Graciela

El dolor y una ausencia irremediable le enseñaron a pensar la política. Los hombres jamás lograremos saber -en el sentido más apasionado de la palabra- lo que representa la muerte de un hijo a mano de esbirros y canallas. Graciela lo supo en carne propia.

“Pablo tiñe de gris el paisaje”, me dijo una tarde conversando en un bar de bulevar cuando todavía no era tan famosa. Y en efecto, ella presentía que más allá de satisfacciones políticas y sociales, siempre conviviría con una ausencia, un indefinido sentimiento de vacío, una inquieta brisa de tristeza revoloteando por las inmediaciones de su corazón.

El pudor, la decencia, el respeto, le impiden hablar de Pablo. Siempre se opuso a usar el nombre de su hijo en las campañas políticas y se negó a recurrir al recurso tramposo de despertar sospechosos sentimientos de solidaridad con su propia tragedia. Es extraño. Graciela nunca ha dicho que hace política en nombre de su hijo, pero no somos pocos los que sabemos que el motivo decisivo de su pasión pública obedece a ese manojo de ternura y afectos que un día los sicarios arrancaron de su casa.

Curiosas sinuosidades del destino. Los asesinos matan a un adolescente de 16 años para sembrar el terror en la Argentina, sin saber que su acto criminal pondrá en movimiento una voluntad y una sensibilidad que se levantarán como un elocuente y eficaz testimonio contra la muerte.

Hace unos días, un conocido hablaba de los residuos autoritarios de la dictadura que aún sobreviven en nosotros: policías corruptos, impunidad, cinismo, prepotencia…Alguna vez habrá que hablar de aquello que resistió a la dictadura. Graciela es un excelente pre-texto para reflexionar sobre el tema.

El soplo es de Pablo, lo demás es de Graciela. A Pablo le pertenece la ausencia, el recuerdo que interpela desde algún lugar. Ella es la dueña del presente, de su decisión de comenzar a militar en los derechos humanos, de reclamar por su hijo en un gesto solidario que abraza a todos los hijos muertos por la dictadura más feroz de nuestra historia.

Como toda madre colocada en esa dolorosa encrucijada, es posible imaginar que al enterarse de la desaparición de su hijo transitó por los territorios de la angustia y la locura. Quizás como toda madre al principio alentó vanas ilusiones. Conocemos por relatos la temperatura de ese dolor infinito que significa imaginarse que a esa hora y en tal lugar el hijo está sufriendo las atrocidades de la tortura.

Nos hemos informado sobre las fantasías que forja una madre pensando que el hijo se pudo escapar de la prisión clandestina, que los verdugos a último momento decidieron perdonarle la vida o que un día cualquiera el chico abrirá la puerta de su casa y sin decir una palabra, como cuando salía de la escuela, correrá a refugiarse en el pecho de la madre.

Sabemos lo que sintieron los que recorrieron esa temporada en el infierno de la incertidumbre. Sabemos de aquellas noches de insomnio, de los autorreproches y las culpas. Sabemos lo que se siente cuando el paso de las semanas, los meses y los años revelan que esos ojos llenos de vida, esa sonrisa traviesa, ese mechón de pelos caído sobre la frente y esa voz que recién está asumiendo sus tonos graves, no regresarán nunca más.

Lo más duro son las pequeñas evocaciones y despedidas. El esfuerzo por retener un gesto -tal vez el último- la ansiedad con se mira una foto, se escucha un tema musical, se contempla la sombra de un árbol, la melodía de Sui Generis flotando en el aire, un poema de Paúl Eluard leído en voz baja…son pequeños datos, huellas casi invisibles pero persistentes de un pasado que cada vez que se insinúa nubla los ojos o dibuja una delgada y temblorosa línea de tristeza en los labios.

A Graciela la recuerdo conversando en el local de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos en avenida Callao. Ya entones se parecía mucho a la mujer que luego le ganará las elecciones a Duhalde y a su sometida esposa en el distrito más importante del peronismo. Afectiva, sin dramatismo; sensata, pero, imaginativa; segura. sin prepotencia; inteligente, sin pedantería.

Algunos dicen que esa facultades las adquirió estudiando psicodrama. Son macanas. Yo insisto en que las condiciones las desarrolló en la militancia por los derechos humanos, conviviendo con el dolor, con el afán de justicia, con la aspiración por el retorno de la democracia y con la expectativa de que la política pueda llegar a ser en el futuro un oficio vinculado con la decencia y la esperanza.

Los que ahora murmuran que la señora Graciela es el arquetipo del sentido común, que despolitiza las relaciones públicas hablando con la sensatez de una tía buena y casera o que es un producto inventado por los medios, ignoran o pretende ignorar el origen de una militancia que se templó en los rigores del dolor, las contrariedades de la adversidad y un insaciable reclamo de justicia.

No mientan. Graciela no es el producto de una  operación de marketing publicitario, ni su nombre se suma a la farandulización de la política. Su origen está vinculado a uno de los fragmentos más dramáticos y dolorosos de nuestra reciente y su práctica política se forjó alrededor de una de las causas más nobles de nuestra vida pública: la democracia y los derechos humanos.

Acá no hay señoras gordas exitosas, ni hazañas deportivas ni triunfos estelares en el Club del Clan. Ella no educó sus nervios en los recitales de Pipo Mancera o manejando un bólido a 250 kilómetros por hora. Por el contrario, los latidos de su corazón se templaron en la militancia solidaria y dramática de los derechos humanos y sus nervios adquirieron la flexibilidad y la consistencia de quienes durante horas infinitas aguardaron un retorno querido sin perder la calma y sin dejarse dominar por los salvajes dictados del instinto.

Sólo la ignorancia o la mala fe pueden afirmar que Graciela es el producto de la frivolidad de un fin de siglo cansado. Lo que hay es una mujer que, sin dejar de ser ella misma, fue capaz de crecer alimentada por una pasión que siempre estuvo presente, pero que ella supo recluir con decoro en el lugar que le correspondía. Su grandeza reside, precisamente, en ese esfuerzo por arrancarle al dolor chispas de sobriedad y lucidez.

Sé que a Graciela no le gusta hablar de estos temas. También sospecho que si alguna vez leyera estas líneas las compartiría con alguna que otra observación. Lo sé porque la conozco y porque alguna vez algo hemos hablado. Demás está decir que esta nota -como todas las que escribo-  no es objetiva, no pretende serlo y Dios me libre y me guarde de cometer alguna vez semejante pec

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