como quieran llamarla, por la sencilla razón de que Jaime y Juani se conocieron en medio de la ruta Uno, a la altura de Colastiné. Es decir, no se conocieron, como las leyes de la previsibilidad civilizada hubieran prescripto, en una casa de familia, en alguna esquina de Santa Fe, en la mesa de un bar o, por qué no, en algunas de esas tenidas de punto y banca o póker a la que Juani en aquellos, sus años santafesinos, era tan aficionado, afición que nos permitió a sus lectores disfrutar, por ejemplo, de «Cicatrices», o algunas escenas de «Cicatrices», como por ejemplo, el encabezamiento del capítulo «Marzo, abril, mayo», que se inicia con estas frases hoy clásicas y memorables: «Hay tres maneras de ganar al póker, hijo, me decía mi abuelo en los años de su vejez. Con mucho resto, sabiendo jugar muy bien o con las cartas marcadas. Pero el resto, por grande que sea, siempre termina por acabarse. Y por muy bien que uno juegue, siempre hay algún otro en este ancho mundo que juegue mejor. Por lo tanto, el método más seguro es marcar las cartas».

 

IV

Lo cierto es que así como el azar los reunió en la puerta de un edificio de una casa de departamentos de París, fue también el azar quien quince años antes les permitió conocerse. Paso a contarles los detalles. Jaime, flamante médico recibido en Córdoba, trabajaba en Santa Fe en el Ministerio de Salud Pública y, si no entendí mal sus explicaciones, su tarea profesional consistía en visitar dos o tres veces a la semana los centros de salud de la ruta Uno, creo que hasta Rincón Norte. Y fue una de esas mañanas, supongo que alrededor de las once, supongo que calurosa y húmeda, cuando Jaime, que regresaba manejando su autito de entonces, ve a la altura de Colastiné (después supo que Juani vivía a media cuadra de la ruta, en una casa que aún sobrevive con su patio arbolado y sus ventanas con rejas y su frente percudido por los soles y las lluvias, casa que yo, alrededor de principios de los años setenta, cuando Juani ya vivía en París, frecuenté para compartir más de un asado y una antológica tallarinada una noche de lluvia y tormenta sin saber que allí había vivido Juani y que esos libros amontonados en las estanterías colgadas en las paredes, eran de su biblioteca) a un muchachote de alrededor de treinta años haciendo dedo en la ruta. Paró y fue el instante que se produjo el encuentro que quince años después, por obra –insisto- del prodigioso e inescrutable azar, se repetirá en París. Después, durante una cuantas semanas o unos cuantos meses, esa escena se repitió muchas veces. Jaime detenía el auto a la altura de Colastiné y Juani subía. Y supongo que conversaban acerca de las cosas que conversan dos tipos de la misma edad e intereses no idénticos, pero lo suficientemente parecidos, mientras viajan desde Colastiné a Santa Fe. No se hicieron íntimos amigos, pero tampoco fue una azarosa relación entre «conocidos». Tiempo después, cada uno decidió por su lado irse a vivir a París. No lo consultaron entre ellos. Y mientras viajaban en auto recorriendo ese paisaje de lagunas, arroyos, charcos, camalotes y pastizales, no imaginaban que alguna vez, una mañana fría de enero o febrero de 1982 o 1983, se encontrarían en la puerta del edificio de departamentos «Maison Blanche» de la avenida Italia al 131.

 

V

No concluyeron allí las intrigas de los dioses. Es más, los caballeros del Olimpo elevaron la apuesta. Unos años después Jaime se traslada a su actual casa en el barrio Montparnasse, un departamento ubicado al frente de la Plaza Cataluña. Y un mediodía, mientras con su esposa María Angélica regresaban de hacer las compras del mercado callejero (que aún hoy funciona frente al cementerio Montparnasse que alguna vez visité para rendirle mi homenaje laico a Cortázar, Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre) y mientras caminaban por la calle Comandante Mouchotte, no solo que se encuentran con Juani que también había salido a hacer unos mandados, sino que allí se enteran que él vive en el edificio de enfrente, con sus ventanales que daban al Hotel Meridien y a las torres de las galerías Lafayette. O sea, que ahora y hasta el momento de la muerte de Juani, en junio de 2005, serán lo que se dice vecinos, cenaban y almorzaban juntos con frecuencia, recorrían juntos algunos bares de Montparnasse y más de una vez recordaban el cielo, las noches y las lluvias de aquella región a la que ambos pertenecían. No todo es tan azaroso y arbitrario. Fue Juani precisamente el que alguna vez escribió que «Santa Fe es el patio de mi casa en París». Patio o barrio, lo cierto es que en el corazón de Montparnasse, en pleno París, dos santafesinos caminaban por sus calles, se visitaban con frecuencia o compartían un café y hablaban con la misma entonación y los mismos giros verbales que hubieran empleado tomando un café o disfrutando un liso en el Baviera o en La Modelo de calle Mendoza, a tres o cuatro cuadras donde hasta el día de hoy se levanta la casa donde vivió Juani, casa protagonista de algunos de sus mejores relatos.

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/254894-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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